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Mi mala estrella (parte 3)

Descanso en Arrechabalarre

Salimos de Zuazo por la tarde. Un autobús por cada sección nos lleva Irleches, y de allí a Larrabezua, pueblo que atravesamos sin parar, hasta llegar a Lezama al atardecer. Aquellos parajes nos parecieron más pacíficos, y nuestro optimismo de Zuazo no se defraudó.

Durante el camino atravesamos un campo atrincherado bastante grande, y además por el “Gallo”, un grueso tapial que casi ocluía la carretera y que permitía el paso de un solo vehículo. Soldados y oficiales vibraban de entusiasmo ante aquellas fortificaciones que juzgaron inexpugnables, y en las cuales los más inocentes pensaban sostenerse allí hasta la consumación de los siglos. Confirmo que las fortificaciones tenían tan buen aspecto, que me causaron una impresión deprimente. ¿Serían de verdad inexpugnables?

Mi amigo Peso me hacía unas observaciones muy enjundiosas, que yo completamente nuevo en estos asuntos entendía muy bien, pero que era incapaz de hacerlas de “motu propio”. Aludía mi amigo al excesivo tamaño de las obras de “superestructura”, palabra esta del comisario, con trincheras demasiado visibles y demasiado amplias para proteger a sus defensores. Me afirmó además la falta de orientación de algunas de ellas, lo que las convertía en inútiles ante asaltos que tuvieran direcciones no previstas en tan rígida construcción. Yo que no entendía de estas cuestiones tengo que agradecer a mi amigo Juan Peso el haber exaltado mi ánimo, un poco deprimido ante aquellas obras de apariencia imponente mostradas con alegría infantil a los soldados por nuestro comisario, el cual aquella tarde se despachó a su gusto.

Lo que no supo el comisario hasta mucho más tarde era la “vox populi”, que señalaba al proyectista del cinturón defensivo como fugado a las tropas nacionales, después de terminada su obra voluntariamente defectuosa. Y cuyos planos fueron a parar a las manos del mando nacional, entregados por su mismo y fugitivo autor.

Cuando llegamos a Lezama nos retuvieron en los camiones, y cuando nos preguntamos a qué venía aquello, hicieron bajar a cuatro o cinco soldados por compañía y los alinearon al lado del convoy. Nosotros presenciamos aquella escena, unos curiosos, otros con tedio, y otros estupefactos. Por fin uno de los capitanes les hizo saber a los asombrados alineados, que formarían en la sección de morteros. Se les tomó nota, se les pasó lista, y allí quedaron en tierra los elegidos. Nosotros continuamos en los vehículos, que se pusieron en marcha, y subieron una carretera de reciente construcción hasta un lugar donde aquella terminaba. El convoy se detuvo en este lugar y nos apeamos aprisa. Anochecía cuando comenzamos a subir por un sendero de pronunciada pendiente, que atravesaba un pinar muy espeso. Duró la subida unos veinte minutos. Al llegar a la cumbre del pinar ya era de noche. Solo distinguimos el grato olor a resina, muchos pinos en extenso bosque, y unas espléndidas casas de madera, espaciosas y abrigadas. Estaban hechas para su alojamiento por batallones de zapadores, compuestos de reservistas viejos y poco aptos para el servicio de armas en primera línea. Apenas pude gozar del panorama que dominaba el extenso pinar, debía ser extensísimo, pero resolví esperar a la mañana siguiente.

Después de una marcha y contramarcha el capitán nos hizo descansar a campo raso. Allí en el suelo húmedo y asociando mantas nos quedamos dormidos. Estábamos en los altos de Lezama, y monte Arrechabalarre era el nombre de nuestro pinar. Era once de Mayo de 1937. Todavía antes de conciliar el sueño tuvimos que escuchar la narración monocorde de un zapador, que se acercó a contarnos las derrotas que habían tenido los italianos en Bermeo. La de prisioneros que habían hecho, la de material que habían “recogido a fascistas”, y la de trincheras que él había cavado, y esto era verdad, para contener a todos los fascistas, aunque viniesen “como arena”. Hacía contrapunto al poco brillante narrador la voz del capitán Mateo, que se escuchaba ora lejana ora cercana: – ¿Donde está la mi manta? ¿Quién tiene mi manta? ¡El que me haya “pintado” la manta, se le va a caer el chaleco! ¡Le voy a meter un cargador en la cabeza!- El zapador se cansó de charlar, y el capitán de buscar “la su manta”, al menos un silencio apacible me lo dio a entender. Y dormimos profundamente cuando este silencio se hizo prolongado.

A poco nos despertó la voz del capitán Mateo. Había encontrado vacía una magnífica casa de madera de las que hacían los zapadores para ellos. Y decidió que durmiésemos en ella. Cuando nos acomodamos como pudimos dentro del alojamiento, no pudimos dormir hasta que se decidió quien lo haría en la camilla. Yo no quise ni intentarlo, a pesar de ser el interesado. El capitán Mateo y el camillero querían los dos dormir en ella, tuve que contemplar una inconcebible discusión entre ambos. El capitán se impuso y acto seguido se dispuso a dormir, haciéndolo ruidosamente en el disputado artefacto sanitario.

Al día siguiente, y sin haber llegado aún el suministro, decidió el capitán que desayunásemos por nuestra cuenta. Un enlace trajo, no se donde los compró, varios litros de leche. Mateo nos exigió que pagásemos la que bebíamos, todo el mundo bebió a discreción, pero nadie pagó. El capitán montó en cólera y después de reconvenirnos duramente sin que nadie le escuchara, optó por callar y dejarnos en paz. Nosotros muy ocupados en comer pan con leche, no estábamos para escuchar a nadie.

Con el estómago lleno soportamos mejor una orden decepcionante, Mateo nos obligó a desalojar la casa. Había llegado un batallón de zapadores, y era justo y forzoso cederle su alojamiento. Caía para el colmo de males una lluvia menuda, que por allí llaman “sirimiri”. Bajo su incómoda presencia anduvimos un buen rato entre los pinos hasta llegar a un claro poco extenso del pinar. Mateo nos mandó hacer alto y romper filas, había que construir rápidamente alojamientos, y hacerlos por nuestros propios medios. Mucho anduvo de un lado para otro el capitán, para disponer la orientación de las chabolas que se construyeron.

Aumentaban sus preocupaciones el hecho de tener un flemón en la cara, quizás procedente de tener alguna pieza dañada de su dentadura. Si algunos gestos de Mateo hacían reír cuando no tenía flemón, a muchos de nosotros aquella mañana nos rondó el arresto o la bofetada. Su aspecto era tal que cuando me enseñó el flemón no pude evitar una sonrisa. Pero él no hizo caso, y me requirió para que se lo abriera. Con unas tijeras y por la boca se lo pude vaciar dándole un pinchazo, mientras el pobre Mateo resoplaba aguantando el vivo dolor, que le producía la molesta cura. No obstante se portó como un bravo, y a fuerza de escupir acabó por vaciar su molesto lobanillo.

En esta última operación estaba cuando un soldado de Santoña, que había llevado toda la noche una manta que no era suya, si bien no le pesaba cuando con ella se tapaba, le pesó el transportarla en la reciente caminata, acudió con la manta a Aedo para que la hiciera guardar. Aedo le dijo que no fuera mozo de nadie y que la tirase. No atreviéndose a hacerlo fue al capitán, a cuyo lado llegó cuando nuestro hombre disparaba su último salivazo. Mateo le respondió que, puesto que se había tapado de noche, la guardara hasta que apareciera su dueño. El soldado se acordó de Aedo, y se volvió de espaldas diciendo que él no era mozo de cuerda de nadie, arrojando la manta al suelo. ¡Nunca lo hubiera hecho!  Mateo cogió su gorro de borla, lo arrojó al suelo, y hecho una furia riñó, desafió y zarandeó al soldado, que en silencio recogió la manta, y se la llevó con las orejas gachas. Mateo con los pelos de punta, el gorro bajo sus pies, el semblante furioso, y el lobanillo en el pómulo derecho, tenía tal aspecto, que creo que el pobre hombre recogió la manta y se marchó por no soltar el trapo a reír. Los que lo soltamos y a todo placer fuimos los que presenciamos la escena desde lejos, olvidándonos de la lluvia y del cansancio.

Cuando el sirimiri pareció amainar, las nubes se disiparon, y en tanto mis compañeros aportaban maderos para la chabola, me asomé a la vertiente norte del monte, para disfrutar un poco del panorama que se distinguía desde allí. ¡Era magnífico! El sol que entreabrió una nube y la lluvia, que no era muy espesa, permitían ver enfrente el imponente macizo del Sollube tapando a Bermeo y a Mundaca. Peso, que iba a mi lado, y un zapador, que estaba por allí, me señalaron dos banderas que tremolaban en sus faldas, eran las de España. – Los fascistas lo tomaron anteayer – aclaró el zapador. Reprimí unas palabras de entusiasmo, y mi corazón latió con violencia. Hacía seis años que no veía tremolar la bandera roja y gualda, y allí estaban lejanas pero no tanto como para que a través de mis ojos no hubiesen llegado a lo más profundo de mi alma.

Al norte del Sollube se veía un macizo montañoso, agudo visto desde allí, era el Jatamendi que se veía a la izquierda del anterior. Acurrucado al pie del Sollube había un pueblecito, Larrauri. Más hacia mí y algo al norte un pueblo grande, Munguía, capital de hecho de aquel hermoso valle. A nuestros pies Fica, un pueblo pequeño y rodeado de algunos caseríos. Por el sudeste el valle se estrechaba entre nuestro monte y otro monte cónico de más de quinientos metros y rodeado de pinos en sus faldas, era el Bizcargui.

Faldeaba nuestro monte, mirando hacia el extenso valle de Munguía, una trinchera y una alambrada. Al comentar este extremo con Peso, este me respondió: – Esto te hará recordar lo que comentamos ayer de camino. Observa esta trinchera corrida, y fíjate que no hace zigzag, lo que puede facilitar un barrido por las armas enemigas, que pueden ametrallarla sin gran dificultad por su trazado demasiado rectilíneo. Fíjate además que es demasiado ancha, lo que presta poca protección a las espaldas de sus defensores, y ya desde tierra ya desde el aire será más fácil hacer impacto en ella. No digamos de su camuflaje, es malo, y esta tierra amarilla que la llena, es tan visible a larga distancia que será descubierta con gran facilidad por los aviones o los observatorios del adversario – Yo escuchaba maravillado a mi amigo, y observando la fortificación de referencia, encontraba muy razonables sus argumentos.

Por lo visto los defectos de la fortificación no consistían solo en la trinchera. Saltamos sobre esta y llegamos a la alambrada, allí continuó mi amigo Peso: La alambrada está a enorme distancia de la trinchera, debe estar más cerca a una distancia compatible con el alcance de una bomba de mano, lanzada por un hombre normal. Aquí esta a más distancia, casi el doble. Fíjate – proseguía mi amigo- que son dos filas de alambre de espino que apenas tienen un metro de altura sin entretejer los alambres, y desde el último alambre al suelo observa que hay más de treinta centímetros hueco por el cual puede pasar un hombre arrastrándose. Según habrás aprendido en la instrucción, una alambrada debe tener tres o cuatro hileras de piquetes, con alambres de metro y medio de altura, y tan entrecruzados, que apenas pueda insinuarse un brazo por cualquiera de sus huecos. Esta alambrada que ves parece más bien el límite de un sembrado – Ante las razones de aquel veterano de la guerra de África, no pude por menos que asentir, ignorante en esas cuestiones, y di por bueno todo lo que me contó.

Ni que decir tiene que fui feliz pensando en el derrumbamiento de aquella fortificación, en cuanto las tropas nacionales iniciasen su asalto, tal me hacían suponer las explicaciones de mi amigo. Y sacaba la conclusión de que la “vox populi”, que señalaba como traidor al proyectista del famoso cinturón defensivo, tenía visos indiscutibles de verdad. Yo no puedo garantizar la veracidad del hecho, pero sí la verosimilitud del mismo, a juzgar por lo observado. Lo que sí era cierto era el rumor, lo escuché por muchos conductos y muy diversos.

Todo aquel día lo pasé ayudando en lo que pude a la construcción de la chabola. Cuando llegó la noche apenas habíamos terminado una vertiente del tejado. Para aprovecharla nos apretujamos a la hora de dormir bajo el medio techo. El suelo tenía algo de pendiente, y al otro día a mí, que estaba en el punto más bajo aguantando los cuerpos de mis compañeros, me dolían todos los huesos, y con trabajo tuve que dar mis primeros pasos.

