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Sagunto 7

Recién acabada la carrera de medicina en Septiembre de 1976, decidí que era el momento de acabar el servicio militar obligatorio, antes de acceder a cualquier puesto de trabajo. No es fácil de explicar, pero en junio me quedó la “Higiene”. Y eso que el nuevo catedrático nos lo había avisado: “Señores esto no es la higiene, esto es mucho más serio, se llama medicina preventiva y comunitaria. Si no estudiáis va a haber muchos suspensos” El mío fue uno de ellos.

Cuando accedimos a la escala de complemento, mi amigo Manolo y yo firmamos una clausula de continuar un año más, si el ejército lo necesitaba, la ventaja era elegir destino en el último periodo del servicio. Manolo y yo pensamos: si el ejército nos necesita, es que hay guerra. Si hay guerra te movilizan hayas firmado o no. Error. El ejército nos necesitaba sin guerra alguna. Así que con la estrategia de realizar el último periodo en Sevilla, hicimos más mili que un soldado de reemplazo. Eso sí, en Sevilla y cobrando un sueldo, algo es algo.

Mi destino fue el regimiento de caballería ligero acorazado Sagunto número siete, de la división Guzmán el Bueno destinada en Sevilla. El cuartel estaba en Bellavista, entre la carretera a Cádiz y la vía del tren con el mismo destino. A la derecha había una fábrica de envasado de aceitunas, y a la izquierda el canal del río Guadaíra, aún en construcción. El cuartel tenía un gran patio de armas entre el edificio principal, a través del que se accedía al cuartel, y el edificio de cocinas, despensas y cuadras. El edificio principal lo formaban despachos y oficinas en el principal, algunas viviendas en el piso alto, y en el bajo estaba el cuerpo de guardia y las salas de oficiales y suboficiales. A ambos lados del patio de armas había dos edificios de dos plantas, que eran los cuatro dormitorios de la tropa de los cuatro escuadrones, y flanqueando a los edificios de los dormitorios estaban las cuatro cocheras de los vehículos, antiguas cuadras. El regimiento estaba formado por tres escuadrones ligeros acorazados y el escuadrón de plana mayor. Yo fui encuadrado en el segundo escuadrón. Allí me encontré con un capitán muy amable y trabajador, un teniente indolente, un alférez muy voluntarioso, un brigada muy experto, y un grupo de sargentos que me acogieron con simpatía. Con alguno de ellos conservo amistad. El escuadrón estaba formado por tres secciones con pelotón de exploradores, con dos jeeps, pelotón de carros, con dos carros, pelotón de TOAs (transporte oruga acorazado) con dos TOAs, y pelotón de morteros, con dos morteros de 90 milímetros. La cuarta sección era la sección de plana. En la sección de plana del escuadrón estaban encuadrados los oficinistas, el cabo furriel, los sanitarios… En el escuadrón de plana del regimiento estaban los cocineros, barberos, mecánicos de vehículos, de carros, de radios, armeros, albañiles, fontaneros, y cualquier oficio necesario para el cuartel. La misión de la caballería era penetrar por la rotura de un frente de batalla, o perseguir al enemigo en retirada. La táctica del escuadrón ligero acorazado es avanzar rápido por el terreno. Los exploradores en cabeza, si contactan con el enemigo, lo fijan y calculan su resistencia, e informan al capitán. El capitán, según esta resistencia, decide si avanzan los seis carros y los seis TOAs, o castiga previamente con los seis morteros del 90, para vencer la resistencia y continuar el avance. Si la resistencia es mucha, avisa al coronel, para que tome sus decisiones. Por aquel entonces el material del que disponíamos era provisional. Los jeeps eran willis americanos de la guerra de Corea, no teníamos TOAs de momento, los sustituían un camión Reo por pelotón de la misma guerra que los jeeps. Y los carros ligeros tenían sus años. Por el cuartel se comentaba con ilusión que se sustituirían pronto por otros hechos en la fábrica de Alcalá de Guadaíra.

