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Lejona y Erandio
Lejona me pareció muy bonito como todos los pueblos de la orilla derecha de la ría, pero lo más bonito aún fue que se nos permitió descansar a discreción, y que ante la fresca pradera donde nos tendimos humeaban prometedores los fuegos de las cocinas. Y la promesa se cumplió, a los pocos momentos nos hicieron formar para tomar un desayuno de café con leche y pan negro, que nos resarció de la mitad de nuestras fatigas.
A mí se me quitaron con aquella refacción casi todas las molestias que tenía. Muchos compañeros no pudieron decir lo mismo. De diez años más que yo los más muchos tenían los pies hinchados, llenos de ampollas y con la epidermis gastada, “aspeados” les llamaba el teniente médico a muchos a quienes vio delante de mí.
A los veinte minutos de desayunar se nos ordenó formar y marchar en dirección sur, por una carretera que partía del mismo Lejona. Estábamos indignados ante tan poca consideración con nuestros destrozados cuerpos. Sin embargo era lógico que tal ocurra en los ejércitos en derrota y faltos de efectivos. Cuando no hay hombres para defender una línea rota, es muy natural que los soldados no descansen, si no pueden ser reemplazados por fuerzas de refresco. Pero a nosotros entonces no nos cabían en la cabeza esta clase de razonamientos, que en honor a la verdad nadie se preocupó de explicarnos.
Después de una hora de camino llegamos a un cruce de carreteras muy concurrido de coches y de soldados. Después de una breve parada seguimos en dirección Este camino de Lujua y Asua. Cuando llagamos a Lujua nos detuvimos una media hora, que empleó el comandante para dar instrucciones a sus capitanes. Allí estaba la plana mayor del batallón. Recuerdo a Martínez con una terrible cara de sueño y despeinado, que apenas podía tenerse en pie. Cuando le llamé desde la fila, apenas tuvo fuerzas para levantar la mano y corresponder a mi saludo. Serían las diez de la mañana cuando la compañía empezó a subir a las posiciones asignadas en los alrededores de Asua.
Pedí permiso al capitán para retroceder al cruce de carreteras y recoger mi bolsa de socorro, que tenía mi amigo Peso con los bártulos de la oficina. Pero cuando me disponía a volver a Lujua hizo su aparición una cadena de cazas nacionales. En rápidos e ininterrumpidos picados comenzaron a coser todas las carreteras de aquel pintoresco valle. A mi teniente médico le vi deambular al lado de la cuneta y agachado casi en ángulo recto. Se puso muy colorado al verme, y se enfadó al preguntarle yo si se le había caído algo para ayudarle a buscarlo. Y no lo hacía solo por las balas de los aviones, desde las posiciones nacionales de Sondica y Asua llegaban allí balas perdidas de fusiles y automáticas.
Pronto nos vimos obligados a emular a mi jefe. Pegados a una casa y al borde de la carretera, Peso, el sargento Paco y yo soportamos un ametrallamiento en regla de la carretera y sus inmediaciones. Pegados a la casa y en el testero de la pared que miraba hacia Asua, o sea de espaldas al fuego de los aviones, estuvimos más de una hora viendo como bombas pequeñas y balas de ametralladora explotaban o rebotaban en derredor nuestro. Todo el personal que deambulaba por el valle se quedó quieto cuerpo a tierra, sin atreverse ni siquiera a estornudar. Por fin un grupo de impacientes de un batallón asturiano próximo se dirigió a un bosquecillo provisto de un arma automática. Sus ráfagas comenzaron a rasgar el espacio haciéndole contrapunto a las ráfagas de los cazas, que seguían lanzándonos bombas y ametrallándonos afortunadamente sin hacernos daño. Casual o intencionadamente algunas de las bombas de los aviones cayeron sobre el bosquecillo. Ni que decir tiene que los improvisados antiaéreos callaron más que deprisa, y les vi retirarse presurosos sanos y salvos del bosquecillo.
Aquella paralización de todo o casi todo el tráfico por el valle, y la angustia que nos dominaba, fue la causa de que se nos pasara en blanco la hora de comer. Cuando una casa frontera a la nuestra fue bombardeada, y muerta una vaca que se hallaba a su puerta, Peso y yo juzgamos muy insegura la relativa protección que teníamos, y nos dirigimos a una cuneta que había a unos cien metros de la carretera. Debajo de unas tablas viejas nos camuflamos. El castigo lo teníamos tan encima, que juzgamos una quimera inalcanzable el terminar sanos y salvos aquella angustiosa jornada. Peso me alargó una tarjeta suya, y me dijo: -Si me pasa algo, escribe a esa dirección- Como estábamos pegados el uno al otro en aquella zanja, le hice extrañado algunas objeciones. El las rechazó argumentando que en la guerra se veían cosas muy raras. No tengo que explicar con mucho detalle el estado de ánimo que tenía yo cuando le alargué otro papel con la mía. En las horas de castigo aéreo que siguieron hasta la puesta del sol, Peso y yo no nos dirigimos ni una sola palabra. Con terror y alegría vimos como una bomba alcanzó la casa donde nos habíamos refugiado durante la primera mitad de la jornada. A la puesta del sol y después de ocho horas de ametrallamiento y bombardeo los aviones se retiraron. Nos sentimos muy felices de terminar con vida y salud la jornada, para nosotros, más penosa de toda la campaña.
Cuando cesó el peligro y se nos quitó el miedo, nos acordamos de que no habíamos almorzado, y de que teníamos bastante hambre. Nuestra sorpresa fue muy agradable al distinguir a los cocineros de la compañía y a su bendita instalación bajo unos árboles al otro lado de la carretera. Sin preocuparme de Peso atravesé el asfaltado a todo correr, y me precipité hacia la cocina con la mirada puesta en las cacerolas. Tan rápidamente quise saltar una cerca de alambre, que me hice un desgarrón tremendo en los pantalones. Pero era demasiado feliz en aquellos momentos para preocuparme de mi indumentaria. Saqué de mi mochila otros pantalones, los caqui, y reemplazada la prenda rota hice los honores a un buen plato de rancho que me sirvió uno de los cocineros.
Apenas habíamos fregado los platos unos pocos de soldados que allí nos reunimos, aparecieron dos sargentos pistola en mano, y nos obligaron a reunirnos en la carretera de Lejona detrás del batallón Lenín de nuestra brigada, cuyos soldados equipados con casco y mucho mejor que nosotros esperaban a su vez órdenes de marcha. Como mi formación en la compañía no era obligada, me acerqué al batallón Lenín e interrogué a uno de sus soldados sobre la posición y la situación alrededor de Asua, lugar donde mi compañía tenía sus posiciones. -Es igual que ayer -me respondió- y que todos los días, unas veces avanzamos nosotros otras ellos, y las posiciones cambian de manos en ocasiones dos o tres veces al día, y así estamos desde Durango-. No le pregunté más. ¿Para qué? Solamente la hipocresía, el temor o la ceguera crónica podían inspirar este tipo de contestaciones tan desconcertantes y desalentadoras para mí.
Recogí en la cocina mi bolsa de socorro, y me uní a los desperdigados soldados de mi compañía que se encontraban en la carretera. Los sargentos nos dieron orden de caminar hacia Lujua, y allí nos dirigimos cuando el sol se había escondido detrás del casino de Archanda. Cuando faltaban unos centenares de metros para llegar a la iglesia nos conmovió a todos un espectáculo lastimoso y desgarrador. Grupos de paisanos y mujeres, que apretaban contra su pecho a sus hijos pequeños, bajaban despavoridos de unos montes cercanos. Tras de ellos mozalbetes de ambos sexos participaban del terror de los mayores. Por lo visto, y según contaban los fugitivos, unos tanques fascistas se les habían echado encima, procedentes tal vez de las recién conquistadas posiciones de Derio y Sondica. Como la misión de los tanques sería probablemente una incursión, pronto se retiraron a sus posiciones dejando el campo libre. Lo que no pudo dejar libre fue el terror de los caseros ante su presencia. Un hombre joven se nos acercó y nos preguntó, con fingido temor y mal disimulada esperanza: -Están los “fachas” cerca. ¿Verdad?- El sargento Bustillo por aumentar su temor y divertirse, le contestó: -Los tenemos ya aquí mismo- Y el ciudadano cogió su carretera adelante sin apretar siquiera el paso.
Cuando una vez en Lujua comenzamos a subir el camino de las posiciones la noche se echaba encima, teñía nuestros presentimientos del color negro de lo desconocido y de lo peligroso. No fue corta la subida, tardamos más de una hora en andar y desandar vericuetos desorientados y casi a tientas. Cerca de nosotros sonaba un fuego de fusil y de ametralladora más intenso que durante el día, y desconociendo si nos encontrábamos en desenfilada pasamos un rato bastante violento. El fuego aunque cercano no debía ser con nosotros, ya que en la posición a la cual llegamos los soldados estaban durmiendo a pierna suelta. Las secciones de guardia ocupaban los parapetos próximos, pero debían ser de segunda línea, pues aunque el fuego era cercano no lo estaban haciendo nuestros soldados. Y ya tranquilizado con esta apacible realidad, me tumbé junto a ellos a esperar durmiendo la hora del amanecer. Y debí caer pronto en brazos de Morfeo, pues la noche anterior la habíamos pasado andando.
Cuando amaneció me sentí confortado por las horas de sueño dormidas. El día era claro y el sol empezaba a jugar al escondite detrás del Jatamendi. Los del parapeto llegaron al punto, y nos contaron que durante la noche habían hecho fuego de fusilería y tirado bombas de mano contra un enemigo al que no vieron en toda la noche. Y menos mal, según contaban los nacionales habían tomado Asua y Santa Marina, y se extendían hacia el valle de Lujua, donde tarde o temprano tenían que encontrarse con nuestra bienvenida, que francamente no se la prometíamos muy descortés.
Efectivamente, antes de que en las posiciones contrarias aún lejanas se notase un movimiento ofensivo, se nos dio orden de bajar a Lujua. El pueblo, aún enrarecido el ambiente y deslucido el aspecto por el paso de nuestras poco airosas unidades, era muy bonito y muy acogedor. Fue un buen momento aquel para mí, contemplar los distintos detalles del paisaje de aquel bello rincón vizcaíno. Apenas desayunamos, pues los cocineros habían llevado hasta Lujua las cocinas, y sin casi tiempo para lavar los platos se nos ordenó formar en la carretera de Lejona, y hacia el cruce nos encaminamos. Una vez en él torcimos hacia Lejona, cuya carretera comenzamos a recorrer a paso lento y bajo un cielo con nubes, pero que dejaba lucir un sol que ya empezaba a picar.