Después de desayunar, observando yo las posiciones enemigas del otro lado del valle, se presentaron sobre el Jatamendi unas escuadrillas de aviones nacionales, que arrojaron en unos pinares que había en sus faldas una buena carga de bombas. El bosque empezó a arder, y a nosotros habitantes de otro bosque de pinos se nos puso la carne de gallina pensando en que cualquier día nuestro bosque podía ser, como el que veíamos a lo lejos, una inmensa hoguera que podía achicharrarnos a nosotros. Al mismo tiempo y sobre la cumbre del Jatamendi empezaron a reventar granadas de metralla Hrapnell, que unos creyeron procedentes de tierra, y otros procedentes del mar, es decir de los buques de guerra. Me quedé sin comprobar este último extremo. Volví hacia mis compañeros, que terminaban la otra vertiente del tejado con troncos de pino y ramas del mismo árbol. Iba con un poco de temor, estos pinos tan combustibles pensaba yo.

Por delante de nosotros pasaba hacia su flamante alojamiento un batallón de zapadores de nuestra brigada. Iban a terminar la fortificación de Arrechabalarre. Su jefe, un comandante de milicias viejo y templado, nos contó anécdotas, victorias y alegres auspicios militares. A Mateo, que le escuchaba con los ojos y la boca abiertos, que solo cerraba para pestañear y humedecer sus labios, le brillaban en sus ojos infantiles y ladinos una luz de ilusión y entusiasmo.

La chabola tardó en terminarse unos pocos días más, acabamos reforzando el techo con chapas de zinc para hacerla impermeable. En realidad cada día procurábamos mejorar el albergue, de tal forma que se puede decir que la acabamos el último día que pasamos en Arrechabalarre. Pero el día que terminamos el techo, el segundo día de estancia, ya estuvo confortable, y encendíamos nuestro fuego antes de acostarnos en agradable sobremesa la plana mayor de la compañía. Al día siguiente, y en la fuente que nos servía de lavabo, era de ver quitarnos el humo que habíamos acumulado la velada anterior.

Solo en una ocasión bajé a Lezama. Fui por medicamentos, ya que allí abundaban trastornos digestivos. Departí largo rato con el teniente médico y con Martínez, que me contaron impresiones algunas graciosas propias de las simulaciones y de los reconocimientos médico-militares. Como ejemplo va un caso. Un simulador de un fuerte dolor de estómago se pasó cuatro o cinco días sin comer nada, ni tortilla ni leche le podían hacer comer. Como el tal enfermo conservase un buen estado nutritivo, el practicante decidió vigilarlo de cerca. Una tarde que médico y practicante irrumpieron casi de improviso en su habitación, fingió el tal un agudo dolor y metiéndose los dedos en la campanilla provocó un vómito. El asombro y la indignación de sus superiores no tuvieron límites cuando vieron por el suelo las judías con tocino, que los oficiales habían notado de menos en su puchero a la hora de almorzar. Ni que decir tiene que el presunto enfermo salió inmediatamente para la posición, no sin que el capitán Conrado su jefe de compañía le dedicase unas  palabras burlescas de su poco académica cosecha.

En la mañana del catorce de Mayo estando yo de visita en la segunda compañía, que se alojaba al lado de la nuestra, presenciamos un castigo aéreo y artillero por parte de los nacionales al Bizcargui. Después de un tiroteo denso y largo los oficiales de la segunda compañía localizaron como nuestros los impactos de artillería que explotaban en la cumbre del citado monte. Entre ellos los oí referir que el enemigo había ocupado la cumbre del Bizcargui y la ermita. La artillería pues cañoneaba las recién conquistadas posiciones. El contraataque, decían ellos, tenía que ser inminente, pues la importancia estratégica del vértice en cuestión era muy grande. Nosotros, que estábamos como aquel que dice debajo del Bizcargui, nos sentíamos en peligro, y el teniente médico renunció a su habitual paseo por aquel ya peligroso paraje. En efecto, si les hubiera convenido los nacionales nos hubieran cañoneado a placer.

Aquel día por la tarde, oficiales y comisarios jaleaban a contraatacantes que se veían subir en busca de la cumbre, protegidos primero por los pinares de las faldas, y después por sus pies que pusieron en polvorosa, con gran decepción de su entusiasmado público. De los muchos contraataques que sufrió el Bizcargui, este fue el único que presencié. Por cierto que nuestra artillería, pensando en batir al enemigo, causó bajas en el interior del pinar a la derrotada columna, que descendiendo del monte con precipitación sufrió una pequeña pero significativa sangría. Se rumoreaba fueron hasta cincuenta las bajas de sus propios infantes.

Pero, para que la moral no se resintiera del todo, un caza de la cadena fue alcanzado por un antiaéreo sobre Larrabezua. Aquella tarde a primera hora, cuando ya ni al cielo mirábamos a los aparatos que se presentaban, y estando los cazas ametrallando hacia Lezama, sentimos las voces del capitán Mateo: – ¡Ya cayó, ya cayó ese avión! He visto además el paracaídas abierto – Varios soldados se unieron a estas voces, y de la segunda compañía vino Conrado a preguntar a Mateo si lo había visto también. Jolgorios, abrazos, coñac en la velada de la noche, y nuestro capitán que se alegra más de la cuente, y se ve ya en San Sebastián tomando café.

Aquella noche llegó un parte de la comandancia, en él se recordaba a los oficiales el mantenimiento más estricto de la disciplina, y la orden de que exigieran el saludo a todo soldado con quien se cruzaran. El capitán Mateo obedeció sin rechistar, y al día siguiente las puso en práctica. Estando en la posición el comandante del batallón con el comisario del mismo, nos sacó de nuestro suministro de soldados dos huevos, y ante nuestros asombrados ojos se los hizo freír al cocinero para obsequiar a sus jefes. Nos quedamos con un palmo de narices, y escuchamos boquiabiertos la explicación de Mateo, a saber: – Es que haciéndole yo esto, él me apreciará más que a los demás capitanes- Por la tarde llegaron cien huevos de suministro para la compañía, noventaiocho estaban incubados con un pollo dentro y todo, solo dos estaban buenos. Mateo se los llevó y se mandó hacer una tortilla con ellos, para eso era el capitán. Explicó entre dientes y bocados de tortilla que aquel día no tenía el estómago bien. Nosotros, que no salíamos de nuestro asombro, empezamos a pensar, que si el establecimiento de la disciplina iba a empezar por ese terreno, y a reducirse solo a él, nos tocaba pasar una temporada de hambre a los pobres soldados. Por cierto que nadie volvió a saludar, ni se variaron las costumbres a pesar de la orden, que por lo visto solo se reducía a los huevos del suministro.

Aquellos días mejoró bastante el rancho, no por la intendencia ni mucho menos sino por el saqueo que organizaron dos sargentos que empezaron trayendo patatas, y acabaron trayendo un jato. Yo no podía aprobar semejante saqueo organizado, pero tenía hambre y comía con gusto unos buenos platos de carne de ternero con patatas. A pesar de una barba de quince días que me dio por dejarme, mejoré mucho de aspecto aquellos apacibles días de Arrechabalarre. Y mi aspecto fue mucho mejor cuando, cansado de llevarla, me la afeité a manos de nuestro barbero en un doloroso martirio.

Los nacionales proseguían su avance sin interrupción. Hasta nuestro campamento llegaron un día de aquellos una desbandada de Múgica, lugar próximo al Bizcargui. Traían, además de bastante hambre, un herido que curó mi compañero de la segunda compañía. Fueron sorprendidos por los soldados nacionales, y anduvieron un trecho confundidos con ellos. Todavía recordaban con impresión el susto que se llevaron, y la carrera que tuvieron que dar para escapar.

Los dos últimos días que pasamos en Arrechabalarre fueron placidos y tranquilos, pues no tuvimos que temer lluvia ni movimientos. Los nacionales, que habían ocupado el Bizcargui, y que resistían los numerosos contraataques de los gudaris, no perecían moverse en ninguna dirección. El comandante del batallón retiró al teniente Calleja de nuestra compañía, y lo cambió, desgraciado cambio, por el intendente. Un tal Tomás Saro que parecía y era hombre poco belicoso, despreocupado, y más aficionado a cantar tangos que a mandar su modesta unidad. Juzgando además el comandante que aún no teníamos bastante entretenimiento nos envió un mortero Valero del ochentaiocho. Nadie lo sabía manejar, ni aún el oficial que vino acompañando a la magnífica pieza. Mateo se puso a darnos instrucción de mortero, se hizo un lío, lo armó, no lo podía desarmar. En fin un trasto más a reposar durante los viajes en la camioneta de la plana mayor al lado de las cacerolas y de nuestra única ametralladora, a la que jamás vi entrar en fuego.

El teniente Aedo se entretenía en beber lo que buenamente podía. La misma tarde antes de nuestra partida se presentó en nuestra chabola reclamando para su sección más coñac del repartido. Decía que la plana mayor se llevaba aún más ración de la que le correspondía. Se le demostró cantimplora en mano que sucedía todo lo contrario, y el hombre se marchó satisfecho en su espíritu de oficial cuidadoso de la ración de sus hombres. Lo que no tendría nuestro héroe tan satisfechas serían sus fauces insaciables de bebedor en grande.

Aquella noche en la chabola de la plana mayor, y para invitar al recién llegado teniente Saro, cuya magra figura ocupaba bien poco sitio en la chabola de su sección, y en el parte de guerra llevaba camino de ocupar menos aún, animado el comisario Florentino por la presencia del capitán ayudante Firvida viejo amigo suyo, y animado yo por unos tragos de coñac demasiado profundos, se me oyó por soleares y por saetas, algunas de demasiada unción litúrgica. Tanto esta parte lírica, como otra parte verbal o verborreica en que comencé hablando de política, y acabé poniendo por las nubes a su santidad León XIII, hicieron reír a mis discretos circunstantes a pesar de la peligrosidad del tema, que hubiera podido dar al traste con mi existencia en este mundo. A las autoridades político-castrenses que me escucharon debo yo quizás la vida, o el evitar un disgusto severísimo. Su bondad natural y su buen humor fueron las circunstancias que utilizó en mi preservación la divina providencia. Por lo demás la reunión terminó en paz y alegría, y yo concilié el sueño después de descargar mi estómago del coñac ingerido en exceso, que era como descargar mi conciencia de haber bebido mi ración de coñac y algunas raciones más que no me habían sido adjudicadas.

A la mañana siguiente comentando con Peso y con José Luís el oficinista la noche anterior me aconsejaron prudencia en las conversaciones, y me instaron a que huyera a las tropas nacionales tan pronto como tuviera ocasión. Agradecí mucho la noble franqueza de ambos, jamás la he olvidado. Por mi parte les hice saber que tal cosa era mi más ardiente deseo. Y en plan de confidencias mientras comíamos una lata de anchoas, que abrió José Luís, hicimos cábalas y proyectos basados en la esperanza, y gastamos bromas a Peso, propuesto por el comandante para sargento de documentación, que era en el ejército republicano el equivalente al brigada del ejército nacional.

El día siguiente y bajo un sol magnífico pudimos por la mañana presenciar otro contraataque al Bizcargui, jaleado por oficiales, comisarios y soldados, y terminado en desbandada como los anteriores. Otro grupo de soldados acabó de cubrir el techo de la chabola hasta hacerlo impermeable. Yo me puse a lavar una camiseta en un regato de agua cristalina, sin más resultado que remover la arena del fondo del manantial, y convertir mi camiseta casi blanca antes de lavarla en una prenda marrón, que de no haber hecho yo el intento, no la hubiera conocido. Desde entonces renuncié al lavado de mi ropa con medios propios, en vista de mis pesadas e involuntarias cualidades de tintorero.

A medio día el sol se nubló y comenzó a llover. Más de una hora empleamos, mientras nos calábamos hasta los huesos, en repasar toda la heterogénea techumbre de nuestra chabola. El capitán nos interrumpió la labor para anunciarnos que había orden de marcha. En media hora se cenó bajo techado, se preparó la impedimenta, y formamos bajo una lluvia torrencial una fila poco airosa, que se dispuso con rapidez a abandonar aquel pintoresco pinar. Lo dejábamos con regusto de nostalgia y presentimientos de nuevas e inquietantes aventuras. Entristecía el trance la lluvia pertinaz y lo resbaladizo del terreno. Fue un martirio descender hasta Lezama varios kilómetros de aquellas veredas pendientes, que hacían el tránsito muy trabajoso, y que costó no pocos resbalones.

Al fin llegamos a Lezama, es decir al comienzo de la carretera en construcción que nos encontramos a la subida. Nos guarecimos bajo unas tejavanas, otros se metieron en un caserío de enfrente, en donde un perro sujeto por una cadena enronqueció de ladrarnos, tal vez de conmiseración. Los ánimos estaban alegres no obstante, se charlaba, se reía, y hasta se cantaba. Guarecido en la tejavana presencié la alegría de los que con el canto mataban tristes presentimientos. Y una jota navarra, espléndidamente cantada, rasgó el ambiente: – La Virgen del Puy de Estella, le dijo a la del Pilar, si tú eres aragonesa, yo soy navarra y con sal – Oficiales, comisarios y soldados se entusiasmaron ante la bella y fuerte voz del cantor. Yo también me conmoví de entusiasmo, no tenía nada que temer; tampoco mis saetas debieron herir a nadie, y pude sentirme aliviado de un gran peso.