Como era el último en llegar, y además de IMEC, me tocaban todas las servidumbres no rotatorias: maniobras, funerales en representación del escuadrón, y lanceros de epifanía. Las rotatorias eran guardias y semanas. A los desfiles íbamos todos. Por las guardias, que eran en el cercano hospital militar, rotábamos los veinte sargentos del cuartel por orden de antigüedad. El día de tu guardia por la mañana formabas un grupo de soldados, también elegidos por turno, y salías por la puerta, y tras caminar unos quinientos metros llegabas al hospital militar. Allí relevabas al saliente, que se volvía por el mismo camino al cuartel. Las semanas eran más frecuentes y pesadas. Te quedabas en el cuartel toda la semana para cuidar del escuadrón. Rotábamos los seis argentos del segundo escuadrón. Dormías en un cuarto junto al dormitorio de tropa, para vigilar el descanso nocturno. Te levantabas antes de diana, para estar vestido y lavado antes del toque de corneta. Animabas a  la tropa a levantarse, lavarse, vestirse, hacer la cama y formar en la calle, para pasar la lista de diana. Después los llevabas en formación hasta el comedor para desayunar, mientras ellos lo hacían, desayunabas en la sala de suboficiales. Cuando acababan de desayunar, de nuevo en formación al dormitorio para prepararse para las actividades del día, los de guardia al armero, para dotarse de fusil, cargador y correaje, el sanitario al botiquín, los carristas a los carros, los conductores a sus vehículos, los de cuartel a limpiar dormitorios y aseos, los demás a lo que hubiera que hacer ese día, limpieza general, orden cerrado, o cualquier otra actividad, ya acompañados por los demás sargentos. Terminadas las actividades al medio día, los oficiales y suboficiales se marchaban a casa, y el de semana se quedabas a cargo del escuadrón. De nuevo en formación al comedor al toque de fagina. Tras la comida, de nuevo en formación al dormitorio para un rato de siesta, tiempo que yo aprovechaba para comer en la sala de suboficiales. Tras la siesta los soldados se distribuían en varias actividades, unos a la escuela a obtener el graduado escolar, y los maestros a dar clase, otros a las clases de conducir, y el resto  las clases teóricas de tácticas o prácticas, como desmontar y limpiar el fusil. Tras estas actividades, había que subir al dormitorio y ponerse en camiseta y calzonas, tomar la toalla e ir a la ducha. Yo trataba de que no se escaqueara nadie de la limpieza corporal. Ibas en formación, y allí hacías cola detrás de otros escuadrones más avispados, y tras la ducha, volvías en formación al dormitorio y tiempo libre hasta la cena. De nuevo formación para ir al comedor al toque de fagina. La cena era libre, pues muchos soldados cenaban bocadillos en la cantina. Tras la cena había algo de tiempo libre hasta la lista de retreta, que se pasaba al toque de las cornetas. Tras la retreta silencio hasta la hora de diana. Así siete días seguidos, sin salir del cuartel para nada. No he dicho nada de la belleza musical de los toques de corneta de caballería. Especialmente bello era el de retreta, que se tocaba con cuatro o cinco cornetas. Y aún mejores los de diana y retreta floreada de los días festivos importantes, el día del patrón Santiago o el doce de Octubre.

