Menú Close

Perderse por el monte

El pueblo abandonado

Corría el año 1981 y yo estaba residiendo en Ponferrada con mi familia. Trabajaba en el Hospital Camino de Santiago, que era como se llamaba el comarcal del Bierzo en aquel tiempo. Mi amigo Pio, que había hecho parte de su servicio militar en una antena situada cerca de Ponferrada, a medio camino entre Foncebadón y Molinaseca, me contó que había un pueblo abandonado en la falda de la montaña de la antena militar. Al menos eso se rumoreaba entre los soldados. Los Montes de León en esa zona son muy abruptos. La carretera comarcal LE-142 va cresteando esa parte de la sierra, y luego baja a Molinaseca. Esa carretera es parte del camino de Santiago,  sale de la comarca maragata, sube a la “cruz de fierro” y Foncebadon, y crestea hasta más allá de la antena militar, para bajar a Molinaseca. Buscar ese pueblo abandonado podía ser una interesante aventura. Se lo propuse a mi vecino de abajo, berciano que había pasado unos años en Cataluña, y había vuelto a su tierra natal. Aceptó la propuesta y un sábado temprano nos pusimos manos a la obra. Pantalones de pana, unas buenas botas de montaña, agua y unos bocadillos. Aparcamos el coche cerca de la antena, y nos pusimos a buscar un camino para bajar por la montaña. Lo único que encontramos para bajar era un cortafuego. En ese trozo de sierra el bosque es muy tupido, y el cortafuegos era el único sendero despejado que bajaba. En la segunda revuelta del cortafuego nos encontramos frente a un ciervo, que nada más vernos se tiró monte abajo entre los árboles. Parecía haber un claro tras la línea de arboles, pero nuestro cortafuegos era mucho más cómodo que tirar por la línea recta. Seguimos caminando y tras bajar durante una hora por el cortafuego, este se acabó. En aquel lugar ni se veía la antena, ni se veía pueblo alguno. El bosque era tan tupido, que tuvimos que descender por el arroyo y sus protectoras zarzas. Las ramas bajas de los árboles impedían otro camino. Después de un par de horas de arañazos de zarzas, y esfuerzos siguiendo el arroyo por el que íbamos descendiendo en el estrecho valle, conseguimos ver el pueblo abandonado. Estábamos derrengados, y un poco atribulados por el esfuerzo realizado monte abajo para llegar allí. Visitamos la iglesia medio derruida, y alguna casa en la que entramos. No había nada de interés, incluso la piedra bautismal era una roca vaciada sin adorno alguno. Importante no lesionarse, pues salir de allí iba a ser muy complicado. Así que como las escaleras y los suelos de las plantas altas estaban medio podridos, decidimos acabar la visita y comer algo antes de volver.  Cuando las moscas se hartaron de devorarnos, y nosotros acabamos nuestros bocadillos, iniciamos la vuelta. Curiosamente las moscas no tocaban la comida, sino nuestra piel descubierta, donde se empeñaban en perforarla con inusitada contumacia. Reflexionando sobre el esfuerzo de bajada, concluimos que ese pueblo tenía que tener un camino al menos de herradura de conexión con la comarca, así que iniciamos el camino al final de las casas. En una dirección el camino había sido ocultado por la maleza. En menos de cincuenta metros lo habíamos perdido. Tomamos el camino del otro lado del pueblo, que descendía aguas abajo junto a un riachuelo, donde desaguaba el arroyo por el que bajamos hasta allí. Ese riachuelo, dedujimos por la dirección que tomaba, tendría que llegar al río de Molinaseca. Llegados allí, subiríamos andando por la carretera hasta el coche. Era un buen plan, pero no estaba el día para elucubraciones. Al cabo de doscientos metros el camino volvía a estar irreconocible. Ya francamente entrada la tarde decidimos no arriesgar más y subir monte a través para cortar la carretera de Molinaseca a Foncebadón donde fuera. Tomamos la ladera más despejada de árboles y en dirección a donde creíamos que estaba la antena, daba igual la pendiente a superar, teníamos que ir sobre seguro. Para evitar conflictos con la vida salvaje, decidimos no evitar el ruido en nuestro ascenso. Con esta medida espantábamos la fauna que pudiéramos encontrarnos. Lo peor hubiera sido echarnos por sorpresa sobre una jabalina y sus jabatos. Después de tres horas subiendo, y con la ansiedad de evitar la noche en el monte, vimos a lo lejos la dichosa antena militar. Quedaba bastante camino, pero ya veíamos el final de la aventura. Estábamos agotados, pero sanos. Ya con el sol puesto llegamos al coche. Al llegar a casa tras cenar y un largo sueño para reparar el enorme desgaste, prometí no volver a subir y bajar montes sin un guía.