Las órdenes de evacuación del gobierno vasco para el valle de Lujua eran terminantes, lo probaban las penosas escenas que nos vimos forzados a presenciar. Unos agentes civiles o militares de Euzkadi obligaban a familias enteras a abandonar sus viviendas, sin hacer caso de las súplicas de los aldeanos ni del llanto desgarrador de las pobres mujeres y los desconsolados chiquillos. Cada caserío de las inmediaciones, y eran varios, tenía desarrollada ante su pórtico una escena semejante, basada en razones militares justificadas en el papel, pero a estas alturas, en el principio del fin, de carácter francamente desesperado e inhumano. A mí se me amargaron las impresiones optimistas de aquella mañana ante aquellos despiadados espectáculos. No se me olvida el caso de un casero, que por negarse a evacuar garrote en mano, fue despojado fríamente de ganados y comestibles por los agentes encargados de tan poca gallarda misión.
Con el ánimo deprimido por tan tristes espectáculos llegamos a un caserío de la carretera de Lejona, situado a unos seiscientos metros del cruce de carreteras tantas veces citado. El caserío estaba situado a unos cien metros de la carretera mencionada, hacia el valle de Lujua. Allí nos acomodamos y los soldados se desplegaron delante del caserío, cubriendo unos centenares de metros frente a Lujua, y formando allí una línea de contacto con el enemigo, para cuando este se presentase. Lujua pues se encontraba ya abandonada, y el enemigo podría ocuparla cuando quisiera.
El capitán Mateo se mostró entusiasmado de lo bien que había hecho la retirada, de modo tan ordenado, y -sin esas precipitaciones que agotan física y moralmente a las tropas- Perdida la esperanza de poder entusiasmarse con victorias o con defensas firmes, ahora el buen capitán se conformaba con retiradas ordenadas. En el terremoto de sus quimeras castrenses ya era un descenso significativo lo modesto de las aspiraciones del capitán Mateo.
Fue un día apacible, nos lo pasamos sentados o echados, ocupados en lavarnos, bañarnos en las fuentes, e incluso afeitarnos, pues el barbero no paró en todo el día. Pacíficas fueron las dos comidas y reparador el sueño de aquella noche. Cuando amaneció el día quince de Junio, parecía que habíamos estado una larga temporada en el más cómodo de los balnearios. Era natural que aquello no pudiera durar mucho. Apenas desayunados y limpios se nos ordenó formar rápidamente. ¿Donde iríamos? Allí no había signos de que nos relevara nadie. Y sin embargo pronto lo supimos, iríamos a una loma, que frente a nosotros y en dirección Oeste cerraba por ese lado el valle de Lujua. Eran los altos de Erandio. -Detrás de ellos, la ría, me decía Peso, y mi corazón saltaba de felicidad. ¿Dios mío, sería posible ya? La ría era Bilbao, y Bilbao era el fin. Yo empecé a decidirme a no volver a Santander, me quedaría escondido donde fuese con tal de gustar de la dicha de la liberación.
La ascensión fue corta, apenas media hora por un sendero fácil y de poca pendiente. La posición me permitió ver todo el hermoso valle de Lujua. La carretera de Lejona paralela a la loma, y a mis pies a la derecha Archanda, a la izquierda Lejona, Las Arenas, Algorta, y frente a mí mis insuperables Sollube y Jatamendi.
Me dispuse a cruzar la loma para dominar el espectáculo de la ría, que debía ser hermoso. Pero antes describiré otro espectáculo nada hermoso y sí bastante cómico. El comandante de nuestro batallón y el jefe de la brigada daban un vistazo a las nuevas posiciones. Les acompañaba el comisario político de la brigada y el comandante del batallón 106, que ocupaba la misma posición, si bien su despliegue lo tenía en el borde de la carretera. Nosotros pues formábamos la segunda línea de la posición que ocupábamos. Pues bien, el grupo de “responsables” tropezó con el capitán Mateo, que les saludó con aire más servicial que marcial, según pude observar. Todos los “jefazos” contestaron el saludo menos uno, era el comisario político de la brigada. Encarándose con Mateo, le dijo: -Ayer se «condució» usted muy mal, capitán- Mateo se arrugó moral y materialmente, y balbució excusas torpemente concebidas y desafortunadamente dichas. El comisario, sin hacerle caso, volvió a levantar con aire de predicador su dedo índice derecho, y repitió: -Sí capitán, usted se «condució» muy mal ayer- Y de pronto, mudando su aire de Fray Gerundio en el chabacano aire de un Colás cualquiera, le roció de gotitas de saliva y de dicterios con tal dureza y ordinariez que Mateo no sabía donde meterse. Y aquel energúmeno, ya sin control, me hizo temer que sacara la pistola e hiciera un desaguisado. Prudentemente me aparté aún más del grupo, hasta que, desahogado el mal humor, el irascible comisario le volvió la espalda y se unió a su grupo de “jerarquías político-militares”. A esto llegó Martínez a mi lado, que había presenciado la escena detrás de mí, y me dijo: -A ese fulano lo conozco yo, ha sido presidente del Tolosa- Fue mi deseo que el histórico equipo guipuzcoano, siquiera por sus merecimientos, no fuese víctima de sus iras, en la época si la hubo de la presidencia de aquel comisario de furiosos ademanes. Y que en los días que «condució» a su equipo, lo hiciese con mano más serena y gramática más correcta.
Por ello y por presentarse la aviación nacional, tuvimos que guarecernos en un buen refugio que tenía la posición, hasta la hora de comer en la que salimos hambrientos hacia la cocina. La aviación nacional debió ir a buscar la suya, pues en las horas del rancho nos dejó tranquilos. A los pocos minutos de haber fregado los platos se presentaron de nuevo los aviones, no solo la cadena de cazas sino escuadrillas de bombardeo. Nuevamente al refugio con oficiales, médicos de los dos batallones y algunos soldados.
Dos chicas de un caserío próximo al refugio se pasaron allí toda la tarde acompañándonos. El médico del batallón 106, joven y de buen humor, hizo los honores de la galantería a la más bella y simpática de las jóvenes, que se encontraba como pez en el agua. Mi teniente en cambio presenciaba la escena con la boca en silencio y la sonrisa burlona, ironizando sus ojos detrás de los cristales algo gruesos de sus antiparras. Herrerías, que hubiera querido llevar en aquel cotarro la voz cantante, se encontraba alegremente despechado. Yo le hice saber que debería dejarse el bigote como el galante médico del batallón 106. Y yo tomando lo que me dejaban, y viendo a la otra chica tan en silencio, pues por ser casi una niña y no muy bella no la festejaba nadie, me senté a su lado y la estuve galanteando toda la tarde con piropos de no mucha gracia por cierto. Cuando se fueron, mis compañeros pasaron un buen rato riéndose de la chica, y yo quedé confundido y algo violento, pues no hubiese querido llegar tan lejos en lo que proyecté como un alegre y despreocupado pasatiempo. Naturalmente durante toda la cena y la sobremesa en el abandonado caserío Peso y José Luís me abrumaron con sus festivas chirigotas. Menos mal que se durmieron pronto, y yo no tardé ni media hora en seguirlos.
Amaneció el dieciséis de Junio con un sol espléndido. A nosotros tales días nos encogían el ánimo, pues presagiaban las molestas y sobrecogedoras pasadas de los aviones, que a veces como ya queda dicho duraban toda la jornada. Bien es verdad que la proximidad de un buen refugio nos mitigaba no poco semejante inquietud. En efecto, aún no habíamos acabado de desayunar cuando apareció el solitario avión de reconocimiento, que titulábamos el chivato, y que en las horas que precedían a los ataques aéreos recorría la zona sentenciada del frente. No había pasado media hora cuando las escuadrillas hicieron su aparición, y comenzaron a bombardear Archanda, Santo Domingo y lomas cercanas a nuestra posición, en la que cayeron algunas bombas sin causar más que el susto y la fuga precipitada al refugio donde nos apiñábamos anhelantes.
El bombardeo duró poco. Cuando abandonábamos el refugio ansiosos de aire que respirar, llegó uno de los nuestros pidiendo a voces una camilla. Los camilleros y yo salimos detrás del demandante, y en un recodo del sendero que llegaba a Erandio nos encontramos a un pobre gudari, que se debatía presa de un terrible ataque epiléptico. Con su boca espumosa y afortunadamente no mordida, y sus convulsiones violentas y terribles que le hacían golpear el suelo con su cabeza, en tanto sus globos oculares oscilaban con impresionante rapidez. Nos levantó en vilo tres o cuatro veces, hasta que ya comatoso lo pudimos tender en la camilla y enviarlo a Erandio para su evacuación.
Nada ocurrió hasta después del rancho. Estábamos sentados haciendo una digestión no muy laboriosa, cuando oímos a lo lejos un alocado repicar de campanas. Nos asomamos rápidamente al valle y lo comprendimos enseguida. Las fuerzas nacionales habían entrado en Lujua, y los soldados celebraban su triunfo repicando alegremente las campanas del pintoresco pueblecito. Las fuerzas nacionales ante nuestros ojos salieron de Lujua, y empezaron a diseminarse por el valle, reconociendo caserío por caserío. No se trataba de una ocupación sino de un paseo por parte de los requetés, ya que caminaban despacio y sin orden de combate.
Sin embargo en nuestra posición hubo alarma, y oficiales y jefes empezaron a cambiar impresiones en corro. En esto Mateo, que no participó ¿Para qué? de este cambio de impresiones, ordenó fuego. Y este empezó de la forma más descabellada que se pudo. Estando el enemigo a un kilómetro atronó los aires un tiroteo ensordecedor con el alza abatida del fusil, es decir con un alcance de cuatrocientos metros a un objetivo que se hallaba a más de mil. A los cinco minutos el tiroteo era de locura, sin que nadie pusiera en orden aquel descabellado episodio. El resultado de tan irracional actitud no se hizo esperar. El comandante del batallón 106 irrumpió por nuestra espalda pistola en mano y hecho una furia. Nuestro fuego sin dirección estaba cayendo sobre las avanzadillas de su batallón, cuyos centinelas habían echado cuerpo a tierra cuando las balas de sus propios compañeros habían comenzado a silbar sobre sus cabezas. Amenazando con cargarnos a todos, el airado comandante no cesó en su actitud hasta que dejamos de tirar.
