A primeros de Octubre de ese mismo año nos desplazamos a Valladolid mi hermano, mi amigo Manolo y yo para incorporarnos a la escuela de aplicación de caballería. Manolo y yo nos bajamos en Valladolid, donde estaba nuestra escuela de caballería, y mi hermano seguía a Madrid, en la que estaba su escuela de artillería. Llegamos a Valladolid recién anochecido en uniforme de verano, que era el reglamentario en Sevilla. Allí en Valladolid estaban ya con el uniforme de invierno, que añadía la guerrera, a la que llamábamos “chupa de granito”. Nos pusimos a cenar de tapas, antes de tomar el autobús para el Pinar de Antequera, que era donde estaba nuestra escuela de aplicación. En el segundo bar nos abordó la policía militar, preguntaban por el uniforme que llevábamos, que no se correspondía con el reglamentario en Octubre. Le explicamos que acabábamos de llegar de Sevilla, y que teníamos el reglamentario de allí. Nos tomaron el nombre para cotejar nuestra excusa con la propia escuela de aplicación. Poco después el autobús ur5bano nos dejó frente a la escuela de aplicación, y el cabo de guardia nos señaló nuestro alojamiento.
Durante la estancia en la escuela de aplicación continuamos nuestra formación teórica en tácticas propias de caballería, tiro balístico, más orden cerrado y abierto, manejo de explosivos, y tiro con más armas (pistola, subfusil, granadas de fusil, ametralladora de patas, cañón sin retroceso y mortero). Nos enseñaron a tirarnos del camión en marcha con el fusil en las manos, y a evacuar a toda prisa los vehículos de la carretera cuando sonaba la alarma aérea. Un día nuestro capitán nos llevó personalmente de marcha, desde el Pinar de Antequera hasta cerca de Simancas. Cuando llevábamos tres horas andando empezamos a murmurar si nosotros éramos de caballería o de infantería. Llegó a sus oídos el murmullo, y sonreía. Durante la práctica con explosivos plásticos teníamos que poner las mechas rápida y lenta, encender, correr para alejarnos y tumbarnos cuerpo a tierra. Un gracioso puso una piedra encima del explosivo, y cuando este explotó, la piedra subió a veinte metros, y cayó muy cerca de donde estábamos tumbados y sin casco. El teniente se enfadó muchísimo, y nosotros comprendimos que no podía repetirse la broma.
La característica más importante de ese periodo de mili fue el intenso frío que padecimos. Dentro del dormitorio, en las clases, en el comedor, y sobre todo al aire libre. El único sitio calentito era la cantina, en la que nos hacinábamos y charlábamos en una niebla de humo de tabaco. Una fría mañana nos llevaron al campo de tiro de Renedo en camiones sin capota, durante una hora. Llegamos congelados. Nos echamos al suelo helado para tirar con ametralladora de patas, luego tiramos con el cañón sin retroceso, y por último con el mortero del calibre 120 mm. Hubo un momento de emoción intensa cuando un compañero trataba de meter en el cañón del mortero la granada con la espoleta para abajo. El clamor le hizo corregir un error fatal para él, los otros servidores del mortero, y los que estaban más cerca. La vuelta fue de nuevo con el viento helado envolviéndonos por todos lados.
En la escuela de aplicación comenzamos hacer guardias de perímetro, a usar el santo y seña, y a procurar que nuestro cabo de guardia no nos sorprendiera distraídos, y sin darle el “Alto quien va”. Yo en plena noche en un puesto solitario, pensaba que estaba más tiempo vigilando para dentro por si venía el cabo, que vigilando para fuera. Una noche de guardia a seis grados bajo cero llevaba puesta toda la ropa militar de la que disponía, incluida la bufanda y un grueso capote de fieltro de la guardia. No era capaz de quitarme el frío hasta que tras las dos horas de puesto entraba en la sala de guardia a dormir un rato. En el Pinar de Antequera la niebla se echaba durante varios días. No se veían los edificios del otro lado del patio del cuartel, ni por supuesto el sol. Ese frío húmedo se colaba a través de la ropa. Yo ya me levantaba por la mañana con el cuerpo cortado. Una mañana estaba medio resfriado y decidí no bajar a hacer gimnasia en camiseta sin mangas y calzonas. Cuando estaba charlando con el vigilante de cuartel entró el alférez, y me impuso una pena de siete días durmiendo en la prevención. Se trataba de cargar con el colchón y las mantas y dormir solo en el piso alto del cuerpo de guardia, al acabar la jornada. Dormía en un dormitorio grande yo solo sobre la sala de guardia. Cuando al segundo día comenté con uno de la guardia el frío que pasaba, me aconsejó que durmiera desnudo, que así se pierde menos calor. Lo miré extrañado, pero le hice caso. Y efectivamente pasé menos frío. La explicación es la siguiente: cuando duermes con ropa ajustada a todo el cuerpo, como con un pijama, pierdes calor generado por tu cuerpo a través de la ropa por conducción, el pijama pasa el calor a las sábanas y mantas, y estas al exterior de la cama. Cuando te acuestas desnudo, hay menos superficie de contacto entre la ropa y tu cuerpo, pierdes menos calor, y además en las bolsas de aire que quedan a tu alrededor, se acumula el aire caliente que genera tu cuerpo.
Un compañero sevillano tuvo un accidente un día. Bajando tumultuosamente por las escaleras, se precipitó por el ancho hueco de la misma, y golpeó el suelo dos pisos más abajo. Estaba desmadejado, sin conocimiento, y con una herida sangrante en la cabeza. Lo dimos por muerto. Al día siguiente nos avisaron de que estaba perfectamente, y que pronto volvería con nosotros. Hubo regocijo y jolgorio. Yo creo que tuvo mucha suerte, pues era alto y corpulento, y los pisos de aquel edificio medían cinco metros al menos. La autoridad competente arrestó aquella escalera, y ahora solo podíamos bajar todos por la del otro lado. Arrestar espacios y objetos es algo que he visto otras veces durante el servicio militar. Para mí era incomprensible arrestar una escalera o un camión tras un accidente. El caso es que por el arresto, teníamos que bajar el doble de gente por una sola escalera, con lo que había más aglomeración. Y como la bajada tumultuosa era por: “sin permiso de salida los dos últimos que lleguen abajo” pues no pasó más veces de milagro.
Pasó el periodo de la escuela de aplicación, y a mediados de Diciembre se hizo un acto que se llamaba rejura, aunque no tuvimos que besar la bandera uno a uno como en la primera vez. Durante ese acto comenzaron a caer tímidos copos de nieve, y vestidos de bonito, pasamos un frío feroz. Acabó el acto, subimos a los dormitorios, dejamos allí la ropa militar, que ya no usaríamos más, y nos vestimos de paisano, camiseta, camisa y jersey de lana. Milagro se nos quitó el frío del cuerpo. En las piernas no, porque sólo llevaba los vaqueros. O sea, la ropa militar apenas abrigaba. Ni la camiseta, ni la camisa, ni el jersey, ni la chupa de trabajo, ni la de granito, toda junta, abrigaban como la de lana de casa. En cualquier caso se acabó el segundo periodo, licenciándome de sargento de caballería de la escala de complemento. Ya veríamos cuando sería el tercero.