Las maniobras eran trimestrales, de tiro o de movimientos. Las de tiro eran en Cerro Muriano, donde había un campo de tiro para tirar con los carros de combate, morteros y armas de largo alcance. Se cargaban en un tren de bateas en la estación de Cádiz, ahora en desuso. Hasta allí se iba por carretera primero, y la avenida de la Palmera después, girábamos en La Pasarela, y al fondo estaba la estación. Cargar los carros en las bateas no era fácil, pues iban muy justos. El tren nos llevaba hasta la estación de Obejo, y desde allí otra vez por carretera hasta el lugar del campamento. Las maniobras solían durar cuatro o cinco días. Allí hice tres maniobras, la cuarta fue en Zahara de los atunes. En el campo de futbol de Facinas estaba el campamento con las tiendas de dormir. La maniobra era patrullar la playa de Zahara, desde el pueblo  hasta el cabo de la Plata y vuelta. Más allá del cabo de la Plata estaba la playa de los alemanes, lugar en el que Franco permitió que se instalaran algunos gerifaltes nazis tras la segunda guerra mundial. Los soldados me animaron a seguir por la carretera más allá del cabo de la Plata. No habíamos hecho más que unos centenares de metros, cuando se puso en medio de la carretera un guardia civil. Paramos a cierta distancia los willis militares cargados de soldados armados con fusiles de asalto. Los soldados me animaron: “usted es sargento, y ese guardia no puede pararlo”. Yo vi la determinación del guardia en el centro de la carretera y con las piernas abiertas, y pensé: estoy fuera del territorio de las maniobras, que terminaban en el cabo de la Plata. Mi capitán me va a echar una bronca por contravenir los límites de la patrulla. Ordené dar media vuelta, con cierta decepción entre mis soldados. Yo les dije: “Él tiene sus mandos naturales y sus órdenes, y yo he sobrepasado las mías hace doscientos metros”. Aquella zona estaba bien protegida de curiosos y mirones, aunque fueran militares. Otras maniobras de movimiento las hicimos en Cerro Muriano, donde tuve que llevar mis exploradores asaltando un objetivo, arrastrándome por los suelos y saltando de encina en encina, ante la atenta mirada de oficiales, jefes y un general. Hubo felicitaciones, aunque poco efusivas. Otras maniobras fueron de tiro con carro, yo no era del pelotón de carros, era del de exploradores de mi escuadrón, pero como era de IMEC, pues a ponerse el mono azul y la boina negra de los carristas.

De todas las armas que disparé a lo largo de mi longeva mili, en campo de tiro naturalmente, la que más me impresionó fue el primer tiro con el cañón del carro ligero. Yo formaba como jefe de carro en una fila de ocho carros. El tiro lo dirigía el teniente Escamilla, que era bastante faltón. A su orden los carros disparaban uno a uno. Cuando ya nos tocaba, nuestro carro sufrió una sacudida. Yo pensé que el apuntador/tirador se había adelantado, y que luego tendríamos reprimenda. Le dije al servidor que recogiera el casquillo expulsado por el cañón tras el disparo. Como no lo encontraba, y el espacio en la torre del carro era muy pequeño, me enfadé: Pero si es muy grande, tiene que estar ahí, y cuidado que estará muy caliente. Que no lo encuentro mi sargento, insistía. Entonces miré el cierre del cañón, y comprobé que no habíamos disparado. La enorme sacudida había sido provocada por la onda expansiva del carro de al lado.  Por la radio comuniqué al teniente que no habíamos disparado. Y con cierto retintín me dijo: “Pues a qué esperas. Dispara ya” Entonces la sacudida fue mucho más intensa. Otro asunto era el de la puntería con el carro, con unos ángulos que movías hacia adelante y hacia atrás en el visor, hasta que parecieran estar encima de una línea. Nunca aprendí a hacerlo, pero tampoco era mi cometido. Mi colega Antonio, genuino sargento de carros del segundo escuadrón, abría el cierre, miraba  a través del cañón, movía el cañón hasta que le parecía correcto, cargaba, cerraba, disparaba y acertaba. Jocosamente me decía: “Esto es tiro tenso auténtico” Nada ortodoxo, pero para tirar a un kilómetro servía.