Como los requetés andaban por el valle dando un paseo, retrocedieron precipitadamente hacia Lujua. Y aquí quiero ver los vivas y gritos de entusiasmo de nuestros compañeros, que se apuntaron su descabellada conducta como una victoria. Llamaron cobardes a voces a los indiferentes requetés, que no pensaban siquiera en contestar al fuego. Poco después sentados en el suelo el sargento Luís y el teniente de ametralladoras, rubio y galán, comentaban entusiasmados el hecho y afirmaban que Bilbao no caería. Y ponían los ojos en blanco hablando de los aviadores rusos, que se jugaban la vida en sus chatos. -¿Para cuando van a dejar el hacer aquí acto de presencia?- Decía yo para mis adentros.
Como consecuencia de nuestro tiroteo la artillería nacional nos batió la posición. Cayeron unos veinte disparos, uno de los cuales destrozó el techo de una casa a pocos metros de mí amargándonos la tarde, pues uno de mis compañeros fue levantado en alto por la onda expansiva, y murió instantáneamente. Cuando atardecía una batería nuestra se emplazó en la contrapendiente, y estuvo durante toda la tarde y parte de la noche haciendo fuego por descarga sobre Lujua. Afortunadamente nadie pensó en contestarle, si no nos amargan también la noche, y el recuerdo del compañero muerto pesaba no poco en nuestro ánimo.
Fue aquel atardecer cuando pude contemplar la vertiente oeste del alto que ocupábamos. Un poco a contraluz de aquel sol de Junio luminoso y mal velado por las nubes contemplamos Mateo y yo el espectáculo grandioso de la ría hasta su desembocadura de Las Arenas y Algorta. Ya ocupadas por los nacionales. El formidable bloque de su zona industrial, que ocupa kilómetros y kilómetros cuadrados en un bosque de chimeneas, fábricas y demás superestructuras de tan colosal instalación, y el penoso espectáculo del trasbordador del alba, destruido por los republicanos al abandonar Las Arenas, y del que solo quedaban los muñones metálicos de sus basamentos. Confieso que contemplé boquiabierto aquel maravilloso espectáculo, contraposición exacta de la naturaleza sin devastar, que hasta entonces habían disfrutado mis ojos. El silencio lo rompió Mateo, que había estado más boquiabierto que yo, y que exclamó sentenciosamente: -Ahora esto lo explotarán de primera los alemanes y los italianos- Era la primera confesión de la derrota que le escuché a Mateo en toda la campaña, era lástima que fuese para herir mi condición de español.
Volvimos silenciosamente hacia la otra vertiente de la posición. Médicos y oficiales rodeaban a los jefes, que comentaban en voz muy baja presentes y futuros acontecimientos. Al llegar yo allí con Mateo, no se dieron cuenta de mi llegada, y el teniente ayudante Peña dijo a nuestro médico: -Ya tenemos asignado lugar de repliegue al otro lado de la ría, para el caso de abandonar Bilbao- Reparó entonces en mí, y se me quedó mirando recelosamente, mientras yo dirigía la vista a otro lado. Nuestro teniente médico puso una cara lúgubre, muy mal puesta pues se notó que era fingida a ojos vistas. En menos de diez minutos, dos confesiones sinceras de derrota. Los hechos se precipitaban de un modo que la locura ni la mentira podían detener. Sin embargo el fuego realizado sobre el valle de Lujua, que comenzó con gran entusiasmo por parte de las tropas, me reveló hasta que punto la moral de aquellos hombres podía levantarse con un solo éxito, por pequeño que fuese. Más de la mitad tenían deseos de entrar en fuego. Era muy humano el desdeñar la idea de ser vencidos sin haber combatido más que contadísimos días.
Pero la realidad se impuso; cuando nos preparábamos a dormir los sargentos nos transmitieron también pistola en mano la orden de marcha. Rápidamente nos preparamos, y a los quince minutos y en fila india bajábamos la contrapendiente de nuestra última posición camino de Erandio. La bajada fue corta, apenas media hora más tarde descansábamos en Erandio y a orillas de la ría. El impresionante paisaje del atardecer se había convertido en una oscuridad casi total, que mitigaba a ratos la luna, que huidiza y débil jugaba al escondite con las nubes. La quietud y el silencio eran completos, y contribuían a ello la pasividad completa de los combatientes, que como de mutuo acuerdo habían dejado en silencio todas las armas de sus equipos. A orillas de la ría y apoyados somnolientos en un malecón contemplábamos curiosos las embarcaciones amarradas a los muelles, algunas de las cuales eran grandes y de bonita estampa. Fuera de esto solo había oscuridad y silencio, roto a intervalos por el chocar de nuestras pisadas y el bisbisear de nuestras conversaciones, salpimentadas de juramentos y ruidosos bostezos.
Al poco rato se presentaron unos autobuses de viajeros, eran cuatro o cinco si mal no recuerdo, en ellos subimos rápidamente entre tropezones y amenazas de los sargentos, ocupando voluptuosamente sus incómodos asientos, donde intentamos sin conseguirlo cerrar los ojos. La triste columna se puso en marcha con las luces semiapagadas camino de Bilbao. Mientras recorríamos El Arenal y el Campo Valentín enigmas mucho más obscuros que la noche nos asaltaban el pensamiento. ¿Donde íbamos? ¿A las trincheras de Archanda? ¿A Begoña o a Santo Domingo? Mucho valor tenían en mí las palabras del teniente ayudante Peña; ya he contado que habló del probable repliegue al otro lado de la ría, en caso de abandono de la defensa de Bilbao y su cinturón de montañas. Sin embargo la realidad de la situación podía obligar al mando a un cambio de proyectos, y ante mí se presentaba como una perspectiva poco grata la muerte aplastado bajo las ruinas de Archanda, o en cualquiera de los edificios del perímetro de la capital.
Sin embargo nuestra columna atravesó el puente de Isabel II, y emprendió viaje por la Gran Vía hasta la plaza circular, allí tomamos por Hurtado de Amezaga en dirección a Basurto. No se veía un alma por las calles, y eso que aún no era media noche. Contadas patrullas de soldados cruzaron sus calles, y solo alrededor del puente de Isabel II sorprendí el siniestro trabajo de los minadores, que preparaban la torpe apoteosis de todas las destrucciones de la provincia con la voladura de los hermosos puentes de la capital vizcaína. Los reflejos débiles e intermitentes de la luna iluminaban de un color indefinible sus calles amplias, rectas, obscuras, solitarias de temor, de recato y de estoicismo. Dentro de unas horas amanecería el día diecisiete de Junio; y dentro de muy pocos días amanecería en aquella villa mártir la paz, el júbilo y las oraciones de sus muchos devotos, dando gracias a la Reina de Begoña por haberle preservado la vida, el hogar y el honor.
Si las continuas incursiones de la aviación nacional obligaban, a pesar de ser diurnas, a un oscurecimiento de precaución, la ocupación por parte de las tropas nacionales de alturas que rodeaban a la capital obligaban a un oscurecimiento total, aparte de los efectos del bombardeo de las centrales eléctricas, que representaba una fuente más de obligadas tinieblas.
Lo que más me oprimía el corazón era el infernal trabajo de los zapadores alrededor del más hermoso de los puentes de Bilbao, el de Isabel II. La perspectiva de media docena de terribles explosiones, sobrecogedoras, inútiles, y quién sabe si causantes de desgracias humanas, me amargaba aún más nuestro enigmático desplazamiento.
Luchana de Baracaldo
Después de atravesar Basurto tomamos una carretera a la orilla izquierda de la ría, y llegamos a un pueblo llamado según mis compañeros Luchana de Baracaldo, donde nos apeamos. Más de tres horas llevamos en tierra, acostados en las aceras o sosteniendo las paredes de los obscuros edificios. Nadie nos dijo nada, y de esta manera nos sorprendió el amanecer. Un zumbido de avión que volaba muy bajo nos hizo buscar a toda prisa un escondite. Sin saber como me encontré en la macetilla de la escalera del primer piso de una casa, a donde mis compañeros me subieron casi en volandas; yo puedo asegurar que mis piernas no se movieron. El zumbido pasó muy cerca de los tejados, y se fue alejando, permitiéndonos bajar a la calle y escuchar nuestros comentarios, para todos los gustos: -Es el hidro del Cervera- dijeron algunos; lo probable es que fuera un hidro de la base de Bilbao, y que solo en el amanecer podía permitirse el gusto de darse un paseo, sin que el enemigo le cortase trágicamente su vuelo.
Pudimos desayunar y marchar después a un alojamiento improvisado en un refugio excavado en roca, muy bien acondicionado con sus ventiladores funcionando para la renovación de aire. En su interior mujeres ancianos y niños formaban su principal masa ocupante, bastantes hombres además, soldados, y nosotros que echábamos casi el completo con nuestra presencia numerosa.
El cuadro ponía los pelos de punta. En un rincón un anciano impedido respiraba trabajosamente en un butacón desvencijado, en otro madres que amamantaban a sus hijos consolaban a los angelitos hambrientos y demacrados, alguno muy enfermo al que cuidaban en una colchoneta sus padres. Faltos de pan, de asistencia, así como de las más elementales comodidades, todas las clases sociales se mezclaban en admirable hermandad de dolor y en nada agradable promiscuidad; de todas las edades y sexos corrían sus peligros, como más adelante podemos ir refiriendo. Impresionado por aquel triste cuadro, mucho más penoso que el de las trincheras, y quizás el peor aspecto de la guerra moderna, enmudecí, y a las risueñas bromas de un compañero contesté rogándole respeto para aquel tristísimo cuadro. Yo no había presenciado este aspecto de la guerra, y lo digo con franqueza, era preferible la tragedia brusca restallante y sangrienta del parapeto, y la tragedia lenta del cansancio y del hambre, que aquella penosa y enternecedora escena de retaguardia. Pocas cosas me infunden más impresión que el sufrimiento y el peligro de los cuerpos inocentes.
En un rincón me eché librándome de mi impedimenta. Mi sargento practicante y el médico hacen comentarios, por cierto muy discretos, para todos los gustos. Es curioso en este tipo de circunstancias como se contiene la lengua y como se fabrica la reticencia. Mientras el dardo de la palabra procura tener roma su punta, temible en otras circunstancias, los ojos ya de frente ya oblicuamente brillan de modo extraordinario, como si quisieran calar la caja torácica y el cráneo, y conocer los arcanos que corazón y cerebro guardan. Del mismo modo que los ojos intentan detectar hasta el más leve gesto dudoso, los oídos aguzarse de modo que entre la barahúnda de frases, vocablos y hasta sílabas intrascendentes pueda descubrirse una noticia, una tendencia, un estado de ánimo, o cualquier expresión exterior de lo que celosamente guardábamos, y es tan difícil de ocultar en los conversadores poco hábiles o poco dueños de sí.