Yo no fui a la estación, como siempre se me ordenó ir en el camión de la plana mayor. Era casi de noche cuando pasamos por Lezama, allí nos detuvimos unos minutos para saludar al teniente Calleja. Al emprender la marcha nos arrellanamos entre cajones, mesas, cacerolas, la famosa ametralladora y el mortero a medio desarmar. Mis compañeros iban relativamente cómodos, yo no iba tan bien instalado. Al subir por segunda vez al camión metí un pie en una gran cántara de leche, que hizo vanos mis esfuerzos por sacar de ella mi pierna derecha. El movimiento del camión me fue enterrando cada vez más entre cacerolas y cántaras, con gran apuro mío y con gran hilaridad de Peso y José Luís, que tuvieron distracción durante el corto viaje.

 

Munguía

A la media hora llegamos a un pueblo grande de calles espaciosas y bonitos edificios, era Munguía. Esto nos lo dijo una benévola mujer a quien preguntamos desde el camión. Antes le hicimos la pregunta a unos gudaris que había por allí, unos nos contestaron que era Vitoria, otros nos dijeron que íbamos al quinto pino, y así otras inconveniencias por el estilo, a las cuales ya estábamos más que acostumbrados. Nos apeamos del camión, ignoro como pude yo sacar mi pie de la cántara, y entramos en un gran edificio que resultó ser un frontón. Al poco rato llegó la compañía y el resto del batallón. Algo más tarde y tendidos por los rincones dormíamos los más. Se nos despertó cuando apenas llevaríamos una hora durmiendo. El capitán nos mandó levantar para de nuevo a emprender la marcha, no podíamos pasar la noche allí. Molestos, casi adormilados, y muy de malísima gana subimos al camión. Las compañías irían a pie hasta su destino. Cuando salimos de Munguía la camioneta tuvo que pasar sobre el puente con todas precauciones. Unos trabajos, al parecer de perforación en diversos puntos de su estructura, ocupaban a un grupo de soldados de ingenieros. A nuestras preguntas contestaron a regañadientes que colocaban minas. Me dio pena del puente, estaba recién construido. No puedo olvidar el efecto deprimente que me producían semejantes destrucciones de fría ejecución.

A los pocos minutos vimos como la carretera moría en una explanada en cuyo perímetro se asentaban dos caseríos. Allí nos apeamos todos. Rápidamente quedó descargada la camioneta, y cocineros y oficinistas se durmieron sentados en el porche del caserío. Yo más resistente al sueño quedé despierto, unas veces sentado y otras deambulando por allí. Era de madrugada y llevaba varias horas aburrido cuando subió nuestro batallón a las posiciones pasando por delante del caserío. Serían las seis de la mañana cuando amanecía. Los cocineros comenzaron a armar las cocinas y a encender sus fuegos. Los habitantes del caserío empezaron a asomar por las puertas y ventanas con aire receloso y de asombro, ya que no esperaban allí tantos huéspedes. Me vendieron un cuartillo de leche que, con el café que hicieron los cocineros y una ración doble de pan que traía Peso, nos sirvió para desayunar muy a gusto. Lavando los platos estábamos cuando un batallón bajó de la montaña. Eran asturianos. Venían sucios, rotos, con la cabellera y la barba descuidadas, y sus pasamontañas rusos llenos de grasa. Aquella decepcionante caravana pasó en silencio, y a nuestras preguntas de si había trincheras allá arriba, nos contestaron con la mayor seriedad: – No hacen falta, para el tiempo que vais a durar allí –

“Allí” era un monte de unos ciento cincuenta metros, con manchas de pinar y lomo redondeado, que se llamaba Cabañas de Maruri. En sus faldas y aún en su cima se levantaban pintorescos caseríos. Todo pude verlo a la luz del sol que pugnaba por asomarse por detrás del Jatamendi. Y por detrás de Cabañas de Maruri se asomaban, cada vez con menor cadencia y en mayor número, disparos de la artillería nacional, que comenzaron a caer en nuestro derredor. Allá en la cumbre el fuego de fusil y de armas automáticas se hacía cada vez más denso, más extendido, y más intranquilizador. Hacia nuestras espaldas la artillería quiso hacer fuego de contrabatería. A la media hora tuvo que callarse, so pena de ser destruida por la adversaria, cuyo fuego a la vez que el de las armas pequeñas iba haciéndose cada vez más frecuente, especialmente en la contrapendiente de Cabañas de Maruri y en una loma alargada, Gondramendi, cuya vertiente caía tan cerca de Munguía que solo la separaba el río.

Cuando el desayuno de café con leche fue embarcado en unas acémilas cazadas yo no se donde, y la munición en semejante transporte, me cargué mi bolsa de socorro y detrás de los acemileros me dispuse a subir a la posición. Al mismo tiempo que nosotros tomó la vereda ascendente un sargento de otra compañía caballero en un pollino, al que contrarió a su querencia. Subía muy a disgusto la vereda contrariando además a su jinete, cuyo bastón iba y venía sin grandes pausas ni miramientos sobre las ancas del desgraciado asno. Muy molesto debía andar el jinete con su jumento, a eso atribuimos nosotros el hecho de que ensimismado en su cabalgata ni nos contestase siquiera, cuando le preguntamos si el camino que llevábamos era bueno para ir a la posición. También pudo suceder que se contagiase de algunos gudaris.

Como supusimos que el sargento conocía el camino nos lanzamos tras él, y en mala hora. Como iba montado se metía por zarzales, regatos con agua hasta media pierna, y otros accidentes del terreno. Nosotros por no perdernos vadeamos pacientemente, y saltamos todo lo que tuvo que saltar el pollino en cuestión, que cada vez andaba más despacio. A cada impacto de artillería y eran muchos que estallaba en nuestro derredor, las acémilas se soliviantaban, y alguna de ellas se acostó. Dios sabe lo que costó el ponerla en pie, sin que padeciera el desayuno de nuestros soldados. De pronto el asno, que ya he dicho que iba aminorando su marcha, tomó por un sendero a la derecha que conducía al valle. Nosotros, que nos habíamos orientado algo, seguimos arriba por el sendero principal. Fueron inútiles los gritos y los palos del sargento, y nos quedamos a ver en que quedaba todo aquello, pues la cosa no era para menos. Vimos al burro caminando impasible pese a su jinete, le vimos desaparecer detrás de un seto de cierta altura, oímos tras el seto garrotazos y voces, y seguimos en espera. Súbitamente escuchamos un juramento lanzado a voz en grito, un ruido de ramas, un chapotear confuso, y el burro que corre sin jinete cuesta abajo hacia su querencia del valle. Las ramas del seto se entreabrieron dejando ver al chasqueado sargento sacudiendo el fango de su ropa y poniéndose trabajosamente su prenda cubrecabezas. Su cara estaba roja de furor en las partes sin barro, y su boca era un torrente de juramentos y blasfemias.

Aguantando la risa tomamos presurosamente el camino de la cumbre temiéndole a las iras del sargento. Los impactos de artillería nos ponían en serio peligro por su abundancia, notamos sin embargo que la loma más castigada seguía siendo Gondramendi, por lo que juzgamos que sobre ella iría a converger el próximo ataque o el principal al menos. Un poco alarmados por el fuego de artillería y algunos rebotes de fusilería, que sonaban en nuestros pies, buscamos refugio en un viejo caserío cerca de nuestra posición.

No encontrándonos aún seguros continuamos la subida hasta llegar cerca de nuestra compañía, una de cuyas secciones ocupaba la posición de primera línea. Allí en otro caserío me paré a descansar mientras los enlaces seguían caminando hasta la posición, para que no llegara el café más frío de lo que iba. En la tejavana del caserío dormía una buena cogorza el comisario de la segunda compañía medio tumbado en un poyete. Dos tenientes de ametralladoras festejaban a dos bellas habitantes del caserío, solo recuerdo a uno de ellos Torrontegui joven y simpático que era muy aficionado a las faldas. Su capitán el de ametralladoras, tan desentendido del combate como sus oficiales, dormía plácidamente en otro poyete, acompasando sus ronquidos con los del beodo comisario aunque en tono menor. Yo completé la escena dando saltos debajo de un cerezo hasta que conseguí algunas cerezas no maduras, que el hambre de la cuesta arriba me transformó en dulces y sabrosísimas.

Con este menguado alimento me animé, y después de un rato de marcha entre vericuetos me encontré con Aedo al que me presenté. Como estaba fresco me habló con amabilidad. La segunda compañía había encontrado alojamiento en un caserío próximo, la primera no tenía donde meterse. En unas cuevas a la manera de madrigueras en las que cabían dos o tres personas teníamos que dormir. La sección de Herrerías estaba en las posiciones, y Mateo y el comisario andaban por allí de un lado para el otro. No tardaron en unirse a nuestro grupo y yo me despedí. Fui a sentarme a la puerta de una cueva con Peso, con José Luís, y con el sargento Velasco. Allí esperaríamos al primer herido que pasara, el primer acontecimiento que nos sorprendiera, o el primer rancho que llegara.

A la hora aproximadamente de estar allí se oyó un ruido de motores de aviación, y a los pocos segundos teníamos sobre nuestras cabezas varias escuadrillas de trimotores de bombardeo. Hasta treinta aparatos contamos sobre nuestras cabezas. Al llegar a la vertical de Gondramendi comenzaron a descargar sus bombas en una verdadera lluvia de fuego que hacía retemblar el suelo, y hacía caer sobre nuestras cabezas pequeños trozos de la pared de nuestra cueva, cuya vibración con las explosiones cada vez más cercanas nos hacía saltar dentro del deleznable refugio como la piedra de un cascabel. Las explosiones eran tan seguidas que los intervalos eran de décimas de segundo. De haber sido más extensas las pausas hubiesen podido oírse los latidos apresurados de mi corazón, que contrastaban con la inmovilidad que el terror nos imponía a los labios que permanecían mudos, o a los ojos que apenas pestañeaban. Durante las dos horas que duró el bombardeo, y sintiendo las explosiones cada vez más próximas, tuvimos la convicción de que allí nos íbamos a quedar los más, y rogué a la providencia me contara entre los supervivientes de aquel terrible ataque aéreo.

Y así fue, después de las dos horas de barrido aéreo de los objetivos de Gondramendi y de parte de nuestra posición la aviación se alejó. Contentos nos echamos fuera de la cueva a respirar el mejor de los aires, es decir el que no tenía ya aviones. Amenazados por algún silbido de bala de fusil o de máquina automática, convinimos alegremente que después del bombardeo sufrido, nos parecían aquellos pequeños proyectiles cosas de juego.

Algunos pinares de cabañas de Maruri y sobre todo de Gondramendi aparecían con hogueras, o con grandes grupos de embudos producidos por las bombas de los aviones. Yo me dirigí al capitán para pedirle permiso de subir a las posiciones, y presenciar el combate más de cerca. Allí se encontraba con el comisario Florentino y el teniente Aedo, estaban tan ensimismados en una discusión que decidí aguardar a que terminaran. Estaba así mismo Conrado, que intervenía de cuando en cuando con prudencia en la discusión. Al agacharme al silbido de una bala, Conrado me gritó: – ¡Zeviya, no agaches la cabeza que no es nada! ¡Esto es más difícil que atorear! ¿Verdad? – Yo opté por sentarme en una piedra, que era más prudente, y aguardar que terminaran de discutir.

De pronto Florentino comentó en voz alta: – No son los nuestros, Mateo, son ellos – Y Mateo le contradecía: – Son los nuestros Tino – Y el comisario insistía: – Pero hombre. ¿No ves que vienen de allá? – No pude contener la curiosidad y me puse de pie con balas o sin ellas. Una columna numerosa de soldados, facciosos según Florentino y nuestros según Mateo, avanzaba hacia la falda oriental de Gondramendi, y otro grupo abordaba la vapuleada posición por el lado norte. Aunque venían desplegados, avanzaban sin interrupción, y el fuego que se oía hacia Gondramendi procedente de los defensores no parecía ser muy nutrido. Cuando las citadas columnas comenzaron a subir Gondramendi bastante tranquilamente, Mateo vio claro y se quedó perplejo, su conversación se convirtió en cuchicheo, y las caras de los tres oficiales comenzaron a demostrar inquietud. Yo escuché entre otras palabras la de “copado”, y me dio un vuelco el corazón de alegría y de temor al mismo tiempo. Y no era para menos la alegría el copo, que no sería resistir desesperadamente, sería mi liberación. Tampoco el temor era vano, nuestra posición iba a ser batida con ametralladora o mortero por el flanco derecho, o sea el más descubierto, y ni las balas ni la metralla respetan ideologías que tampoco podrían distinguir a un kilómetro de distancia sus disparadores.