En una de las maniobras se produjo un incendio en el campo de tiro. El fuego según avanzaba hacía estallar las granadas y bombas que no habían estallado cuando se dispararon. El tiro se hace para entrenar a los soldados, pero también para agotar la munición que está a punto de caducar. Por eso había tantas granadas fallidas.  El caso es que estaban estallando cada pocos segundos. Algunas explosiones eran muy fuertes, y los brigadas armeros decían: “Esa es del 120” Al cabo de tres o cuatro horas de comenzar el incendio, se acercó un teniente con una sección de soldados con cubos y palas para apagar el incendio. Eran del destacamento de Obejo. Dado el ritmo de las explosiones, todos dijimos que estaba loco, para meter  los soldados en esa trampa.  Tres horas más tarde volvían de retirada con un herido de metralla. El incendio y las explosiones duraron toda la noche.

Durante mi estancia en el cuartel hubo un trágico accidente. Un “Reo” del primer escuadrón cargado de soldados volcó por falta de pericia del conductor, y falleció un soldado de Dos Hermanas, población limítrofe al cuartel. Yo fui en representación del segundo escuadrón al funeral en la parroquia de Santa María Magdalena. Hubo mucho llanto y desesperación. La muerte de un joven es siempre poco aceptada, pero en pleno servicio militar obligatorio añade una desesperación mayor. El caso es que nuestro capitán bramaba:”Los conductores no conocen la capacidad y estabilidad de nuestros vehículos. Y eso vamos a arreglarlo” El lunes siguiente cargó todos los vehículos de soldados, oficiales y suboficiales, y nos hizo estar tres horas bajando y subiendo las laderas del canal del Guadaíra detrás de su vehículo, hasta que los conductores perdieron el miedo a las empinadas cuestas.

El 20 de Noviembre del 1977 me tocó sin sorteo ir en representación del escuadrón al funeral de Franco en la Iglesia del Santo Ángel de la calle Rioja. Allí hice acto de presencia vestido de gala, y me desplacé por la iglesia para que los mandos vieran que estaba allí, cumpliendo mi cometido.

El seis de Enero del 1978 acabó mi servicio militar. Ese mismo día hice mi último servicio: llevar los lanceros, con uniformes y lanzas del siglo XIX conservados al efecto, a Capitanía General de la II región militar, para que hicieran guardia en sus impresionantes escaleras del edificio principal, mientras se llevaba a cabo el solemne acto oficial del día de la epifanía. El capitán general invitaba a jefes y oficiales superiores, autoridades civiles y eclesiásticas a un discurso oficial y a una “copa de vino español” que así se llamaba el refrigerio. Varios días antes yo adaptaba los soldados a las tallas de uniformes que tenía, hasta que todos estuvieron cómodos. He de decir que los uniformes del siglo pasado eran pequeños para la talla media de los soldados de los años setenta. Así que buscaba soldados bajitos y delgados por todos los escuadrones. Los elegidos se quejaban, pues era día festivo, y perdían unas horas libres. Al final encontré a los catorce soldados necesarios, que resultaban muy bien con uniformes, casco plateado reluciente y lanza.

El día seis, nos montamos en un camión los lanceros y yo, vestido de gala, y llegamos  Capitanía. El guardia de la puerta ni nos miró, viendo la tropa en cuestión. El oficial de guardia vino a cotillear. Le expliqué mi cometido: distribuir los lanceros por las escaleras de acceso al salón de actos.  La escalera arranca en los dos extremos del ancho de la sala, y tras dos curvas, se unen en el centro a una altura de más de diez metros. Estaba adornada con azulejos y lámparas que colgaban del altísimo techo. Así que dos lanceros en cada arranque de escalera, otros dos en cada uno de los dobles descansillos laterales, y los dos últimos al final de la escalera. A las diez estaban los lanceros, y a las once y media comenzaba el acto. A la hora prevista fueron llegando los mandos militares y el resto de autoridades, y fueron subiendo por las guarnecidas escaleras. La verdad es que resultó un brillante adorno el asunto de los lanceros de caballería. Personalmente me permitió ver esta parte del edificio, absolutamente vedada a civiles y militares sin autorización.

Acabado el acto volvimos al cuartel, devolvimos los uniformes, cascos, correajes y lanzas, y yo me fui a mi casa definitivamente. La mili ya era historia. Ahora a trabajar de médico.