Médico y practicante de pié hacen comentarios a media voz; a mi se me aguza la curiosidad y desaparece el cansancio, y me acerco a ellos para escuchar. Antes que yo lo han hecho dos habitantes del refugio y tal vez de Luchana, que traban conversación con nuestro doctor. Uno de ellos farmacéutico según oí comentar a mi alrededor rompió a hablar, sus frases fueron de saludo y muy corteses por cierto, porque entre otras cosas le oí decir: -Usted es de Santander. ¿Verdad? Aquel país es mucho menos agreste que el nuestro, es de imágenes más bellas- Tras de este diplomático exordio el médico se puso a referir nuestra larga odisea. De la atención me sacó una voz que salió de un grupo de mujeres ya viejas, y que con graciosa expresión me dijo al volver yo la cara: -Hay que ver lo bien que está explicando ese de las gafas lo que ha recorrido a ese par de bobos que lo están escuchando, y ese par de bobos la cara de atontados que están poniendo- La expresión y la frase, que salvo en lo ofensivo, tenían mucho de quinterianas, me hizo reír y no se me ha olvidado jamás. Confieso que en cualquier parte del mapa de España, menos en Vizcaya, me hubiera extrañado menos el espontáneo comentario, y estoy seguro que en las palabras de la mujer había mucha sinceridad, y quien sabe si algo de acierto.
No duró mucho la conversación; a media mañana cuando paseábamos por la puerta del refugio recibimos orden de salir andando, y fue para no alejarnos mucho. A orillas de la ría, y a no mucha distancia del poblado refugio, había una gran tolva de mineral de hierro y debajo un cargadero en donde recibimos orden de acampar. Una enorme correa sin fin de más de un metro de ancha y cincuenta de larga, que servía para descarga de los trenes mineros, se hallaba bajo la citada tolva, que formando una nave espaciosa la habían escogido como refugio los desgraciados habitantes que no cabían en el que habíamos abandonado. Masa humana cuya promiscuidad y condiciones no tenía que envidiar a la que habíamos visto a las primeras horas de la mañana. La ancha correa sin fin del descargadero servía de monumental lecho único a aquella gran masa humana, abandonada de higiene, comodidad y de moral.
En la orilla de enfrente solitaria casi por completo solo se veían señales de movimiento en las alturas de Archanda y Santo Domingo. Desde el amanecer impactos de artillería y bombardeos de escuadrillas llenaban de explosiones y humo las citadas montañas, con un fondo de fusilería y tableteo de ametralladoras constante. Ante nuestros ojos vimos como todo ruido bélico se iba apagando, y arreciaba en cambio el humo de incendios cada vez más crecidos.
Martínez, cuyos sufrimientos según el médico eran grandes ya que se había ganado antipatías, fue dado de baja, y se despidió de mí para marcharse a ser hospitalizado en Santander. El médico me preguntó si tenía ganas de caer prisionero, y yo le contesté que no hará falta que me cojan. Ya el estado de desmoralización es tan grande que hasta el propio médico asomaba la oreja de lo que era, no quiere que lo cojan prisionero, teme que en Santander le den por pasado y le hagan daño a la familia. Cuando fumábamos un cigarro llegó el teniente Zulaica, y con la misma grosería y brutalidad con la que me insultó en el cuartel de Santoña, me ordenó tirar el cigarro o…, su mano se levantó sobre mi cabeza, el teniente médico estaba fumando también y el muy cobarde solo se dirigió a mí. Al ver su mano levantarse sobre mi cabeza me puse en pie con altanería y contesté a su amenaza con tal mirada que dio un paso atrás y se llevó la mano a la pistola, no dije una sola palabra, pero tampoco alteré mi actitud. Tras volver a amenazarme se marchó al fin.
Caminaba hacia la nave de la tolva para sentarme un poco, cuando un rumor de palabras me hizo volver la cabeza más que aprisa, todos exclamaban: -Ya están ahí, ya han tomado Archanda- Y efectivamente una enorme bandera nacional ondeaba al viento, como anunciando a todos la ocupación de la posición, y a los bilbaínos su próxima liberación.
Aquella tarde tuvimos episodios de todas clases para distraer nuestra inactividad y nuestro cansancio. El sargento Adolfo, que por lo que contaba sirvió de verdugo de circunstancia en los primeros meses de la guerra, pareció abandonar el repugnante relato de sus operaciones, con las que parecía vanagloriarse y hasta deleitarse, y se dedicó a interpretar flamenco de película con buena voluntad y algo de fortuna, a mí, sevillano de nacimiento, me tocó mi papel de intérprete de melodías del folclore andaluz, coreado por la voz becerrona del teniente Aedo. La lírica reunión no tardó en disolverse, ya que las facultades de los intérpretes no eran lo suficientemente largas para permitir una sesión prolongada. Pero sí fue suficiente para distraer e incluso hacer reír al público, que acabó por mirarnos a todos con simpatías.
Fuera del refugio una joven agraciada, y que debía encontrarse tan aburrida como nosotros, oteaba las ya perdidas posiciones de Archanda con gran indiferencia hacia lo que la rodeaba, al menos aparentemente. El teniente Herrerías comenzó a galantearla, y yo metí mi cuarto a espadas en el asunto. Me despedí de ellos pues llegó la hora de la cena.
Después de cenar nos acostamos sobre la correa Peso el oficinista y yo. Antes de dormirme me enteré que había sido trasladado a la comandancia para sustituir al sargento practicante. La gran longitud de la cama común no debió ser una salvaguardia contra las veleidades eróticas de Herrerías y su acompañante, pues después de un sueño pesado y reparador como pocos, desperté y sorprendí en derredor mío un ambiente burlón y comentarios que envolvían a ambos. Al parecer la pareja no había pasado la noche amorosamente inactiva, al decir de sus vecinos de alojamiento. -¡Vaya una noche agitadilla que ha pasado usted!- Y otra voz: -Yo no he podido pegar un ojo esta noche- -Ni yo- contestaba modestamente Herrerías. Cómo se las arregló para cazar la ocasión al vuelo, con lo apretados que pasamos la noche todos, es un secreto que no tuve el mal gusto de intentar descifrar, ni mi sueño profundo y pesado me hubiera ayudado en ello. Y lo peor es que como me vieron con la pareja la tarde anterior, no faltó quien me adjudicase funciones de celestino, que no desempeñé nunca. La doncella desapareció al amanecer avergonzada seguramente, o por lo menos lo interpreté así.
Por fin llega el nuevo día, por la noche perdí la boina. Me dirigí al capitán Mateo para decirle que había sido trasladado a la comandancia, él lo sintió mucho y me comentó el nombre de un enlace bastante listo, creo que se llamaba Gándara, para sustituirme, yo dejé el asunto en sus manos. A medio día los nacionales ocuparon los altos de Erandio, se les distinguía perfectamente en la orilla de enfrente en la loma donde nosotros habíamos estado. El teniente Herrerías se enfadó porque no había sacos terreros de defensa en esta orilla, y acusó de fríos a los nacionalistas de Aguirre. Ante la presencia del enemigo en la otra orilla el mortero se emplazó en la puerta del refugio, y la ametralladora en una ventana. Ambos artefactos sin orden superior comenzaron a disparar sobre los altos de Erandio. Los nacionales que estaban cerca contestaron al fuego, y comenzaron a oírse a nuestro alrededor silbidos de balas, que “runfaban” según expresión de algunos soldados. Un pollino que estaba atado a pocos metros de nosotros comenzó a dar saltos, había sido alcanzado por una bala, y al decir de los que se acercaron, en una pata quedaba la huella del impacto a aquel improvisado y forzoso combatiente de primera línea. Otra bala silbó cerca de nosotros y dio en la puerta del refugio, obligándonos al médico y a mí a entrar en él a toda velocidad. Para nosotros comenzaba a ponerse en tela de juicio la seguridad de aquel refugio de circunstancias, y la población civil refugiada en él participó bien pronto de nuestra inquietud y nuestros temores.
Ya empezando a anochecer nos pusimos a cenar, la ametralladora de Zatito y el mortero de Bustillo callaron al fin aburridos, y se pusieron a cenar con nosotros. A la mañana siguiente tomamos el desayuno de café y pan negro a la vista de todas las posiciones de la orilla opuesta, que nos enfilaban a placer desde su altura; como en otras ocasiones si no nos cazaron como a perdices, fue porque no quisieron. Apenas despachamos el desayuno, y de pronto ¡Orden de marcha! En una columna de camiones de viajeros fueron acomodados los soldados, y yo amontonado con cocinas y bagajes en el camión de la plana mayor. Salimos en dirección a Baracaldo, sin conocer como siempre nuestro destino, que a buen seguro no iba a ser un veraneo.
Desde nuestra corta estancia en los altos de Erandio no había vuelto a ver a nuestro jefe de batallón, si bien estoy seguro que nunca dejó abandonada a nuestra unidad. Antes de que la columna de autocares se pusiera en marcha pude ver al frente de ella al coche ligero de nuestro jefe. Con una mañana aceptable y hasta algo calurosa nos fuimos apartando de la margen izquierda de la ría en dirección norte. Una carretera nos llevó a Baracaldo y de allí a Retuerto, que estaba a corta distancia. Después de una parada no muy larga, en la que pude bajar del camión y estirar un poco las piernas, pude ver al médico y al comandante con sendos cascos protectores, que en nuestra unidad eran una novedad inesperada. De la propia boca del jefe del batallón oí la orden de marcha, y me acomodé más que deprisa entre cacharros de cocina, armas y municiones. La ausencia de la aviación hacía la mañana aún más hermosa.
Aunque la columna parecía seguir según el chófer la dirección de San Salvador del Valle, yo seguía por mi desconocimiento de aquellos parajes en la incertidumbre más absoluta. Y me puse a recrearme en el paisaje bello de veras, al que nuestra triste caravana no lograba empañar en su hermosura. Llegamos en pocos minutos a un conjunto de edificaciones colocadas a ambos lados de la carretera, en la primera de las cuales el letrero indicador en cerámica azul con letras blancas y el escudo de Vizcaya daba fe de nuestra llegada a San Salvador del Valle. Descendimos de los vehículos en una paz completa, sin un disparo ni un zumbido de motor. ¿Tan lejos estábamos de la guerra? ¿Nos traerán aquí de descanso? Y nos ilusionamos con la esperanza de un segundo Lezama entre los bellos y pintorescos pinos de Arrechabalarre.