 

El Collado del Lobo

Seis años más tarde mi hermano mayor me contó, que Gerald Brenan decía en su libro Al sur de Granada, que la banda de música de Valor, pueblo situado en La Alpujarra al sur de sierra Nevada, tocaba en las fiestas de Aldeire, pueblo del Marquesado del Cenete al norte de sierra Nevada. Para ir de un pueblo al otro cruzaban la sierra por el Collado del Lobo, cargados con sus instrumentos musicales. Con el relato me proponía hacer nosotros ese mismo camino, pero libres de instrumentos. El plan era salir de Aldeire una mañana hacia el collado del lobo, y llegar  a Valor para alojarnos allí. Las aproximaciones y regresos lo haríamos en autobús, tren y caminando, según posibilidades. Un viernes tomamos en Sevilla un tren a Granada, e inmediatamente enlazamos con otro tren a Guadix, y desde la estación de Guadix nos dirigimos caminando  a Aldeire por una carretera comarcal. Pasamos por Jerez del Marquesado, Esfiliana, Alcudia de Guadix, y por fin Aldeire. Marchamos en total unos treinta kilómetros por terreno llano. En Aldeire tomamos alojamiento, dejamos las mochilas y paseamos hasta la cercana población de La Calahorra, donde vimos por fuera su famoso castillo renacentista. De vuelta en Aldeire cena y a dormir, que mañana sería más duro. En esa caminata de aproximación yo me había hecho una pequeña ampolla en el talón izquierdo, mala suerte. Al amanecer del día siguiente, nos pusimos en pie y nos dispusimos a cruzar sierra Nevada. Para el camino nos aprovisionamos de mandarinas, frutos secos agua y un bocadillo. Con las mandarinas se come y se bebe a la vez, y pesan poco. Preguntamos a un campesino por el Collado del Lobo, y nos lo señaló sin dificultad. Eso nos daba la certeza de un camino conocido y trillado. Comenzamos la ascensión por un sendero que bordeaba un bosque medianamente espeso. Cuando llegamos a cierta altura, los árboles desaparecieron y el sendero, mucho más empinado, atravesaba matorral. A pesar de los frecuentes descansos que yo pedía, la ascensión estaba siendo dura. Durante la subida reflexionaba sobre lo necesitados que estaban los músicos de Valor para pasar tantos trabajos por unos dineros, que no podían ser muchos, pues Aldeire es un municipio muy pequeño. El sendero de ascenso se veía bien marcado, y no planteaba dudas, de que  la dirección era la correcta. Después de cuatro horas de ascenso llegamos a la cima. Desde arriba la vista es espectacular, y asombrosamente lejana. Mirando hacia el sur, estaba frente a nosotros y más baja la sierra de la Contraviesa. Por encima de ella se veía el mar Mediterráneo y su otra orilla, ya en Marruecos, hasta sus montañas del Rif. Hacia el sudeste se acababa la Contraviesa, y se veía un mar de techos de plásticos de los invernaderos de Aguadulce en Almería. Al sudoeste lo abrupto de la propia sierra no dejaba ver más que los valles cercanos.  Hacia el norte la vista llegaba hasta la sierra de Cazorla y Segura, de una punta a otra de la vista. Después de extasiarnos un rato con el aire puro de la sierra, y tan extensas vistas, comenzamos a bajar por el camino. En un rato el camino se perdió. El ICONA, instituto para la conservación de la naturaleza, había aterrazado la montaña para plantar árboles. Con las máquinas habían borrado todos los senderos, incluido el nuestro. Maldita sea. En el momento que nos dimos cuenta de que no teníamos sendero, se inició un debate sobre si ascender algo más en la montaña, para tener mejor visión y poder localizar el valle de Valor, o tirar hacia el arroyo más próximo, que sería el de Valor u otro muy cercano.  El barranco del Gallego, que llega hasta Aldeire, y el arroyo de Valor, están casi uno a continuación del otro, en vertientes contrarias. Ganó por edad y experiencia subir un poco más para mejorar perspectiva, y llegamos a una carretera del ICONA para uso de su maquinaria, que recorría esta parte de la sierra en horizontal, sin subir ni bajar. No nos servía para nuestros propósitos, y no conseguíamos localizar ningún pueblo alpujarreño. Así que tuvimos que elegir el arroyo de descenso, que mejor nos parecía. Tomamos uno y descendimos durante una hora, hasta la línea de inicio del bosque. El arroyo se hacía más profundo en el valle, pero comenzaron a aparecer caminos a su lado. Desde que llegamos a la línea de bosque no paramos de escuchar disparos de escopetas. Un rato después encontramos un par de cazadores junto  a un todoterreno. Ellos nos informaron que la abundancia de los disparos se debía a una batida de jabalíes, y nos señalaron el camino que bajaba hasta Valor. Habíamos elegido el arroyo correcto desde su inicio, y habíamos tenido suerte de que ningún cazador confundiera nuestro ruido con el de un jabalí. Al anochecer llegamos agotados a Valor, y yo claramente cojo por la ampolla del talón. Habíamos caminado doce horas, desde la salida a la puesta del sol. Tras la suculenta cena y sueño reparador iniciamos el regreso a casa. Primero autobús a Granada, y desde allí en tren hasta Sevilla.