Mateo y Florentino, que miraban con angustia en derredor suyo, comenzaron a llamar a los demás oficiales a grandes voces, Aedo, Saro, y Herrerías que venía de la posición a pedir instrucciones acudieron alrededor de Mateo, que miraba anonadado al Jatamendi a cuyo macizo montañoso, que aún nos prestaba protección como un inmóvil guardaespaldas, se volvieron los ojos de los recién llegados y los míos para no ser menos. Masas de soldados descendían de entre los pinos de sus faldas sin más uniformidad que su dirección, la de su retaguardia. Conrado dijo sin rebozo: – Son los asturianos que se retiran, dentro de una hora estaremos copados si no nos movemos – gudaris y asturianos, cuyo valor se había aireado en las columnas de los periódicos, iban a llegar a la retaguardia y en franca huida antes que nosotros, que no habíamos salido ni en las notas de “sociedad democrática” de la prensa del Cantábrico.

Conrado y Mateo dieron orden de retirarnos. Herrerías fue por su sección que estaba en las trincheras. Nosotros formamos una fila, porque el sendero nos impedía huir en masa, buscábamos la carretera de Maruri con nuestra dirección, si bien con nuestra imaginación cada corazón deseó encontrarse en el sitio que prefirió. La retirada se hizo a una especie de trote cada vez más largo. Un clavo que tenía en la bota derecha se me clavaba a cada paso que daba por aquel terreno irregular y pendiente, haciéndome ver las estrellas. Nada de eso me retrasaba, y bien sabe Dios lo que sufrí dispuesto a no quedarme atrás de ningún modo.

Los nacionales se extendían sin prisas por Gondramendi. Habían montado máquinas y hacían fuego a ráfagas sobre nosotros. En piedras y árboles rebotaban muy de tarde en tarde las balas. Estábamos del enemigo a unos mil quinientos metros, y éramos un blanco demasiado móvil para ser alcanzados ya que íbamos algo desplegados. Solo a esto y a la fortuna debimos el salir vivos aquel día, ya que la fila se abría o se cerraba según los lugares por donde pasaba. Yo iba mezclado con los soldados, pues cuando le pregunté al teniente Saro que qué hacía y con quién me retiraba, me contestó con tal contradicción y tal indecisión que preferí echar a andar detrás del primer soldado que pasó.

Las fuerzas nacionales habían ocupado en su totalidad Gondramendi. Pronto se vio flotar en la posición una bandera blanca, que utilizaban para advertir a sus aviones. El sargento Bustillo que fue quien la vio y quien nos la señaló cargó su fusil, y con el alza abatida hizo fuego sobre la bandera, que estaría a unos mil metros en línea recta. Con esto y con un ademán de amenaza con el puño cerrado, se sintió justificado ante nosotros, y se quedó tan campante de su bravura. Velasco no se conformó con esto, tomó a su pelotón y desplegándolo en orden de combate a unos cincuenta metros de nosotros y en dirección a Gondramendi comenzó a hacer fuego sobre la recién perdida posición. Nosotros continuamos bajando lentamente, y preguntándonos si las balas de Velasco con alza abatida quizás no seguirían el mismo camino anodino que las de Bustillo. A mi me dio la impresión de que en Gondramendi no se dieron ni siquiera por aludidos, pues su fuego al menos no se incrementó, de haberlo hecho hubiera sido muy difícil escapar con vida.

Interrumpió nuestra marcha la presencia de aviones de caza en cadena. A la gran mayoría de nosotros nos invadió el desaliento. Castigados o amenazados ya por tierra, la amenaza del aire constituía un castigo que nos abrumaba. Mudos de angustia nos resignábamos a todo, y nos preparábamos a soportar con la ayuda de Dios la nueva tarascada que nos amenazaba. Los aviones lanzaron unas ráfagas de ametralladora y se marcharon. Allá atrás aunque no lejos quedaba Velasco haciendo fuego como un recluta.

Cuando aún los aviones no habían acabado de marchar, y el ruido de sus motores se imponía amenazador en el ambiente, oímos un asustado cacareo y unas voces de: – ¡Que se escapa! ¡Que se escapa! – Un pollo tomatero salió corriendo hacia la línea enemiga en flagrante delito de desertar. A pesar del silbido de las balas y del ruido de los aviones, el cabo furriel de la segunda compañía salió corriendo detrás del pollo, que marchaba raudo hacia Gondramendi. El furriel, José Ecenarro, que no gozaba fama de muy arrojado, dio aquella tarde un “mentís” decidido a sus burlones compañeros. El pollo que prefería una muerte gloriosa frente al enemigo que una muerte prosaica frente a la cazuela aleteaba y saltaba en zigzag delante de su perseguidor, que casi le pisaba los espolones. Por delante de Velasco y su pelotón, que hicieron asombrados un alto el fuego, cruzaron el ave fugitiva y su obstinado perseguidor, que corriendo casi a cuatro pies estaba a punto de asirle por una de las alas. Después de ocultarse tras unos arbustos oímos un redoblar del cacareo del pollo, y este apareció debatiéndose en brazos de su poseedor, que jadeante y triunfalmente sonriente se unió a nuestro grupo. A pesar del agotamiento le recibimos con una sonrisa de regocijo burlón. Velasco, ante quien volvió a cruzar Ecenarro cuando regresaba a su base con el botín tan abnegadamente recuperado, tuvo entonces conciencia de lo anodino e inútil de su actitud, ordenó retirarse a su pelotón convencido de que el enemigo ni siquiera se había enterado de su presencia. En silencio le recibimos, mientras Mateo siempre ingenuo le ensalzaba por habernos protegido la retirada, circunstancia que le devolvió el optimismo y la convicción de que él y su pelotón habían librado de la ocupación a Cabañas de Maruri. Los ocupantes de Gondramendi, por razones que muy bien pudieran estribar en los hechos apuntados, arreciaron su escaso fuego sobre nosotros. Nosotros arreciamos la marcha, y en semidesbandada llegamos al caserío donde pasé la noche anterior. Un teniente me dijo: – Ya hemos llegado – Y yo, que tenía el ánimo sombrío, le contesté: – Y hemos nacido también hoy.

Desfallecidos de hambre, y siendo ya más de las cuatro de la tarde, nos acercamos a una olla de alubias con arroz frías y solidificadas. Solo el recuerdo daba náuseas. Ignoro quien la había abandonado. Tomé un buen plato y me di un atracón de aquel emplasto frío y repugnante para el no hambriento. Después empecé a buscar a mis compañeros. La primera compañía tenía bajas, heridos algunos y dos enlaces muertos. La segunda tenía más aún, el teniente Bolado agonizaba en una camilla delante de mí, a pocos metros otra camilla sostenía el cadáver de un sargento atravesado por varios balazos. Había más heridos entre la tropa, aunque no muy numerosos. En orden decreciente de importancia, el capitán de ametralladoras había caído prisionero con algunos soldados. Aedo que presenció su captura consiguió huir por pies, y fue quien nos lo refirió. Finalmente solo tenía importancia anecdótica, el hecho de que nuestro barbero se dejase en el monte los útiles de su oficio. Aunque en último lugar en importancia también se trataba de una baja, y de una baja que se iba a notar.

Aún me quedaba una sorpresa no agradable, mis compañeros descubrieron una gran perola de judías negras con tocino, aún caliente y apetitosa. Yo, hinchado mi estómago de aquel bodrio repugnante que tuve que ingerir, maldije mi mala suerte, mejor habría escapado sirviéndome como los demás un plato caliente de aquel apetitoso potaje recién descubierto. Cuando estuvimos todos comidos empezamos a hacer cábalas y conjeturas. Por lo pronto teníamos que unirnos al resto del batallón. Unos opinaban que si a Munguía otros que si a Butrón pero nadie tenía quien lo orientara, pues los oficiales no estaban con nosotros, habían desaparecido. Todos comenzamos a caminar por una carretera que llevaba a ambos pueblos.

Yo, que creía que sería una buena ocasión para pasarme, comencé a rezagarme y me vi solo. Ya empezaba a mirar y a buscar un seto donde esconderme, cuando me llamaron a voces por mi apellido. La sangre se me heló en las venas. A pocos metros de mi estaba el sargento Ingelmo, de la plana mayor de la primera compañía. Quería que curase a un herido que se había refugiado en una casa no lejos de allí. Muy feliz del cometido, y de verme no descubierto en mi intención, me encaminé a un caserío cercano.

Allí en una habitación, quizás la principal, había tres camilleros sin camilla, que daban ánimo a un joven soldado, que tenía su pie descalzo ensangrentado. Eran unas pequeñas heridas de metralla alrededor del tobillo, que al parecer le dolían mucho. A su lado las mujeres de la casa consolaban al herido, y le confortaban el ánimo con dulces palabras, y el cuerpo con un buen vaso de leche. Curé al herido, escuché diatribas contra la aviación nacional de labios de todos los presentes, pero en algunos la procesión que iba por dentro era muy distinta. Cuando el pie del herido que era de la segunda compañía quedó vendado, se planteó el problema de llevarlo al hospital. Allá salió un soldado a la carretera de Maruri a buscar un coche. Pasaron dos que pese a la amenaza del fusil no hicieron mucho caso al interpelante. Por fin un tercero se avino, ignoro como, a llevar al herido al hospital más cercano.

Salimos del caserío; allá quedaron las frases de lástima de las mujeres, y ante nosotros quedaba una terrible incógnita. ¿Donde estaría el batallón? Y una solución: – Muy lejos no estará, vamos sobre Butrón o Munguía, tarde o temprano lo encontraremos- En la creencia de que las tropas nacionales habían subido a Cabañas de Maruri, nos hicimos a la idea de que aquel llano estaba batido. Por ello cuando nos acercamos a Gatica el pueblo más cercano, y comenzó a cantar una ametralladora nos tiramos todos cuerpo a tierra. Un casero que nos vio, nos interpeló en tono socarrón: – Ametralladora ya tenéis ahí tirando, pero es nuestra, está en torre de Gatica –  Corridos y confusos nos pusimos en pie, y nos dirigimos al pueblo, en cuya plaza dos piezas del siete y medio “Schneider” bombardeaba el recién ocupado Gondramendi.

Como en Gatica salvo los cañones y algunos camiones y soldados desperdigados no encontramos a nadie, nos dirigimos por la carretera de las arenas en dirección a Butrón. Gatica era una aldea con una hermosa parroquia, algunas casas buenas y un chalet de estilo mediterráneo. Hermosos árboles cobijaban la plaza de la iglesia, cuya torre de piedra de sillería y de un estilo barroco muy común en Vizcaya, albergaba una ametralladora origen de nuestro injustificado temor. De allí partía una carretera a Maruri, otra a Munguía, otro ramal corto a Lauquiz, y otro a las Arenas por la cual nos dirigimos sin saber porque.

Nos encontramos unos enlaces de mono azul y a caballo, y a nuestras preguntas nos contestaron que nuestro batallón estaba en Gatica. Como veníamos de allí no les hicimos caso. Entonces nos abordó un tipo feo y de baja estatura, que nos advirtió otra vez que nuestro batallón estaba en Gatica. Montamos en cólera y le mandamos a paseo, pues nos estábamos cansando de tanta información falsa. Entonces el hombrecillo nos amenazó con hacernos fusilar por haber abandonado nuestro batallón. Ignoro quien era, le volvimos la espalda y seguimos hacia Butrón. En Butrón no había más que unos soldados de nuestra compañía de ametralladoras. Nos unimos ellos en tanto nos echábamos en un prado a descansar. Pero nuestra incertidumbre pudo más que nuestro cansancio, y salimos andando de nuevo en dirección a Gatica, para desesperados volver a Butrón en donde ya encontramos reunidos a cien de nuestros hombres. Esperaban un camión que el cartero había ido a avisar para que nos recogiera.

Admirando estaba yo con la boca abierta el castillo de Butrón cuando el camión llegó, subimos a él precipitadamente incluso unos zapadores de la brigada. Ignoro como cupimos todos. Muchos compañeros que encontramos en el camino se quedaron sin poder subir, y nosotros apelotonados en la batea, nos salvamos de un vuelco o una caída de verdadero milagro. Recuerdo que al pasar un cruce de caminos vi una pieza del quince y medio emplazada al lado de una cuneta. Era la única pieza pesada que tuve ocasión de ver en todo el frente vasco. Si hubo más yo no las vi, supongo que las habría. Al fin el camión paró a la puerta de un caserío, allí estaba casi toda mi compañía, descendí y me dieron una ración de pan y unos tragos de vino tinto.