Nuestra ilusión debió crecer al ver que se nos ordenaba emprender la marcha hacia un extenso pinar, que coronaba una extensa altura, y que comenzaba a unos quinientos metros de la carretera. El pinar estaba cruzado por diversos senderos, y tenía varios regatos de agua fresca y abundante, que nos garantizaba al menos este indispensable elemento para nuestra permanencia en aquella posición, que supusimos larga por la aparente lejanía del teatro de la guerra.
Retirada en Arnabal y Fuga
No fue corta la marcha; más de una hora duró la subida, y a paso algo rápido que nos agotó de nuevo. Hicimos alto en una vaguada a poca distancia de la cumbre, y entre pinos nos tendimos a descansar. El teniente Herrerías y yo departimos tranquilamente echados en un pequeño prado. En la cumbre del monte estaban montando guardia las compañías, y el capitán Conrado daba voces y más voces a los que iban a montar la guardia. Yo pensé que para decir unas consignas no hacía falta gritar de ese modo tan destemplado. Entre los pinos estaban las cocinas de las compañías, y unas chabolas ya casi terminadas servían para el alojamiento de la oficialidad. He ahí el plan nuestro en la cumbre del monte Arnabal. Un río corría al fondo, y unas fuentes no lejanas proporcionaban el agua necesaria. Allí me lavé yo, y después Herrerías, y volvimos a charlar tranquilamente a nuestro prado de antes. Una gran caravana de coches saliendo de Bilbao, en la que se pudieron apreciar más de un millar, nos dejó a todos asombrados. En las compañías se oyeron voces de: -Los nuestros están abandonando Bilbao- El capitán Mateo comentó: -Eso es señal de victoria, la población civil se marcha y los soldados podrán defenderse mejor dentro de la capital- El teniente Herrerías se fue por no oírlo.
Después de comer paseamos tranquilamente por el monte, y a media tarde el comandante nos ordenó retirada. Allá salimos pitando a toda marcha atravesando senderos y gran parte del bosque hasta llegar a una gigantesca explanada. Allí había bastante mineral y muchas cuevas. Nos paramos a la puerta de un túnel enorme, que algunos decían que llegaba hasta Ortuella y otros que hasta La Arboleda, como mis compañeros procedían casi todos de la mitad oriental de la provincia de Santander, y muchos conocían bien Vizcaya por haber trabajado allí, no me causó extrañeza las rápidas contestaciones ni paré mientes en las discrepancias geográficas de las respuestas simultaneas que recibí. Aquel túnel no tenía raíles de ferrocarril, e ignoro para lo que servía, para lo que nos podía servir era cosa que sabíamos todos muy bien. En sus miradas parece que la oficialidad opina en hacer la retirada por allí. Al instante se oyeron rumores: -Bilbao ha caído- Que comenzaron los oficiales sigilosamente, que repitió toda la tropa, y claro está, perdieron sigilo.
Al cabo de una hora el comandante dio contraorden, hay que pernoctar en Arnabal, no hay más remedio, y volviéndose a los soldados nos dijo: -No apurarse muchachos de aquí a Rigada dos horas solamente, mañana estaremos allá o bien cerca- Tuvimos que desandar lo andado con muy mala gana, y volvimos al mismo sitio del que partimos.
La animadversión contra los separatistas y hasta los caseros se puso de manifiesto en las respuestas desabridas que dimos a un viejo de aquellos alrededores, que se acercó a entablar conversación con nosotros. Nos dijo que habíamos subido por un camino muy trabajoso, que era mucho más fácil el subir por el funicular de Larrañeta, con lo que estaríamos más descansados. Le contestamos muchas cosas y muy poco amables; lo más acertado que recuerdo que le dijimos fue que si habíamos llegado allí era porque nos lo habían mandado, y que por nuestro gusto no nos hubiéramos metido varios kilómetros de cuesta entre pecho y espalda, que estábamos cansados de estar en Vizcaya, y que le agradeceríamos nos dijera donde había un funicular para Santander. Uno de nosotros dijo con nostálgica decisión: -¡A pié de aquí a Rigada, dos horas!- Rigada era uno de los pueblos que se encontraba en la suspirada frontera interprovincial. Yo no participaba de esa nostalgia, y mi mayor deseo era poder ser liberado sano y salvo, o voluntariamente desertor o voluntariamente capturado. La marcha a Santander aumentaría mi agonía, y no daba más perspectivas que nuevos combates, nuevas fatigas y porvenir incierto en cuanto a la vida. No, yo deseaba huir y pasarme a las tropas nacionales. Mis compañeros casados y con familia en La Montaña no podían pensar lo que yo, era natural, la separación de sus seres queridos y las posibles represalias eran un valladar, que en su propio corazón se oponía al anhelo de muchos de ellos.
Al día siguiente estuve oteando el horizonte, no se oía un disparo. ¿Dónde estarán? Pensé. Muy lejos quizás, o muy pacíficos. Al Norte montañas, al Sur montañas, al Oeste montañas, al Este… No se me olvidará el bello paisaje que un buen rato me hizo gozar, cuando mi mirada descubrió el Este. En primer término la carretera de Baracaldo a Somorrostro, con San Salvador del Valle a mis pies, y un gran llano, que se trataba de un aeródromo en construcción. Más allá y a varios kilómetros la ría, Portugalete, Santurce, los restos del trasbordador volado. Todo el inmenso valle lleno de belleza donde se emplazaba la zona industrial y mucha zona agrícola, que desde Sestao al mar se extendía en forma de muchos pueblos del ayuntamiento de Baracaldo, y gran cantidad de prados y frutales. ¡Qué lejos está el mar! ¡Cuántas veces pensé dirigirme a las orillas del Abra! La distancia entre los dos rompeolas no era demasiado grande para un nadador resistente como yo, pero ¿Cómo llegar? Más allá de la ría la orilla derecha, feliz, libertada, sin refugios, sin angustia, con sus templos donde tantas y tantas confidencias podían desahogar nuestras almas ante la patrona idolatrada. Cuantas cosas no dirían aquellas gentes felices, que caminaban por aquellas preciosas calles cuya vista me llenaba de envidia. No, no era al Oeste donde yo tenía puestos los ojos del alma como mis compañeros. No, era en el Este, allí en Neguri, Algorta, Las Arenas, Plencia, y más al fondo el Sollube. ¡Qué majestad! Al Norte y un poco más pequeño el Jatamendi, como protegiendo a Baquio, a Maruri y a Munguía, y a mis inolvidables amigas de Gatica. ¿Qué sería de ellas? ¿Fueron obligadas a evacuar? ¿Sufrieron daño en las voladuras? ¿Estarían sanas y salvas? Y más allá Sevilla, los míos. ¡Cuántas imágenes caben en esa pantalla que es la memoria! ¡Qué dolor quien no tiene más alimento sentimental que sus recuerdos, sus nostalgias, sus angustias! Y cerraba mi mente el círculo de evocaciones, viviendo el punto de partida de mi meditación a ojos abiertos. ¿Por dónde podía yo escapar? No se oye un disparo. ¡Están tan lejos! Si en momentos anteriores esperé que la ocasión de mi liberación se presentara oportunamente, ahora la deseaba más anheladamente que nunca, y mi disposición a la fuga era ya tan ardiente, tan llena de ilusiones, que no vi más que por los ojos de mi deseo. Temí que naufragara mi prudencia y mi instinto de conservación, y pedí a Dios protección para mi persona y luz para mis proyectos.
Pero esta agradable cabalgata de recuerdos e imágenes, de ilusiones y de anhelos, desfiló pronto por mi cerebro febril. Entre mis compañeros se percibía un cuchicheo cada vez más extenso, demostrativo de que algo importante se comentaba. Nuestra marcha a Santander podía ser uno de los temas de la sorda conversación. Me acerqué a un grupo próximo y oí al teniente Aedo decir: -Los facciosos han ocupado Bilbao esta tarde- A mis preguntas, siguió hablando: -Creo que nos retiraremos sobre Santander- El capitán Mateo llegó y terció así: -Creo que nos atrincheraremos en Somorrostro- No puedo describir mi impresión, la satisfacción y la envidia se mezclaron dulciamargando mi alma, y desembocando en el mismo interrogante febril. ¿Cuando me tocará a mí? A partir de ese momento solo hay un anhelo entre mis compañeros, volver a La Montaña, a sus lares, lo más pronto que se pueda. Aquí ¿Qué defendemos ya? Caída la capital, la pequeña parte de la provincia que queda carece de valor político. Los mandos del batallón tenían puestas sus miras en Santander pero con otro fin, evitar el copo, la prisión o la muerte ante el pelotón. Los comisarios sobre todo no las tenían todas consigo. Uno de ellos paseaba conmigo a solas después de conocerse la noticia, y me comunicó sus inquietudes. El comisario del batallón había marchado a Castro Urdiales, donde el comisario político de Santander Antonio Somarriba había arengado a los comisarios montañeses a redoblar su acción y su vigilancia; además les había mandado pan blanco para las tropas, que ni el “hijo del hombre” se atrevió a arengar a nadie sin reparar los estómagos de sus fervorosos oyentes multiplicando panes y peces. La caridad admirable del acto evangélico tenía aquí un burdo trasunto basado en el adagio: Los duelos con pan…
Aquella tarde un barco de guerra nacional había llegado al Abra, el “Almirante Cervera” estuvo toda la tarde expuesto a nuestros ojos, y a los planes que para su destrucción expone nuestro capitán. ¡Genio y figura! Más tarde bajé a Retuerto y tuve ocasión de hablar con el oficinista, allí él me dio pormenores de la conquista de Bilbao. Habían volado todos los puentes de la villa y de nada les había servido, no habían encontrado la menor resistencia. Los tanques llegaron hasta El Arenal y hasta el café Nervión; habían entrado por Basauri, Begoña y Archanda, y por la Fuente de la Salud, Pagasarri y Basurto, en frío, una penetración en regla.
A la mañana siguiente, veintiuno de Junio de 1937, el comandante del batallón ordenó al médico que mandara al hospital a todo el mundo que pudiera. Se quedará con tan poca gente que el alto mando no lo obligará a seguir combatiendo. En este momento se presentó el comandante del batallón 106, también llamado Lenin, con su comisario político y varios oficiales, que andaban por allí acampados. Me enteré que una cumbre no muy alta que había a nuestra derecha, según miramos a la ría, estaba guarnecida por una sección de dicho batallón. Al poco tiempo llega el capitán Mateo y dijo que se iba a emprender una ofensiva para reconquistar Bilbao, el comandante lo miró con lástima. ¡Pobre capitán! No era malo, pero tan infeliz.
El médico de mi batallón y el del 106 se pusieron a mandar gente al hospital; por agotamiento físico, por pies aspeados, por reuma, en fin donde no había enfermedades las inventaban. Esta actividad causó una cola más que regular de gente que deseaba marchar de allí sea como sea. El sargento Bustillo y el teniente Aedo encabezaban el grupo de enfermos que se iban al hospital, detrás una larga caravana que llega al centenar. El comandante se asustó y ordenó que cesaran las evacuaciones.
Después comimos; participé del rancho de los oficiales y jefes, como otros soldados de la plana mayor, y nuestra sorpresa fue gratísima cuando vimos al furriel con un enorme pan blanco como la flor de harina, y grande como lo fue nuestra sorpresa. Ignoro si era un prodigio de artesanía panadera, lo que no ignoro es que nos supo a gloria el trozo nada grande que distribuido equitativamente nos tocó por cabeza. Se comentó, que para levantar la moral de los combatientes se distribuiría pan blanco a los batallones, los días que se pudiera. Para mis adentros pensé que un desastre se avecinaba, y no pequeño, para nosotros.
Y hablando de desastres, cada cual culpaba a cada cual de las derrotas. Para los separatistas no había duda que los actos vandálicos, de los forasteros a ser posible, habían desmoralizado la retaguardia; y su falta de ardor combativo en el frente había entregado al enemigo casi todo el terreno perdido. Para los republicanos, los batallones vascos se habían portado cobardemente; les acusaban que después de hecha una retirada, cogían el primer tren y se marchaban a Bilbao, a mudarse de ropa, a dormir, y a la mañana siguiente a incorporarse al batallón como si tal cosa. Yo, testigo de tantos reveses, puedo decir que a este respecto poco podían reprocharse los unos a los otros, pues de todos podíamos contar abandonos vergonzosos de posiciones, como las que nos flanqueaban en las estribaciones del Jatamendi.
El gobierno vasco había organizado unos batallones de orden público, ignoro si con intención de sustituir a los forales, o si fue una fuerza de circunstancias. Una de las misiones que tenían era impedir el saqueo de los combatientes desmandados. Pues bien, cuando más indignada era la conversación de nuestros jefes contra los separatistas vizcaínos se presentó uno de estos, quizás de servicio por aquellos contornos. Vestía militarmente camisa en vez de guerrera pantalón bombacho no recuerdo si cartuchera y un fusil nuevo, y además reluciente. Se dirigió al comandante del 106 y le dijo que uno de sus soldados había robado unas gallinas de un caserío próximo. No le faltó más a aquel hombre para indignarse más de lo que estaba, y emprenderla con el importunado alguacil con denuestos e imprecaciones, que a mí me parecían pálidas al lado del que las lanzaba. Le dijo al guardia que los vizcaitarras estaban en combinación con los facciosos, que no habían combatido nada, que ahora guardaban el orden público haciendo méritos para salvar sus cabezas, que semejante conducta había vendido a montañeses y asturianos, que tan generosamente habían ido a defenderlos. Ya el hombre, en vena de sinceridad indignada, le reprochó que en los batallones separatistas hubiera capellanes, y hasta dijeran misa de campaña en las mismas barbas de los batallones revolucionarios. En fin, como si expusiera en una tribuna pública todo un programa de gobierno, anunció como apoteosis de su requisitoria, que el día que se acabase la guerra, se les acabaría a ellos el separatismo, pues serían reducidos a las buenas o a las bravas. El pobre vigilante, que se quedó mudo e inmóvil al empezar la catilinaria, parecía tan corrido y tan confuso, que aunque no temiese otra agresión que la verbal, estoy seguro que hubiera sido feliz al encontrar un agujero donde meterse. La verdad es que tampoco el declamante debió infundir mucho miedo, pues la pieza oratoria la soltó reclinado en el suelo y blandiendo de cuando en cuando un trozo del apetitoso y recién llegado pan blanco. Vamos una oración de triclinio como las que hacía Nerón durante sus comilonas poéticas, según cuenta la historia. Cuando el comandante del 106 hizo una pausa para respirar tranquilamente, el vigilante se despidió saludando, no sin escuchar un último párrafo, que casi lo puedo transcribir, pues en él decía que en ninguna retirada había podido contar con nadie de los separatistas, y que una tarde que requirió la ayuda de una serie de parejas de soldados que a intervalos cortos pasaban a su lado, todos le contestaban: -Enlaces pues- Y el pobre comandante no pudo hacer entrar en su cabeza que hubiera más de una cincuentena de enlaces en un solo batallón. Por fin, alejado el improvisado guardia rural nos quedamos un rato haciendo comentarios, ellos al caso, y nosotros escuchando como soldados disciplinados que éramos.
El sol declinaba escondiéndose detrás de los pinos de Arnabal y alumbraba ya solo la lejana ría, el lejano Abra y el libertado valle de Munguía. También mi alma estaba iluminada por un sol más bello aún, el de las ilusiones, el de la satisfacción, un sol que no se pondría en ese anochecer del día veintiuno de Junio de 1937, mi último anochecer en el Ejército Republicano del Norte. De una cazuela de rancho, no recuerdo de que se componía, participábamos los que estábamos allí. Cuando terminó la cena y la charla de sobremesa, bajo una luna incipiente, yo que había asistido en silencio a la charla de mis superiores, me quedé dormido con la cabeza apoyada en la bolsa de socorro del batallón, de lona blanca en vez de naranja, que tenía en la compañía.
Me dormí plácidamente, a gusto, ya que no hacía nada de frío, ni corría viento, y, esto era lo más importante, ni volaron aviones, ni rugió la artillería. Por todo ello me dormí feliz por la caída de Bilbao, y haciéndome la pregunta de siempre, ¿Donde estarán? ¿Qué harán? No se oía un solo disparo en veinticuatro horas.
Amaneció el día veintidós de Junio; ignoro si los jefes durmieron donde yo, pues antes de dormir aún estaban allí, y al despertar allí los encontré. Para desayunar compartí con ellos la olla de café estupendamente sopeada con el blanquísimo pan, alivio de hambres, consolador de duelos y medicina para el tratamiento de la desmoralización colectiva. La conversación denotaba que los jefes estaban dispuestos a retroceder a Santander sin disparar un solo tiro. Su voluntad de combatir había desaparecido, en cambio su temor a ser copados era algo que presidía todas sus reflexiones castrenses, por ello no pensaban más que en retirarse, y a distancia. Los recuerdos de Garay y de Jatamendi, donde el copo nos rondó, no se apartaban un solo momento de sus cabezas, preocupadas por el temor o ensombrecidas por el despecho.
La mañana la pasamos mi jefe y yo haciendo evacuaciones, no muchas, pero no faltaban tarjetas que rellenar. Era el retirarse a Santander con más velocidad y menos peligro. Cuando el sol estaba en lo alto y cada soldado buscaba su unidad para ver si había comida, yo busqué a mi teniente médico para no perder detalle. Supimos por conversaciones que el suministro estaba en un lugar desconocido para nuestros jefes. Además preocupaba principalmente un ruido lejano de fusilería y un tableteo discontinuo de ametralladoras, que nos puso a todos en guardia. Ni la aviación ni la artillería daban señales de su presencia. El comandante del 106 envió un enlace en dirección Sur, que es donde se había localizado el tiroteo y donde estaban las patrullas de su batallón. Y vimos partir al mensajero, que se dirigió apresuradamente hacia su destino, y al que vi desaparecer tras unos árboles.
Fue de las pocas veces que tuve conciencia de la situación en la que nos encontrábamos. Como en otros sectores anteriores, el batallón 106 ocupaba posiciones al Sur del Arnabal, y nosotros formábamos su segunda línea, la reserva. Los vencedores no se habían dormido, después de su triunfal entrada en Bilbao habían ocupado Zorroza, Baracaldo y pueblos colindantes, y marchaban resueltamente hacia el norte. Y en su marcha habían tomado contacto con las avanzadas del batallón 106, empezando el combate de las dos infanterías. La falta de fortificaciones y de resistencia justificaba la ausencia de artillería y de aviación. Y aquí morían mis reflexiones tácticas y comenzaban los interrogantes ¿Adonde iríamos a parar? ¿Seríamos copados? Y una cadena de preguntas y respuestas, de conjeturas y contradicciones empezó a deslizarse por mi imaginación perpleja, angustiada, ilusionada. No fue muy larga la cadena de pensamientos, si tras de unos árboles vi desaparecer al enlace del comandante del 106, tras de esos árboles lo vi aparecer acompañado de un oficial de las avanzadas, con casco y tabardo de cuero. No tardó en llegar a nuestro grupo la pareja de caminantes, y antes de que su comandante le interrogara, nos espetó con respiración jadeante: -Tropas facciosas integradas por falange y requetés están realizando una especie de operación envolvente… una columna por nuestra derecha… otra por nuestra izquierda… van a coparnos si no tomamos medidas para evitarlo- Como autómatas nos pusimos de pie en un salto, y en un instante nos colgamos nuestras mochilas de los hombros. El comandante del 106 respondió enérgico: -Pues vamos a evitarlo- Y nuestro comandante remachó con gesto decidido: -Y ahora mismo- Y yo pienso: -Ahora es cuando hemos terminado, despliegue, resistencia, combate, artillería, aviación, y los menos afortunados comparecerán ante nuestras postrimerías en muy pocas horas-
Estaba escrito que ningún razonamiento largo lo pudiera yo terminar aquella tarde. Mi estupefacción no reconoció límites, cuando ambos jefes dijeron a sus respectivos enlaces casi al mismo tiempo: -Orden a las compañías, retirada hacia Somorrostro ¡Rápidos!- Yo quería ver la cara de mi teniente médico, deseo vano, mi jefe no ha esperado decisiones superiores; y quien como yo quiere verle la cara solo vio su espalda a cien metros de mí caminando presuroso y con su flamante casco como único equipaje. El resto de su impedimenta no pareció preocuparle tanto como evitar el peligro de las balas o del enemigo. Temía las consecuencias de una supuesta deserción, es decir la represalia sobre los suyos.