Si este parco yantar me entonó, me desentoné pronto. Teníamos que volver a ocupar la primera línea y resistir como fuera, según dijo Aedo que estaba allí. Comenzamos pues a marchar en dirección a Munguía, a donde llegamos a la media hora. Anochecía este movido y penoso veinte de Mayo de 1937, y dimos con nuestros huesos de nuevo en el frontón de Munguía como la noche anterior. Nos tumbamos en el suelo agotados y nos quedamos dormidos profundamente. También como en la noche anterior apenas llevábamos dos horas dormidos cuando la voz de Mateo nos despertó a todos. En formación soñolienta y cansina salimos del frontón de Munguía, y carretera arriba tomamos la dirección de Gatica, a la que en veinticuatro horas habíamos arribado cuatro o cinco veces. Pero no llegamos a entrar en el poblado. A unos cien metros de su iglesia se nos hizo atravesar unos prados y llegar hasta las inmediaciones del río, que nos separaba precisamente de Gondramendi, en cuya cumbre se veían a la luz del amanecer transitar a los soldados nacionales.

Allí a orillas del río, aunque separados de este un centenar de metros, se nos hizo desplegar en guerrilla cuerpo a tierra. Cada cual se parapetó tras lo que pudo, yo que también fui obligado a acostarme, cubrí de ramas mi bolsa color naranja y me dediqué a esperar acontecimientos. Teníamos enfrente Gondramendi, a nuestra derecha Munguía, y a nuestra izquierda Maruri. Cabañas de Maruri aparecía como acurrucado a los pies del Jatamendi, lo mismo que perro que se echa a reposar a los pies de su amo. Arrechabalarre y Bizcargui, a ocho o diez kilómetros a nuestra derecha, eran puntos importantes de referencia, pues los nuevos acontecimientos los colocaban en primera línea. Y si no fuese por esto, era suficiente el recuerdo de apacibles días vividos en aquellos pinares.

Cuando el día aclaró definitivamente, el sol estaba alto y nuestros estómagos, vacíos desde las primeras horas de la tarde del día anterior, comenzaban a dar fe de su existencia, llegó un enlace con una gran cántara de leche para matarnos el hambre. Pero por desgracia venía quemada. A pesar de ello nadie desdeñó su ración, y puedo decir que nos supo a gloria a todos los hambrientos de primera línea. He de decir que, hasta que llegó la leche, entretuvimos la mitad del hambre con cuchufletas y canciones en voz baja. La otra mitad nos la quitaron las tropas nacionales, que en la cumbre de Gondramendi y dominando por completo nuestras posiciones, excavaban fortificaciones, preparaban alambradas, e instalaban máquinas mortíferas de todas clases, con las cuales y con su posición privilegiada, podían triturarnos a placer en el momento que lo quisieran.

Y sin embargo la paz y el descanso tan necesarios a nuestros cuerpos y a nuestros espíritus parecían imperar aquella mañana. Tuve la convicción, sin saber porque, que descansaríamos algunos días de lucha, de sangre, y de marchas nocturnas. Las fortificaciones de Gondramendi no parecían prejuzgar movimiento inmediato ¡Ojala fuese así!

 

Gatica

Se puede decir que el veintiuno de Mayo comenzaron nuestras jornadas de paz armada en el valle de Munguía. Aquella mañana mientras lavábamos los platos del desayuno del parco desayuno de leche tostada pudimos comprobar que no había razones para continuar cuerpo a tierra, ya que nos separaban de los parapetos enemigos unos mil quinientos metros. No así la artillería y los morteros, ya que semejantes máquinas nos tenían muy a tiro, y no digamos nada de la aviación. Este tema fue el de nuestra conversación en tanto nos refrescábamos en un cercano manantial. Y los hechos comenzaron a desarrollarse por este cariz apenas se asomó el sol por detrás del Jatamendi.

En efecto, nuestra artillería, que la tarde anterior había estado bombardeando Gondramendi, reanudó su fuego desde el amanecer cada vez con menor cadencia. El comisario Argos nos apuntó la posibilidad de ataque, y era natural considerando la posición estratégica de Gondramendi. Tanto disparó la artillería a tiro directo, que fue localizada desde Gondramendi. La artillería nacional comenzó a buscarla y alrededor nuestro comenzaron a caer granadas de todas clases, cuyas explosiones nos rodeaban, y nos obligaron a lanzarnos cuerpo a tierra al amanecer.

En esta postura, que solo es cómoda cuando se adopta a gusto, nos encontró un enlace. No sabíamos quien era ni de donde venía, pero él tenía instrucciones concretas. Se dirigió al capitán Mateo, y le dijo: que un batallón de la UGT de Bilbao iba a atacar Gondramendi, que además de las piezas de artillería, el comandante que atacaba le rogaba que ordenase a la ametralladora de la torre de Gatica hacer fuego sobre Gondramendi, en tanto su batallón se lanzaba al asalto de la disputada loma, que el propio comandante atacante haría ver por telégrafo de banderas el momento oportuno. El capitán Mateo se puso más ancho que largo al verse solicitado para un asunto tan importante. Uno de nuestros enlaces marchó a la iglesia para dar la orden de alerta. Nuestro capitán enrojecido de emoción bélica nos dijo mientras se sentaba a nuestro lado: – Con esta orden que yo he dado, Gondramendi caerá, no falla – Y quien no le asintió entusiasmado, otorgó con su silencio sus felices premoniciones.

Nuestra artillería, que en descubierto y tirando cada vez con mayor rapidez parecía buscar que la batiesen, se vio al fin batida. Los efectos no se hicieron esperar. Los disparos de la artillería nacional se fueron alejando de nuestra guerrilla con gran contento nuestro, y a los pocos minutos sobre la plaza del pueblo cayeron cuatro o cinco impactos con escalofriante precisión. Sentimos desde nuestro despliegue un poco de barullo, y notamos que nuestros cañones habían enmudecido. Un soldado de nuestra compañía, que llegó de Gatica, nos lo refirió a continuación. Una granada había reventado en las inmediaciones de las piezas, una caja de municiones había volado, y dos artilleros habían muerto. Cerca de las piezas se encontraba nuestra cocina, los pobres cocineros en cuanto se vieron en medio de aquellas explosiones, abandonaron su fogón y salieron a buen paso por la carretera de Butrón. Allá quedaba el rancho cociendo alegremente en las perolas. Fue milagroso que comiésemos aquel día. Menos mal que la artillería nacional dejó de tirar, y los fugitivos cocineros volvieron más tranquilos a sus puestos.

A todo esto un batallón subía por las faldas de Gondramendi. El comisario comenzó a palmotear de júbilo, y el capitán muy ufano corrió personalmente a decir a los ametralladores de la torre, que prepararan su flamante máquina. El batallón llegó a un caserío que había en la mitad de la subida, sin que se oyese más que algún tiro desperdigado. El comisario Argos arrojó su boina al aire y gritó: – ¡Ya han tomado el caserío! – Aunque la toma de un caserío desguarnecido no tenía interés, mi corazón y el de muchos latió con violencia. Rogué al Corazón de Jesús que tomara el mando de aquellos defensores de la loma de Gondramendi. La pérdida de aquella posición era un día, dos. ¿Cuantos quizás? Que tardaría de más mi ansiada liberación.

Los atacantes salieron del caserío desplegados y en fila, subían camino de la cumbre de la que apenas les separaban unos cien metros. El fuego de fusil y ametralladora se hacía denso y continuado. Se detenían un trecho, y las voces del “público” callaban en un silencio angustioso para todos, en los que podían escucharse los latidos fuertes y rápidos del corazón. Un enlace llegó jadeando para rectificar una orden. La ametralladora de la torre de Gatica, que no había sido requerida, batía con su fuego recién empezado más bien a los atacantes. La orden se refería a Maruri cuya iglesia tenía otra máquina en su torre, esta última era la que debía disparar. El capitán Mateo un poco corrido dio la contraorden, y seguimos en ansiosa expectación del ataque.

La cumbre de Gondramendi formaba desde nuestra perspectiva al menos una especie de meseta, a ella llegaron los atacantes. El comisario y Mateo batían palmas diciendo: – ¡Ya retroceden los facciosos! – Peso, José Luís y yo con expresión hierática en el rostro pero presos de una gran ansiedad y con la lengua seca pedíamos a la Virgen de Begoña que iluminase y diese valor a los defensores. Cuando los atacantes irrumpieron por la horizontal de la loma, y los oficiales aplaudían viendo ya el final feliz, dos explosiones de bombas de mano aclararon las filas de los asaltantes. Más explosiones de bombas de mano, y la fila de  atacantes vuelve las espaldas y retroceden monte abajo. Mateo y el comisario dijeron, mientras barbotaban juramentos: – Ya retroceden los nuestros. ¡Que lástima! – De pronto de la fila de los que retrocedían, tres hombres se lanzan de nuevo sobre la cumbre. Los parciales que nos rodeaban volvieron a sus voces: – ¡Tres valientes que suben! ¡A por ellos! – Y una explosión de bomba de mano que deja en tierra a uno de los tres osados. Silencio en los espectadores, el caído es transportado por sus dos compañeros que se han portado como valientes sin paliativos. Y la fracasada cohorte bajó más que deprisa Gondramendi, despedida por el fuego de las ametralladoras de los defensores. Aún se introducen en el caserío de la falda a reposar, a intentar de nuevo el asalto o tal vez a atender sus heridos. Sobre el tejado de la abandonada vivienda una explosión, que lo destroza en parte, hace saber a los vencidos, que su situación en ella no va a ser nada de cómoda, y la abandonan sin dilación tomando el camino de Maruri. Al cuarto de hora pasaron por Gatica deprimidos y agotados, cuando les preguntamos por fórmula que como les había ido, nos contestaron: – mal, muy mal –

Cuando comimos aquel mediodía, supimos que las cocinas iban a ser asentadas a un kilómetro a retaguardia en la carretera de Butrón. Los cocineros respiraron, y al atardecer ocuparon alborozados su nueva instalación. Por desgracia su felicidad no fue completa, un enlace me contó que una batería asturiana del siete y medio se había instalado a unos ciento cincuenta metros de las nuevas cocinas con gran consternación de los cocineros, que se veían perseguidos por la artillería propia, apenas mudaban de refugio. Más que miedosos tengo la impresión que querían cocinar tranquilos. Todavía pude saber aquella tarde, que los cocineros habían decidido trasladar la cocina a otro lugar más apartado. Desde luego tardaríamos en comer caliente al paso que íbamos.

Aquella tarde empezaron a fijarse nuestros alojamientos. La comandancia se instaló en la carretera de Butrón, a un kilómetro de la primera línea y cerca de la cocina. El practicante Martínez instaló su botiquín en la torre de la iglesia de Gatica, fiando en su sólida sillería. A la sección de morteros le tocó una casa bastante mala. Y nosotros fuimos instalados en un caserío dentro del pueblo, y cercano a la línea de fuego. Si mal no recuerdo el capitán me dijo que se llamaba Sertuche. Las demás compañías se acomodaron aproximadamente en nuestras mismas condiciones.

Dejando mi impedimenta en el caserío me fui a las avanzadas a ver que pasaba allí. Mis compañeros continuaban a la orilla del río lanzando bombas de mano para pescar. En Gondramendi los soldados nacionales no se ocupaban gran cosa de los ruidosos pescadores. Por otra parte estos no tuvieron tiempo de llamar demasiado la atención de sus adversarios, ya que una fuerte lluvia que se presentó de improviso obligó a todo el mundo a guarecerse donde pudo. Con un soldado de mi compañía de bastante más edad que yo, y metidos en una especie de madriguera, estuve contemplando la puesta a punto de las fortificaciones de Gondramendi. Trincheras y alambradas defendían los parapetos de la citada loma, y fácil era suponer, que si fue imposible tomar la codiciada posición el primer día, más imposible aún les sería recuperarla ahora, que estaba rodeada de buenas fortificaciones. Y los mandos debieron entenderlo así, porque no atacaron más a Gondramendi.

El día terminó pasado por agua. Cenamos un arroz con sebo casi frío, para lo cual hicimos cola bajo una lluvia torrencial, pues al capitán se le ocurrió que hiciésemos la vida fuera del alojamiento, y tuvimos que aguantar incólumes el aguacero.

Al día siguiente nos estorbaron los soldados nacionales una aguada, que el capitán nos mandó hacer en el río. El estorbo no fue mucho, ya que los parapetos estaban distantes. La segunda noche la pasé mejor. Los oficiales tuvieron la deferencia de cedernos a Peso, José Luís y a mí una pieza en la planta baja, donde bien relleno el suelo de paja pasamos la noche muy apacible y muy cómoda, dentro de la incomodidad de la vida de campaña.

Ya por la mañana, cuando después de desayunar estaba en manos del barbero, aparecieron dos escuadrillas de trimotores en dirección a Butrón. A mi no se me quitó la angustia de encima hasta que no cruzaron sobre mí, pero el barbero conservaba aún la angustia, y me la acabó de contagiar cuando vi su mano temblorosa, y la sentí deslizarse sobre mi cuello en un inseguro y peligroso manipular. He de añadir que ignoro donde pudo agenciarse nuevos utensilios, desde que los perdió en Maruri.