No tenía a nadie con quien comentar el asombro que me ha producido la heroica decisión de nuestros jefes, a pesar del gesto espartano con que fue expresada. Y me quedé solo con mis pensamientos, caminando tras mis compañeros, y con mis anhelos que me acompañaban también. Me prestaba más acogedora compañía la decisión que había cristalizado en mi mente: -Hoy me paso, aunque me juegue la vida- Esta decisión me presta tal ánimo, tal vigor físico incluso que me siento transfigurado. Entre una caravana cansina y decepcionada que empieza penosamente a desperezarse, aunque con precipitación visible, soy un símbolo de decisión. Mis compañeros no saben dónde van a dormir su próxima noche, yo puedo decir que sé bajo que banderas voy a dormir mi próximo sueño.
Caminábamos en fila india ambos batallones, yo iba detrás de la tercera o cuarta compañía. A mi jefe, el teniente médico le perdí la vista nada más comenzar la retirada. Cuando llevábamos caminado más de una hora pasamos cerca de una fuente, el sendero se insinuaba en la espesa maleza que formaban pinos y helechos sobre todo. Cualquier persona podía apartándose del sendero no ser vista por los que deambulaban en él. Todos los soldados que iban detrás de mí se quedaron a beber en la fuente, y yo me quedé el último de la fila que continuaba. Al llegar a un recodo, quedé tan tapado que no me veían los de delante ni los de detrás; es la ocasión, solo durará minutos, quizás segundos, si la desaprovecho no sé cuando vendrá otra, mi corazón late con violencia presintiendo lo trascendental del momento. A lo lejos, en la fuente que dista de mí unos cien metros, un ruido de conversaciones y cantimploras parece indicar que los soldados que me siguen no tienen prisa por emprender la marcha y llenan sus cantimploras tranquilamente. Esta circunstancia viene como un regalo de la providencia para mis designios.
No debo titubear, saltaré fuera del camino y me ocultaré en cualquiera de los macizos de helechos que lo circundan, son espesos y nadie podrá descubrirme. Un titubeo corto pero muy emotivo, un autorreproche por mi vacilación, y un gran salto para mí y mi pesado equipaje fuera del camino apenas ocupan unos segundos.
En mi estado de ánimo habría yo merecido de mi conciencia muy dura calificación, si en aquel año de heroicidades y de audacias me hubiere faltado la decisión necesaria para escapar a mi anhelado destino; hubiese desmerecido de los jóvenes de mi generación e indigno de contarme entre ellos, muchos de los cuales ya habían caído gloriosamente. Pero la última mitad de este razonamiento la hice con la cara pegada al suelo, y haciendo bailar con mi agitada respiración a las diminutas y verdes matitas que me hacen cosquillas en la punta de la nariz.
Cuerpo a tierra, acurrucado entre los matorrales espesos y altos, y sin desembarazarme de la impedimenta, debo parecer un ser extraño, más semejante a una tortuga que a un soldado fugitivo. No tarda en pesarme, no la bolsa de socorro sino su color blanco, que resalta de modo escandaloso entre el verde follaje, y puede delatarme. En un santiamén bolsa de socorro y mochila de costado se apearon de mi espalda hasta un hueco del matorral, que les vino casi a la medida.
Ahora a esperar que pasen todos, y cuando me quede solo trataré de buscar las avanzadillas de los míos. ¿Cuándo podrá ser esto Dios mío? De pronto oigo pisadas acompasadas y numerosas, las demás compañías han salido de la fuente, vienen por el sendero siguiendo a las anteriores, que deben estar ya a medio kilómetro de distancia. Mi matorral, una zarza grande, está más cerca del camino de lo que pensé, y en efecto, encuadradas por los oficiales y suboficiales, las compañías pasan a una distancia no mayor de ocho metros de donde estoy. Tengo que tener paciencia, detrás de estas compañías ha de pasar todo el batallón 106, cerca de novecientos hombres. ¿Estaré bien escondido? ¿No me delatarán mis piernas o mis mochilas? Me fusilarán sin remedio, mi actitud no tiene explicación. No me puedo ocultar más porque al moverme haré ruido.
Y así mirando el largo desfile de los soldados, que no acababan nunca de marcharse, que cada vez que miraban al zarzal me helaban la sangre, estuve media hora aproximadamente que tardaron en desfilar en cansina y desairada fila la derrotada columna que formaban los dos batallones en retirada.
Distinguía a los oficiales al lado de sus unidades, contando las compañías, los pelotones, los soldados… Por fin vi pasar a los dos comandantes, el del 106 con su guerrera y su desgarbado aire, y a su lado el de mi batallón con su camisa caqui sus tirantes y su cazadora al brazo, caminando muy tranquilos como si fueran de paseo. Sus pisadas se van alejando. Cuando apenas se oye un rumor sordo y lejano apenas perceptible, y yo empiezo a tranquilizarme, un rumor desagradable para mí y bastante bien conocido por lo demás da al traste con mi tranquilidad. En rápida cadencia rasgando el atardecer cuatro silbidos y cuatro explosiones retumban en el bosque, en mi derredor los cuatro impactos han hecho retemblar el suelo. Si por casualidad despiadada caigo herido mi desamparo es total, quedando entonces a merced de Dios, a quien invoco y rezo.
Las cosas parecen que van a complicarse, a pocos metros de mí oigo voces y ruido de cuerpos a tierra. Las columnas que se retiraban plácidamente han sido bombardeadas por la artillería y han probado desparramarse por el bosque para evitar más desgracias. Para mí, que oigo muy cerca a los soldados que se guarecen, tengo la impresión de que todo ha terminado. Procuraré que no me vean, y para el caso de que me descubran seré un cuerpo a tierra más como ellos, y a ellos me uniré vayan a donde vayan.
Sin embargo la artillería deja de tirar, y los soldados se alejan, dejándome a mi parecer solo en la tierra de nadie. Son los últimos soldados republicanos que he visto en esta tarde, deben ser las cinco. Como me encuentro cómodo en mi escondite, y además le he tomado cariño por lo leal y desinteresadamente que me ha servido, tardo una hora en salir de él rodeado de un silencio casi total, pues no se oye un solo disparo de arma alguna. La artillería que nos bombardeó hace un rato era sin duda de montaña, y ha dejado de batir unas posiciones ya desiertas, y entregadas por sus fugitivos defensores.
Atardece, el sol hace tiempo que se ha ocultado tras el Arnabal, y sobre el Sollube y el Jatamendi el cielo azul oscuro anuncia el anochecer. Salgo de mi escondite y bajo al sendero, me siento libre. ¡Libre! Respiro y me desperezo a mis anchas desentumiendo mis miembros de la posición cuerpo a tierra que durante cerca de dos horas he debido mantener.
Pero era voluntad divina que aquella pintoresca serie de respiraciones profundas y contorsiones desentumecedoras terminase rápidamente. Un ensordecedor ruido de motores de aviación, que denotaba a las claras la presencia de muchos trimotores de bombardeo, suspendió en seco aquella solitaria demostración de gimnasia sueca y respiratoria. Por mi espíritu cruzaron aquellos mismos temores que hace una hora me habían embargado el ánimo, bajo los disparos de la artillería de montaña. Cuando vi desde tierra como las cuatro o cinco escuadrillas cruzaban sobre el Arnabal, tuve la sensación de estar en peligro mucho más angustiosa y más clara que una hora antes. Recordé que los nacionales nos estaban rodeando, y creí que los aviones venían al bosque. Consideré llegada mi última hora, y loco de desesperación y de terror miraba alternativamente al cielo y los aparatos, y a la tierra y los árboles; no tenía ni una cueva, ni un refugio a propósito, si los aviones incendiaban el bosque tenía enormes probabilidades de perecer carbonizado. Por unos minutos sufrí más que en toda la guerra. Con la respiración jadeante y la mirada ansiosa seguí a los aviones, que pasaron por el bosque sin tirar una bomba. Tuve fortuna, las escuadrillas cruzaron el Arnabal de Norte a Sur, quizás camino de Vitoria.
Una gran alegría inundó mi corazón, estaba libre ahora, salvado, tenía que buscar a los nacionales, pero no se les veía aún por ninguna parte. Era forzoso entrar en contacto con ellos de dos maneras, yo marcharía hacia sus posiciones lo cual era peligroso y problemático al no conocerlas, o bien los esperaría que por lo pronto era más fácil de realizar, ya que caminando por terreno no conocido podía darme de manos a boca con las posiciones republicanas. Camino por el sendero buscando la fuente próxima para beber, y esta vez lo de beber no era historia, y para intentar orientarme. Lo primero me es fácil hacerlo, lo segundo no, apenas llevo un momento junto al caño intentando hacer geografía sobre el terreno y apenas queda luz de día. Decido pasar la noche en el Arnabal, me ocultaré en la maleza, me siento más seguro observando que siendo observado.
La calma en cuanto a las armas es absoluta, y me pongo a buscar mi escondite anterior, pero la noche que en la espesura es total no me lo deja ver; ahí queda mi escondite, mis mochilas y mi cantimplora, corto me parece el precio de mi ya segura liberación. Cuando quiero volver al sendero principal no lo encuentro, apenas se ve a dos metros. No doy importancia a esta dificultad, ya que no siendo eterna la noche, en cuanto que la luna o el sol alumbren las dificultades habrán desaparecido. Sin embargo me impaciento y camino una distancia prudencial en dirección a los cuatro puntos cardinales, con vuelta al lugar de partida. Excepto en los senderos el bosque era de pinos, entre los cuales se entrelazaban altísimos helechos que aventajaban en estatura a una persona, y plantas espinosas que hacían el caminar difícil y doloroso. Al final de cada exploración no veo nada, más bien de cada exploración vuelvo con las ropas desgarradas por invisibles ramas de árboles y zarzas, que me producen arañazos en el rostro, y aumentan mi impaciencia, empezando a turbarme seriamente el ánimo. No tengo tranquilidad para pasar la noche en la tierra de nadie, quiero encontrar de todo punto las líneas nacionales, a ellas se va por el sendero, y el no dar con este último da al traste con mi serenidad.
Finalmente parece que lo entreveo a una distancia de una decena de metros cuesta abajo, yo creo que lo vi con la imaginación pues la oscuridad era total. Me lanzo ligero en esa dirección, de pronto falta el terreno a mis pies y me precipito entre matorrales descendiendo un par de metros, y cayendo en pie por milagro. En la bajada, nuevos rotos en mis ropas y sangre en mi frente y en las mejillas indican que al caer he ido dejando lastre entre las ramas y espinos. Cuando caigo al suelo estoy por completo trastornado y oscilando en tres direcciones, entre la ira, el temor y el azoramiento. He caído en la oquedad de una gran piedra cubierta de musgo, parece una gruta o mejor un nicho funerario, cerca debe correr el agua, pues oigo el ruido.