La doble escuadrilla, que volaba hacia Butrón, al llegar a la altura de la comandancia descargó sus bombas de improviso, y casi al mismo tiempo todas, en un lugar a la izquierda de la carretera a la manera de ondulación suave del terreno. A pesar de hallarnos a un kilómetro o así del lugar del ataque, toda la casa retembló por la violencia de los impactos. Nuestro primer pensamiento voló a la comandancia, o a la mala suerte de nuestros prudentes cocineros. Cuando llegó la comida supimos por el furriel, que el ataque había sido lanzado contra una batería de artillería no lejana, y que en las cuarentaiocho horas antes había hecho algunos disparos. Las piezas y los sirvientes habían logrado escapar con vida, pero el camión de las municiones había volado. La casa donde había estado la cocina veinticuatro horas antes había sido destruida. Frente a ella había sido alcanzada una casa donde había un puesto de sanidad, algunos sanitarios habían perecido así como parte de los vecinos. Un niño pequeño fue sacado ileso de su cuna media cubierta de escombros. En fin, tanto la comandancia como la cocina habían quedado intactas. Y todo esto en dos minutos o quizás menos de bombardeo. Todos nos felicitamos del acierto de los cocineros cuando abandonaron su segundo alojamiento, a causa de la proximidad de un objetivo tan atrayente como una batería.

Por la tarde llegó el batallón de zapadores de la brigada. Una sección fue destinada a nuestra compañía. El teniente de la sección y Mateo anduvieron hablando, y al anochecer en lo alto del terraplén que terminaba en el río a unos cien metros de la orilla y a unos cincuenta de nuestro caserío fueron instaladas las trincheras de nuestra unidad. La sección de guardia las estrenó aquella noche. El capitán Mateo las juzgó inexpugnables.

La escasez de alimentos dio lugar a que se recurriera al sistema del saqueo en regla de todas las viviendas colindantes, habitadas o no. Este sistema de saqueo, conocido bajo el pudoroso nombre de requisa, lo capitaneaba el sargento Bustillo. Las noches de Gatica eran abundantes en sorpresas. Desde el anochecer, en que recién cenados salían Bustillo y sus hombres a recorrer la tierra de nadie, hasta antes de la media noche en que regresaban duraba la exploración de los requisadores. Desde terneros y reses lanares en dos o tres noches consecutivas, hasta un cerdo y una hermosa pareja de bueyes suizos, toda una gama de reses de carne aparecían por nuestro alojamiento. No hay que decir lo que mejoraron nuestros ranchos con dos o tres filetes asados por barba en cada uno de ellos. No hubo en todo el frente otra unidad más abundantemente alimentada que la nuestra. Una de las veces que estuve en la cocina, cuando el segundo de los infelices bueyes estaba en canal pendiente de una garrucha y escribiendo en el suelo con su armónica cornamenta, recibí permiso de los cocineros para cortar de la canal cuantos filetes apeteciera, y asarlo a mi voluntad en las brasas. No hay que decir que abusé de tan benévola tolerancia.

Cuando la requisa se refería a objetos no alimenticios el afán de robar no tenía el lenitivo del hambre, y presentaba aspectos francamente repulsivos. Cuando lo requisado era material de cura encontrado en casas abandonadas por sanitarios, el mejor aspecto de la requisa, pasaba a engrosar mi no muy abundante parque. Otras veces Peso y yo hacíamos incursiones por casas abandonadas. Para aumentar nuestras comodidades domésticas nos trajimos una colchoneta, una silla, y de casa del cura párroco, muerto, preso, fugitivo, o quizás capellán de gudaris, me traje unas medallas y un devocionario, que me acompañaron amorosamente velados durante toda la campaña. En la requisa de hortalizas de los prados colindantes hubo un día en que no estuve afortunado. Me encargaron que trajera unas cebolletas para la comida. Yo arranque lo que mejor me pareció que lo eran. Cuando acompañando al bocado de arroz o lentejas Florentino el comisario le pegó al bulbo que yo le traje la primera dentellada, la tuvo que escupir más que aprisa, por tratarse de ajos verdes aún, que le pusieron furioso por mi poca experiencia hortícola.

Una noche trajeron, yo no sé de donde, un aparato compuesto de una brújula y un anteojo. A la luz de un candil Mateo, Florentino y dos oficiales se pusieron a hacer conjeturas. Cuando más solemnemente explicaba Mateo su autorizada opinión sobre el particular, le interrumpió Aedo diciendo que aquel aparato era de hacer salsa mayonesa. La explosión de carcajadas ante las palabras del bromista fue inevitable. Mateo nos mandó a todos a paseo, y envió el aparato a la comandancia con un enlace.

El contrapunto a estas apacibles escenas lo ponía la artillería nacional. Una o dos veces al día nos castigaba con una serie prolongada de disparos sobre Munguía, sobre Gatica, y sobre las carreteras de Butrón y de Maruri. Buscaban emplazamientos de artillería, y además entorpecer el tráfico. No parece que lo consiguieran pues los servicios se desarrollaban con normalidad, aunque conductores, enlaces y cocineros pasaban un sin número de sobresaltos. Las posiciones de Jata y Gondramendi, que dominaban nuestro campo como desde un balcón, les permitía dirigir sus tiros a placer.

Una tarde el comandante discurrió ordenar a nuestro mortero, al fin en manos expertas, que hiciese fuego sobre Gondramendi. Fuese por esta razón o fuese por decisión de su alto mando, lo cierto es que la artillería nacional comenzó a batir Gatica. El fuego se inició después de la cena y recién anochecido, y se prolongó seis angustiosas horas hasta bastante después de la media noche. A pocos metros de nuestro caserío y rodeándolo, se sucedieron hasta cincuenta explosiones. Fue un prodigio que no resultáramos alcanzados. Peso y yo permanecimos tranquilamente acostados. Oficiales y soldados, preparados para lo que hubiera, se paseaban nerviosos por el caserío. Aedo hizo un encomio de nuestra sangre fría, señal indiscutible de que no reparó en la procesión que teníamos por dentro, y que disimulábamos con actitudes serenas, o con dichos y risas de timbre no muy claro. Cuando acabó el fuego pudimos enterarnos de que no había bajas, solo el techo del caserío de ametralladoras había sido arrancado por una explosión felizmente no sangrienta.

A la mañana siguiente me dio dos sustos la artillería. Uno por la mañana llegando a la comandancia, a pocos metros de mi cabeza reventó una granada de metralla, como de costumbre me lancé a una cuneta y llegué sin novedad a mi destino. Por la tarde y a pocos metros de la Iglesia, pasando casi junto a la casa de morteros frontera a la carretera, dos proyectiles estallaron a pocos pasos de mí. El comisario y el furriel rivalizaron conmigo en el rápido cuerpo a tierra. Una de las granadas incendió una pequeña casa cercana, otra penetró por un balcón de la casa de morteros y reventó dentro. Cuando nos pusimos en pie el pobre furriel se había arañado la cara y las manos al dar con estas en el suelo a toda prisa. Mientras Florentino y yo comentábamos con risas estas circunstancias, vimos que de la casa de morteros ya ardiendo, salió un grupo que subió a un coche ligero que pasaba por allí. Nos precipitamos a la comandancia, y allí vimos a un compañero de morteros con una herida de metralla en la cadera, al parecer poco profunda. Nuestro compañero se mostró sereno y hasta valiente durante toda la cura, que le hizo nuestro teniente médico. La ambulancia del sector lo llevó a la retaguardia cuando anochecía.

Antes de salir el chófer de la ambulancia nos contó noticias de Calili, que había desaparecido desde el Jatamendi, y del que ya ni nos acordábamos. Más comodón que los demás, bajó de Cabañas de Maruri en un borriquillo. Debió caerse, pues el chófer contaba que lanzaba lastimeros alaridos a causa de un pie torcido. Fue evacuado al hospital, donde descubierta la teatralidad de Calili lo enviaron al batallón disciplinario, “indisciplinario” según Mateo.

Había en Gatica un chalet de estilo mediterráneo, cuya existencia ya he mencionado. En su puerta principal había un papel blanco clavado con tachuelas, tenía dibujada con lapicero de color una bandera norteamericana de ejecución no muy afortunada. Debajo el nombre de la dueña y la advertencia de que la citada vivienda se hallaba bajo el pabellón americano, por ser su propietaria viuda de un súbdito filipino. Hasta entonces solo me había llamado la atención en el citado inmueble la bandera americana y su estilo arquitectónico discrepante del ambiente.

Cuando llevábamos en Gatica aproximadamente siete días, me avisaron una mañana para que fuera al chalet en cuestión, se trataba de asistir a una enferma. Yo pregunté si no podría ir otro por mí, a lo que el soldado que me avisó me contestó que ya habían ido y querían que fuese yo.

En el interior del edificio me encontré con una señora anciana, delgada y amable, que me saludó con exquisita cortesía. Le acompañaba otra señora joven con un chico pequeño en brazos, que también me saludó gentilmente, y cuatro muchachas jóvenes y bellas, dos de ellas parecían las señoritas de la casa, las otras dos parecían actuar como sirvientas. Esta al menos era la apariencia, pues el soldado me presentó a la señora anciana, a la joven señora y a las dos chicas jóvenes, eludiendo la presentación de las otras dos. Omisión que no fue ampliada por la dueña de la casa. La mayor de las señoritas estaba sentada en una butaca, tenía un pie descalzo y vendado, que apoyaba en una silla baja. La menor tenía unos ojos negros lindísimos, un cutis muy blanco y una vivacidad de ademanes muy atrayente.

Sentado al lado de la mayor de las señoritas, la que necesitaba mi modesta ayuda, se me explicó que hacía cinco días y cortando leña, se había clavado en el dorso del pie derecho una astilla de gran tamaño. Un inexperto al intentar tirar de ella la había roto, quedando introducida debajo de la piel la porción mayor, y sin que desde la herida de entrada se percibiese extremo alguno para poder asirla. A fuerza de tijeretazos cada vez más dolorosos, que provocaban gritos ahogados de dolor, y que me trastornaban el ánimo de conmiseración e impaciencia, consigo exteriorizar un trozo de astilla cuando estaba a punto de abandonar el intento, al menos sin anestesia. Con unas pinzas logro extraer el cuerpo extraño, recibido por los circunstantes con emoción y gratitud. Es una astilla de tres centímetros de larga sucia e irregular, solo de modo providencial podrá salvarse de complicaciones. Lo hago saber discretamente por no alarmar a la señorita, y todos tácitamente confiamos en Dios.

Después de curada y vendada lo mejor que pude, nos sentamos eufóricos y confiados. Hay ganas de interesarse por mi persona, modesto benefactor que mis agradecidas interlocutoras titulan nada menos que de providencial. Y enhebro un corto relato tantas veces repetido: – Soy sevillano. Para premiar mis padres la feliz terminación de un brillante curso en la Facultad de Medicina de Sevilla, me enviaron a veranear al Valle de Carriedo, lugar donde nació mi padre. Llegué a aquella preciosa comarca el día dos de Julio del año pasado. Desde el dieciocho del mismo mes, en que quedé aislado de Sevilla, ignoro lo que ha ocurrido en ella, supongo que nada malo. Me acompañó en el viaje una hermana de mi padre, que acostumbraba a pasar el verano en el mismo lugar. Me llamaron la quinta y aquí estoy, vivo y sano, gracias a Dios, y añorando a mis seres queridos y a Sevilla –

El relato conmovió a las agradecidas mujeres, que me preguntaron mucho por Sevilla. La dueña, filipina por su matrimonio, me explicó: – Usted es paisano de Rein Loring, este aviador llegó hace años a Manila y se le hizo un recibimiento muy cariñoso – Yo repliqué que ignoraba que Rein Loring fuese sevillano, pero que lo recordaba por la prensa, las fotos y los detalles de su viaje.

Doña Julia, tal era el nombre de la bondadosa señora, me volvió a preguntar cosas de Sevilla: – La patrona de la ciudad es la Virgen Macarena. ¿Verdad? – Y yo le expliqué: – No señora, la patrona de la ciudad es la Virgen de los Reyes, cuya devoción data de la conquista de la ciudad por el Rey San Fernando – Y doña Julia volvió a interesarse amablemente: – Entonces la Virgen Macarena es la patrona de los gitanos. ¿Verdad? – Y yo le rectifiqué, muy feliz de evocar a Sevilla: – No señora, los gitanos tienen tantas patronas como lugares habitan, como nos sucede a los españoles – Tuve la fortuna de que la gentil dueña de la casa me insistiera: – ¿Hay muchas sevillanas que se llaman Macarena? – Y yo encantado de evocar días felices me apresuré a informarle: – Muy pocas doña Julia, Macarena es un nombre poco popular, su advocación real es Nuestra Señora de la Esperanza, y este nombre sí que lo lucen muchas paisanas mías – Y por este estilo se prolongó la conversación un rato, que me pareció muy corto. Eran cerca de dos meses sin  encontrarme en una reunión tan amable, era justo y natural que se me hiciese muy corto el gratísimo palique.

Por la tarde vuelvo a la casa, entro en ella para interesarme por mi paciente, y además para disfrutar de la amabilidad de aquella familia, en cuya situación hay una penumbra, que solo alumbran los ojos negros y brillantes de la más joven de las señoritas, como dos azabaches que tuviesen alma. Me trajeron un vaso de leche a mi llegada, y después de este sabroso obsequio, hablamos de la guerra, de la situación del frente, y de nuestro futuro destino. Yo que creo  estar más enterado tomo la palabra: – Estamos al pie del Jatamendi, pero el puesto más avanzado que tenemos es Baquio – La menor de las señoritas me interrumpió con viveza: – Baquio no, Baquio ya esta tomado – Yo me sonreí gratamente estupefacto, la joven se interrumpió confundida y se ruborizó graciosamente. Mi paciente nos miró alternativamente un poco violenta. Entonces yo las tranquilicé: – Hablen sin temor, pueden fiar en mí, que soy como cualquiera de ustedes, gracias a Dios – Y la señorita mayor me hizo un doloroso relato, que acongojó mi alma y desahogó la suya: Le apreciamos a usted mucho y queremos contarle todo. Somos de Munguía, y hemos sufrido una persecución despiadada. Nuestra familia ha quedado desecha, nuestro padre está preso en Bilbao, nuestra madre está oculta, de un hermano no sabemos nada. Nosotras fuimos encarceladas durante dos meses, nos pusieron en libertad para volver a los dos meses a por nosotras. Con lo puesto huimos a campo traviesa, y esta amiga nos ha cobijado bajo su techo y bajo su bandera. Hoy por hoy se nos cree huidas. Ignorándose nuestra estancia en Gatica, no nos atrevemos ni a asomarnos por temor a ser descubiertas. Y si usted providencialmente no nos hubiese ayudado, no se lo que nos hubiera sucedido, pues todos los médicos nos conocen. Era de temer que alguien, voluntaria o involuntariamente nos hubiese descubierto a los milicianos. No exageramos al pensar, que ni llovido del cielo hubiese usted entrado mejor en esta casa.

Yo entonces hice referencia a los cocineros de la segunda compañía y a algunos enlaces, que entraban con toda libertad en la casa. Doña Julia me explico: – Sin estos soldaditos de Santander hubiéramos muerto de hambre, se han portado con nosotras del modo más caritativo. Son buenísimos – La conversación se interrumpió, acababa de entrar el teniente de la sección de ametralladoras, que ocupaba la torre. Se sentó con nosotros sin siquiera mirarme. Era delgado, lacónico, con la nariz un poco larga y el mentón algo recogido. Esta cara de pájaro, como vulgarmente se llama, la acentuaba nuestro héroe con su aire taciturno, muy común en aquellos días en todos los oficiales, que tenían de su difícil futuro un concepto lógico. Estuvo un rato sentado, habló con sus subordinados, lanzó un par de tacos  durante su diálogo, y se despidió al marcharse con un gruñido.

Nosotros nos quedamos tan anchos y descansados, que las sirvientas trajeron un parchís, y jugando amigablemente, o mejor dicho perdiendo yo muy a gusto, llegó el crepúsculo y la hora de la cena, en la que me despedí hasta el siguiente día.

Nadie me echó de menos en la compañía durante mi ausencia de toda la tarde, salvo unas bromas de Peso, y una alusión del comisario Argos respecto a la “casa facciosa “, nadie me dijo nada. Incluso los que dijeron no se cuidaron de insistir.

Al día siguiente al atardecer volví de nuevo a curar a mi paciente, a la que encontré, gracias a Dios, muy mejorada, pues no tenía complicaciones. Nos interrumpió la partida de parchís un conjunto de fuertes explosiones, que parecían producirse en el cielo. Nos precipitamos a un mirador. Sobre Gatica, lo mismo que dos días antes sobre Munguía, una batería nacional hacía fuego rápido con granadas de metralla. Estallidos en forma de nubes rojas salpicaban el cielo azul y rosa del atardecer. Sobre nuestras cabezas reventaron en uno o dos minutos cuarenta o cincuenta proyectiles de los llamados “shrapnel”. Ignoro como no se produjeron bajas, pues la lluvia de balines debió ser torrencial. A mi paciente le encantó el espectáculo, y lo expresaba con frases de entusiasmo. A mí me produjo el suficiente respeto y temor para no colaborar en las ingenuas y entusiastas exclamaciones de mi acompañante. Creo que hasta le rogué que abandonase tan peligroso lugar, por lo descubierto, pero ella no quiso y allí estuvo, y yo con ella haciendo de las tripas corazón hasta que cesó el fuego. Al explicarle yo el mecanismo del disparo, y como el proyectil podía caer intacto al suelo, me rogó le llevase uno como recuerdo. Y me despedí hasta el día siguiente sin comprender ni tal entusiasmo ni tal capricho.

Al día siguiente después de desayunar llegó el periódico, venía explosivo. La aviación republicana había bombardeado Mallorca, y algunas bombas cayeron sobre el acorazado alemán “Deutschland”. A consecuencia del tal bombardeo cayeron heridos o muertos algunos marinos alemanes. Como represalia la escuadra alemana había bombardeado Almería, produciendo bajas y destrozos. El comisario político Argos aprovechó la ocasión para hacer comentarios de odio y desdén hacia los alemanes, que a mí me hicieron un penoso efecto. Yo hice una defensa de los alemanes, y llegué a decir que Hitler era su libertador. Como Argos insistiera en el bombardeo de Almería y en las víctimas inocentes, yo saqué a colación un bombardeo republicano de Burgos, en el que se decía había sido alcanzado un hospital. Realmente el hecho fue una imprudencia, y quizás una inexactitud, pues no pude confirmar después el tal bombardeo. Todos los circunstantes me miraban con asombro, y Argos se quedó perplejo. Cuando enconándose la polémica llegué a decir, que los gudaris estaban organizados y eran buenos soldados, Mateo y Florentino perdieron los estribos. Aquello era demasiado para ellos, y Argos me dijo: – Si sigues hablando así, voy a tener que decirte faccioso – Mateo recalcó la frase: – No es que lo digas, es que lo es de verdad – La sangre se me heló en las venas. Por fortuna la conversación terminó en ese punto, y nadie volvió a chistar. Tuve la satisfacción de recibir muchos plácemes  a media voz de mis compañeros de batallón. Se mostraban encantados de mi desenvoltura, y se sintieron como liberados de un gran peso. Tengo la impresión de que mi prestigio personal creció entre mis compañeros desde aquel día.

La providencia me deparó una ocasión que contrapesó los remotos efectos de mi imprudencia. La moral era tan baja, que aquel acto mío en otros momentos de más euforia combativa me hubiera costado un severo contratiempo. Sin embargo la circunstancia que refiero sirvió para reforzar mi posición. La tarde de ese día recién terminado el rancho llegó a la puerta del caserío un chófer. Cuando supo mi nombre me dijo: – Ya era hora que apareciera usted, le hemos buscado por todo el frente vasco – Me dijo que era el chófer de mi tío Emilio Herrero, a la sazón cronista de guerra en el “Liberal” de Bilbao, y al cual escribí yo uno o dos meses antes. En la comandancia me esperaba sentado con el comandante y los oficiales. Me abrazó con emoción y cariño, me ofreció su protección. Hablamos muy poco, apenas media hora, pero yo me sentía feliz, y cuando se despidió, me pareció que solo segundos había disfrutado de su cariñosa compañía. Me dejó unas pesetas al despedirse, que buena falta me hacían, y vi perderse su coche camino de Butrón con tristeza infinita.

Aquella tarde el comandante me esperó para acompañarme al caserío, y Conrado me hizo pasar a su alojamiento. Hablamos de mi tío, bebimos coñac en abundancia, y cuando llegué al alojamiento de mi compañía, tuve la sensación de que yo era el amo. ¡Que lejos estaban aquellas gentes de conocer el corazón y la religiosidad de mi buen tío! En solo veinticuatro horas había sufrido dos conmociones emotivas importantes, aún me quedaba la tercera. Esta última, por su magnitud, deprimió profundamente mi espíritu, que solo pudo y supo elevarse gracias a la Fe en Dios, y en la victoria de las armas nacionales.

Fue al siguiente día, habíamos desayunado y nos habíamos aseado, cuando un enlace trajo un periódico y se lo dio a Mateo, que con avidez devoró sus titulares. El capitán dio un brinco en su asiento y nos llamó alegremente a los más cercanos: – ¡Estamos de suerte! -decía- ¡Ha muerto Mola! – Nos quedamos estupefactos. Yo de un salto me puse detrás de Mateo, que leía en alta voz los titulares del “Liberal”. Con grandes letras de alborozada redacción, el periódico citado daba cuenta del accidente desgraciado ocurrido al avión del general. A la altura de Pancorbo y en el pueblo de Castil de Peones el aparato de Mola había chocado con una elevada cota, ocasionándole la muerte. Más abajo se ofrecía a los lectores una foto del general con algunos datos biográficos. A los que lo sentimos se nos puso una cara tan larga, que los demás debieron notarlo. Florentino Argos el comisario y Mateo el capitán hicieron un elogio de su persona, a la que de modo optimista titularon de insustituible, no se si con la artera intención de hacernos hablar, o con el eufórico designio de hacer resaltar su pérdida. Quisieron esparcir la impresión de que la ofensiva sobre Bilbao no podría encontrar jefe sustituto de la capacidad del glorioso finado.

Presa de la depresión más profunda, he de confesar que durante algunas horas participé de aquella descabellada opinión. Mi amigo Peso, más enterado que yo, se encargó de confortar mi espíritu. Me convenció de que un plan de ataque ya acordado puede llevarlo a efecto cualquier jefe competente. Pronto las palabras de Peso disiparon de mi espíritu las tinieblas del desaliento. Desde luego se podía considerar una desgracia irreparable la muerte del general en vísperas del ataque al cinturón fortificado de Bilbao, esperanza firme y positiva de los gudaris y los republicanos vizcaínos. El mismo periódico en las últimas noticias daba el nombre del general Dávila Arrondo como sustituto del general trágicamente desaparecido. Peso me dijo que lo conocía, y me entusiasmó con su apología.

Cuando antes de mediodía me encaminé a la comandancia, me encontré con una sorpresa. Sentado en una silla en el porche de la casa y en mangas de camisa, el capitán de ametralladoras apresado en Cabañas de Maruri explicaba con emoción su prisión y su fuga. Los italianos lo habían apresado, lo llevaron a Vitoria, lo interrogaron allí, y lo volvieron al frente de Munguía para de nuevo interrogarlo sobre el terreno. Buscaban sin duda información práctica sobre el enemigo que tenían enfrente. Floja debió ser la vigilancia a la que le sometieron, pues aprovechando un descuido de sus poco cuidadosos vigilantes salió corriendo por pies y se presentó en las líneas de Maruri, sin que sus aprehensores se molestasen gran cosa en hacer sobre él más fuego, que el que se pudiera titular de protocolario. Por su boca supe que desde que cayó prisionero hasta su fuga, pasando por su prisión de Vitoria y su transporte a retaguardia, no había visto más que italianos, cuyos periódicos tuvo ocasión de leer. Creo que hasta nos dio algunas instrucciones sobre lectura y pronunciación italianas. Fue trasladado inmediatamente a retaguardia, y dejó entre sus compañeros una impresión de desconfianza.

Aquella noche fuimos levantados de nuestros recién ocupados petates. Un ruido ensordecedor ocasionado por un fuego endiablado de fusil y ametralladoras, acompañado por un gruñir de la artillería cada vez más intenso, obligó al capitán Mateo a tocar generala. Todo el mundo se puso las cartucheras, y requirieron los soldados sus fusiles. La impresión no era de ataque, pero aún cuando no se tratara más que de un simulacro, era indiscutiblemente un simulacro inquietante. Mateo decidió que fuésemos a la trinchera todo el mundo, y allí marchamos todos acomodándonos en el fondo de la zanja. El espectáculo parecía una verbena, a no ser por los disparos de la artillería que estallaban peligrosamente en derredor nuestro. Surcaban la oscuridad las graciosas estelas de las balas trazadoras de rutilante itinerario, cohetes y bengalas iluminaban maravillosamente el ambiente oscuro de la noche sin luna, admirándonos de la luminosidad de los variados colores de estos modernos medios de combate, que para nosotros eran una sorprendente novedad. Los menos estábamos tranquilos, no había en realidad ningún peligro y así lo comprendimos. Peso y yo lo tomamos a broma. Bustillo interpretó aquel simulacro como miedo del enemigo a un ataque nocturno, y los apostrofó a grandes voces cantando entre taco y taco estrofas de una musiquilla marxista. Después de cada una de las cuales llamaba cobardes a los soldados enemigos a los que ofrecía su pecho, bien resguardado por cierto por los mil ochocientos metros o más que nos separaban de las armas nacionales. Otros, en cambio ofrecían a la luz roja de las bengalas sus rostros aterrorizados. Allí estuvo también el comandante, que se marchó pronto convencido de lo intranscendente de la aparatosa demostración del enemigo.