Tengo que pasar la noche allí, pues seguir buscando es buscar a su vez una caída tal vez mayor. Corto una brazada de hojas de helechos y cubro con ellos el suelo de la oquedad, no tanto por la dureza como por la terrible humedad. Me tiendo encima y quedo dormido. Cuando despierto aún es de noche, creo haber dormido dos o tres horas en un lecho húmedo y duro. Intento salir de la oquedad y me encuentro que la oscuridad es tan completa, que no puedo distinguir ningún detalle que pueda guiarme. El cuerpo me duele, quizás de la humedad; quiero desaparecer de la vecindad del arroyo, que ha arrullado mis sueños con el ruido de sus aguas murmurando monte abajo.
Mi deseo se ve bárbaramente dificultado, gran cantidad de helechos me estorban el paso, y entre los helechos las plantas espinosas se clavan en mi carne, produciéndome agudos dolores. Mis ropas se destrozan y yo solo deseo salir de aquel infierno. Cuanto más avanzo, más al paso me salen los estorbos y más nervioso me pongo. Estoy ya desbocado, avanzo como enloquecido buscando una salida que no llega y un sendero que no encuentro. Avanzo con rapidez apartando las plantas, chocando con troncos de árboles ocultos, y cayendo al suelo estrepitosamente. Me vuelvo a levantar, tengo en carne viva casi los brazos y las piernas, y en mi marcha desesperada veo como trozos de mi ropa ajada y sucia se queda entre los árboles y zarzas. Tengo la cara fría y un sudor frío hiela mi frente, estoy metido en un terrible atolladero y espero convulso el amanecer que no acaba de llegar.
Prosigo cansado y deprimido la marcha y de pronto doy una caída. Con la oscuridad de la noche mi pie pisó en vacío, caí de cerca de metro y medio de altura, y aunque caí en la blanda vegetación, las plantas espinosas me desgarran las ropas, cuyo crujido sentía aterrorizado, ante la posibilidad de quedarme desnudo, y me arañaron brazos, piernas y cara, salvando mis gafas milagrosamente.
Por fin un poco de luz azulada muy débil parece dibujarse por el Oriente; esta luz aumenta y dibuja en insuperable contraluz el Sollube y el Jatamendi, que forma el fondo del escenario; poco a poco la luz más clara, que contemplo apoyado en un árbol por el cansancio, va dibujando las cosas aún más claras, la ría, el Abra, Las Arenas, los pueblos de la orilla izquierda. Entonces me decido a otear cómodamente el sitio donde estoy, y grande es mi alegría y mi sorpresa cuando veo que el sendero está tan solo a cinco metros de mí. En mi buscar incesante y doloroso rodar la orientación del instinto me llevó cerca del sendero. Estoy decidido a no sufrir más la horrorosa noche que he pasado. Me dirijo a la fuente a refrescar mi boca seca de emoción y de felicidad.
Cuando termino de beber aún no ha salido el sol detrás del Sollube, yo sin embargo me lanzo por el camino en dirección Sur, camino de Bilbao. La tarde anterior oí decir que los requetés andaban ya por Zorroza, y el envolvimiento que descubrió el oficial del 106 me indica que los míos deben estar cerca. El silencio es completo, ni ruido de hombres, ni ruido de armas, ni el avión de reconocimiento, que nos despertaba al amanecer casi todos los días, ha aparecido aún. Con mi incertidumbre continúo a paso ligero por aquel sendero hasta llegar a la vertiente Sur del Arnabal, donde hay una pequeña vaguada. Ante la soledad me desanimo y ando cabizbajo retardando el paso. Si me encuentro a los republicanos les diré que me he perdido, si a los nacionales, ya saben ellos a qué iré, no tendré que decirles nada.
Son las primeras horas del día veintitrés de Junio de 1937 cuando después de caminar un trecho, en el que he torcido algunas revueltas del camino, levanto mi cabeza y mi asombro detiene mi cautelosa marcha. Allí a unos cincuenta metros de mí hay un centinela, su aspecto es tan equívoco que mientras sigo mi camino lentamente hacia él, cada paso que doy es una conjetura distinta. El centinela va vestido de paisano, pantalón, camisa y chaquetón desabrochado por completo de color marrón, en la cabeza una boina roja. Como yo vi a algunos separatistas con boina encarnada, no me atrevo a manifestarme claramente. Su atuendo nada militar no es nada tranquilizador. El centinela ni se ha movido al verme, en posición de descanso con el compás de sus piernas un poco abierto, el fusil cogido por el cañón y que le sirve de apoyo al cuerpo, la mano izquierda en la cadera, parece no extrañarse de mi llegada, tranquilamente como el que ve llegar a un amigo. Sabe quién soy y a lo que vengo, no le he dicho nada, pero mi aspecto y mi presencia allí le son más elocuentes que yo. Yo sin embargo aún no me fío y le doy los buenos días. El me pregunta que si me he pasado. En su pecho, y ahora lo veo claro, lleva un detente del Corazón de Jesús y la cruz de San Andrés, la incertidumbre de mi cara se ilumina con una sonrisa emocionada y feliz, su filiación ya no me ofrece duda alguna, estrecho sus manos entre las mías con gestos de alegría, y él continúa sin asombrarse por mis demostraciones, que presencia sonriente.
Detrás de él y bajo los capotes están sus compañeros de avanzadilla, también con sus boinas rojas y sus distintivos, se desperezan al oírme sin mostrar mayor asombro que el centinela. El cabo se levanta y le habla, el centinela cumpliendo órdenes me llevará a su retaguardia y otro ocupará su puesto de vigilancia, que ya iluminan discretamente los rayos del sol naciente, más alegres para mí que ningún otro de esta primavera, que acaba de morir, de 1937.
Mientras bajo tras el centinela le voy contando, jadeante por la emoción, pormenores y accidentes de mi vida de miliciano y de mi fuga. Ni contesta media palabra que entreabra sus labios amablemente sonrientes. Me extraño, pero comprendo pronto. ¡Tantos casos habrá visto como el mío! ¡Cuántos fugados! ¡Cada uno con su aventura, con su fantasía, con su larga historia de padecimiento!
Después de una marcha de unos diez minutos y en una hondonada hay un gran caserío y muchos requetés. A la derecha del caserío van a celebrar misa, el pater ha montado un altar portátil y se ha puesto una casulla blanca. Una emoción más grata que todas me invade, después de diez meses voy a oír misa con devoción. Ante el altar dos requetés con sus capotes y sus boinas rojas, banderas rojas y gualdas y blancas con la cruz de San Andrés exornan el improvisado altar. Detrás de los requetés se alinean muchos paisanos y ex-soldados republicanos, habrá más de un centenar, todos cuentan y cuentan… Los requetés los escuchan amablemente aburridos.
Al terminar la misa nos dan café y nos hacen formar una fila que sale a pie camino de Bilbao, conducida por uno o dos soldados del requeté. Es una columna de prisioneros y pasados, no nos discriminan, que hablan con sus centinelas mientras caminan animadamente. Yo voy en esa columna de prisioneros y sin embargo me siento libre ¡Libre! El episodio de la guerra, de las privaciones, y de la separación de los míos queda atrás, como un pasado que apenas hace mella en mi ánimo. La liberación, que es ese camino que recorro en una cuerda de prisioneros, es el presente que me conduce a un futuro próximo donde están los templos de mi devoción, las banderas de mi patria y los abrazos de los míos, por lo que doy gracias a Dios.
Epílogo
Aunque sus memorias terminan en la cuerda de prisioneros de guerra, y sintiéndose liberado y próximo a su familia, no terminaron ahí las vicisitudes de mi padre. Sus sufrimientos duraron algo más.
Fue internado en un campo de concentración en Bilbao como prisionero de guerra; los que se habían pasado no tenían un trato diferente de los capturados. En dicho campo de concentración estuvo unos días hasta que pudo dar aviso a su familia de Bilbao, y a través de ella a sus padres en Sevilla.
La alegría que supuso a la familia al saberlo sano y salvo aunque prisionero tuvo que ser grande, pues estaban sin noticias de él desde que comenzó la guerra once meses antes. A esta tribulación se unía una desgracia familiar irreparable, que fue la muerte del segundo hermano adolescente en un accidente desgraciado también relacionado con la guerra. A un amigo y mientras le mostraba un arma se le disparó esta ocasionándole la muerte instantánea. En casa de mi padre y a los pocos meses de guerra faltaban dos de los cuatro hermanos.
Mi abuelo se proveyó de cartas credenciales de la buena conducta familiar y de mi padre para sacarlo del campo de concentración, y realizando el viaje con su esposa se presentó en Bilbao. Durante el trayecto tuvo que rodear lo suficiente para pasar por zonas seguras del territorio controlado por los nacionalistas.
Sacarlo del campo de concentración no debía ser fácil, aún con las credenciales que llevaba su familia. Por un motivo que desconozco, pero que podía estar relacionado con no levantar sospechas o comentarios entre los internados cuyos procesos iban más despacio, se decidió sacarlo como condenado a muerte.
Los condenados a muerte estaban en una celda diferenciada del resto de los internados, de donde solo saldrían para ser fusilados. Allí metieron a mi padre, sin que él supiera la estrategia que se seguía con él. Por sus relatos de viva voz, que esos sí me los contó alguna vez, puedo saber que paso una noche infernal. Sin saber cual era el motivo por el que lo condenaban a muerte, sin noticias de su familia, rememorando todos los peligros que había pasado, y todo para acabar de aquella manera a manos de los que había deseado tanto que lo capturaran.
A la mañana siguiente se abrió la puerta y fue nombrado en primer lugar para ir al patíbulo. Se despidió con emoción de todos los que había en la celda, y comenzó a caminar lentamente por un oscuro pasillo. Al final del pasillo fue inmovilizado en un fuerte abrazo por su madre. Solo entonces se dio cuenta que su condena a muerte y su estancia en capilla habían sido una estratagema para acortarle su obligada estancia en el campo de concentración.
Muchos años después, cuando relataba el asunto, aún decía que bien pudieran haberlo avisado antes de proceder de aquella manera, y le hubieran ahorrado aquella horrible noche de profunda desesperación.
El diez de Julio de 1937 escribe a sus padres desde Palencia, donde estaba esperando su destino en el ejercito nacionalista. Habían pasado diecisiete días desde su fuga del ejército republicano. Y tardaría muchos meses más en poder volver a Sevilla con permiso.