Después de una hora de expectación el fuego enemigo cesó, y el capitán nos hizo retirar al caserío. De retirada oímos las voces de los soldados nacionales, que nos invitaban a rendir las armas o a engrasar las botas con vistas a futuros pies en polvorosa. Nosotros llenos de sueño nos precipitamos a nuestros petates, donde dormíamos a pierna suelta al poco rato de tendernos. Lo único que me asustó aquella noche fue una caja de bombas de mano, que un asustado enlace dejó por equivocación sobre el parapeto, con gran peligro de ser alcanzada por una granada, y que pude retirar de allí a toda prisa ayudado por un compañero cuyas manos temblaban de impresión.

Los zapadores, no bien empezó el estrepitoso simulacro de combate, estimaron que su papel no estaba en vanguardia. En precipitada marcha se retiraron hacia Gatica, para ganar la carretera de Butrón a un paso cada vez más rápido. Pacíficos padres de familia la mayoría eran buenos republicanos, de palabra entusiasta y de unánime lealtad. Cuando llegaba la hora de los hechos la lealtad peligraba, la unanimidad miraba a retaguardia, los fervores se apagaban, y las palabras en algunos se trocaban en gemidos y sollozos. Al lado de nosotros pasó aquella noche uno de los zapadores. Se había puesto la pala en la cabeza tapándose la nuca y lloraba si tenía que llorar, con la voz becerrona que en su edad y sexo era de esperar. Herrerías indignado le increpó: – ¿No le da vergüenza llorar con veintitantos años? – El gimiente ni le contestó siquiera, siguió su trote hacia Gatica invocando a sus hijos pequeños y ausentes, como si los llamara en su auxilio.

A la mañana siguiente nos castigó la cadena de aviones ametralladores. Esto no fue un simulacro, las bombas eran de verdad. Desde las ocho de la mañana hasta cerca de mediodía, Munguía, Gatica y nuestras avanzadas del río fueron sometidas a un ametrallamiento constante, y también a un  constante bombardeo. Milagroso fue que no se produjeran más bajas que las que hubo que fueron mínimas. Pegados al terreno fuimos objeto de pasadas innumerables. No nos atrevíamos ni a estornudar. Una de las bombas cayó a pocos metros de cinco o seis de nosotros. El suelo trepidó, y piedras y metralla se esparcieron por nuestro derredor. Cuando al cabo de dos horas de angustia los aviones decidieron marcharse, hubo que curar al teniente Saro de una herida en la cabeza, producida por metralla o por piedras procedente de la explosión.

Por lo visto el Estado Mayor había difundido un escrito entre las unidades, anunciando para el día en cuestión la presencia en el frente de la aviación republicana. Sin embargo la que llegó fue la nacional, y descrita queda la mañana que nos hizo pasar. Salvo un combate aéreo sobre Plencia, sin pena ni gloria, la aviación republicana fue para mí algo desconocido en el frente vasco.

Cuando curamos al teniente Saro comenzaron a circular por allí  anécdotas y ocurrencias de los aviadores. Cuando se les acabaron los proyectiles y la munición, hicieron unas cuantas acrobacias y lanzaron botellas de cerveza, herramientas, y según decía un compañero una camisa de vestir. En algunas posiciones arrojaron pequeños aviones de juguete con inscripciones que decían: – Ahí va vuestra aviación – Lo que parecía dar una réplica al Estado Mayor republicano. Parece pertenecer a la leyenda las exclamaciones de un miliciano asturiano, que recojo porque se comentaron allí. Venía el pobre hombre desriñonado y tronando contra un caza nacional al que acusaba de haberse ensañado con su persona: – Ese canalla -decía- tirome bombas y no diome, ametrallome y tampoco diome, tirome el cajón de las bombas y diome en los riñones. ¡Y todavía amenazábame con la llave inglesa! – El hecho es verosímil, pero no puedo afirmarlo como cierto. Los efectos de un cajón de bombas de mano por pequeño que sea arrojado desde una altura de cien metros, aunque volaban a más, son algo más contundentes que un simple golpe en los riñones, que permitió andar a su protagonista más o menos inclinado.

Una mañana, recuerdo que era el once de Junio, apenas amaneció cuando vimos hacia el Bizcargui los efectos de un bombardeo artillero, más intenso que los de costumbre. De Arrechabalarre surgían explosiones en rápida sucesión, que hacían pensar en un ataque o preparación artillera sobre aquel paradisíaco pinar, trocado en infierno por los azares de la guerra o de la fortuna. Toda la vertiente suroeste del citado Arrechabalarre se cubrió de humo y explosiones. Como el cinturón defensivo de la capital estaba allí, no quitábamos ojo del citado objetivo, ya que juzgábamos decisivo lo que allí ocurriera.

A media mañana se presentaron las escuadrillas de aviones, que comenzaron a arrojar su carga en posiciones situadas más allá de Arrechabalarre. Eran numerosos trimotores de bombardeo, que lanzaron a torrentes su carga explosiva sobre el objetivo, levantando una columna de humo alta y extensísima. Una y dos horas se mantenía el bombardeo. Cuando llegó la hora de comer estábamos admirados y sobrecogidos de la constancia del bombardeo y su extensión. Lo que estábamos viendo superaba a todo lo que se pudiera imaginar, y sin duda alguna a lo que habíamos visto. Arrechabalarre nos ocultaba el objetivo principal, que solo podíamos distinguir por las columnas de humo, y que calculábamos estaría entre Santa María de Lezama y Galdácano.

Cuando acabamos de comer distinguí en el cuarto de oficiales una lata mediana de sardinas en escabeche ya empezada. Pedí permiso para comer algunas, y Argos me dijo: – Cómetelas todas – A los cinco minutos la orden de Argos se había cumplido en su totalidad, con gran satisfacción por mi parte. Cuando acabé de comer me fui a una casa cercana a la iglesia, donde me dijo el capitán que había medicinas abandonadas. Nada pude encontrar allí. El sanitario de la segunda compañía se me había adelantado, aunque creo no se llevó muchas cosas. Cargué con una botella sin estrenar, que servía para abrir el apetito, mi compañero se llevó unas gafas. Me contó que Conrado su capitán le había requisado un bote para guardar el coñac, que lo guardaba en el botiquín  con una etiqueta con su calavera y sus tibias que decía veneno. A mí me hizo tanta gracia que le conté el caso a Florentino, mientras Mateo cogía la botella del tónico medicinal, y diciendo: – Esto es lo que yo necesito, estoy desganado – Se la echaba al coleto, ante la sorpresa de los que lo veíamos. Bebió de la medicina hasta terminarla. Y el relato del veneno de Conrado palideció ante el posible envenenamiento de Mateo, a quien no tuve tiempo de advertir del accidente al que se exponía bebiendo de un golpe cerca de un cuarto de litro de un elixir quinado. No me extrañó nada que se le estropeara el estómago, y estuviese en los días posteriores aún más desganado. Lo que sí me extrañó fue el hecho de que pretendiera hacerme cargos, siendo la causa de todo su clara imprudencia.

Durante todo el rancho y en las dos horas que le siguieron el castigo de la aviación continuó sobre las inmediaciones del Bizcargui. La columna de humo de los incendios subía a enorme altura, y las numerosas escuadrillas se sucedían sin parar en su dantesca labor de trituración, de lo que suponíamos el cinturón de hierro de Bilbao.

Me fui a casa de Doña. Julia, curé a mi paciente que tenía el pie inflamado con gravísimo peligro de tétanos, que yo no tenía medio de poder evitar, aunque nada de esto dije a la doliente. Durante mucho tiempo, hasta que tuve noticias de ella meses más tarde, me torturó la mente este peligro temible que corrió su organismo.

Subimos a un mirador del chalet para observar los efectos del bombardeo sobre las sólidas fortificaciones. El espectáculo sobrecogía a los más indiferentes. De detrás de Arrechabalarre una enorme columna de humo, que subía en una extensión de cerca de un kilómetro, llagaba a tal altura que los aviones que volaban altos la tenían que atravesar para pasar sobre la vertical de sus objetivos. Cerca de ocho horas llevaba ya la aviación nacional descargando bombas sobre las fortificaciones, las explosiones lejanas se oían sin descanso, y la mayor parte de ellas en atronadoras trombas, algunas de las cuales hacían retemblar el suelo. Mi paciente dijo que aquello era Galdácano, opinión que tardé en compartir por pensar que Galdácano estaba más hacia Bilbao que la zona machacada por la aviación. Comprendí que mi acompañante por haber nacido allí estaba en mejores condiciones de saber de lo que discutíamos. Y lo que se trataba era de interés, pues si era en verdad Galdácano la zona bombardeada, el asalto al cinturón defensivo era cuestión de horas, y el tiempo demostró que la conjetura era exacta.

Con un escalofrío de terror al pensar que al día siguiente podría tocarnos a nosotros lo que veíamos aquella tarde desde lejos, me despedí de aquella familia hasta el día siguiente. Me marché a la comandancia a hablar con mis superiores, y a desahogar la incertidumbre que me dominaba. Allí me encontré a mi teniente médico, y con él estaba el sargento practicante Martínez. Ambos hablaban con un oficial del batallón que pretendía darse de baja a causa de padecer de sarna, según decía. El teniente médico no comprobó la sarna y lo envió de nuevo a su unidad. Martínez, a quien los bombardeos ponían más nervioso de lo normal, hizo un comentario al oído de su jefe, mientras el chasqueado oficial volvía la espalda y se alejaba lentamente. Mi teniente médico contestó a Martínez en voz alta: – Un caso de bastantes piojos es una razón para hospitalizarse – El oficial, que estaba ya a cuatro metros de mis superiores, se volvió como un resorte y dijo al médico: – Ale, enseguida voy a volver – Y Martínez le preguntó extrañado: -¿A donde va usted teniente? – Y el otro le contestó mientras se alejaba muy decidido: – A buscar piojos –

No era el único caso que se daba entre los oficiales. Los milicianos, más ingenuos, se extasiaron ante las fortificaciones del Gallo, de tan imponente aspecto. Por ejemplo, para los batallones asturianos aquello sería imposible de pasar. – Con cuatro bombes y cinco pedres -decían- no hay quien se acerque a nosotros – La visión del bombardeo aéreo con sus gigantescos efectos destructores y sus devastadores incendios había quebrantado la moral de la tropa. Y sobre todo los oficiales procuraban abandonar el frente como fuese, ante el peligro de quedar copados, sobrecogedora perspectiva para los mandos que temían el fusilamiento sobre el campo de batalla.

Cuando iba de regreso al caserío había unos soldados al pie de la torre de Gatica, manejaban piquetas y algunos portaban cables. Me dieron la desagradable impresión de que minaban la torre para volarla, eran indicios de retirada. Después de cenar aún no era de noche cuando estábamos reunidos en el dormitorio del capitán haciendo cábalas sobre el porvenir, que el inefable Mateo seguía viendo como muy optimista. Un soldado pidió permiso para entrar, iba indignado, según decía mientras se cuadraba le habían robado una manta de terciopelo rojo, se la habían quitado de su mochila, era una prenda buena y útil, y requería la protección del capitán para recobrar la prenda hurtada, y para que fuese castigado el ladrón. El soldado era un pasiego de Miera, con más calva que pelo y más conchas que un peregrino. El capitán hizo registrar los paquetes de ropa sucia, que enviábamos a retaguardia. A mí me hizo el honor de no registrar el mío, cosa que le agradecí de corazón. El registro lo hizo un sargento que fue con esa misión a la comandancia. Por fin volvió al cabo de una hora con el paquete del culpable, que fue arrestado de guardia toda la noche. Pero lo bueno empezaba ahora. Cuando el capitán mostraba la manta recuperada a su reclamante, surgió otro soldado de la compañía algo amanerado de ademanes, que salió diciendo que la manta era suya. A las preguntas indignadas del capitán Mateo, explicó como le desapareció la dichosa prenda en la retirada de Durango. El reclamante de Miera no supo contestar satisfactoriamente cuando le llegó el turno, y aquella noche hicieron guardia en la trinchera los dos actores del pasillo, el reclamante y el reclamado, ambos convictos y confesos de robo frustrado. Y resuelto el molesto y a la par jocoso asunto nos echamos a dormir a pierna suelta. Era noche cerrada, aviones y artilleros habían enmudecido al atardecer, en la lejanía hacia Larrabezua y el Bizcargui quedaba como recuerdo de las operaciones del día el rojo resplandor de los incendios.

A la mañana siguiente no podía moverme, fuertes dolores de vientre, que me habían despertado antes de tiempo, me hicieron desayunar con desgana y pasarme la mañana sin salir del alojamiento. Mandé aviso a mi enferma de que iría a curarla por la tarde. Con la misma desgana comí el rancho, comprendí que las sardinas en escabeche del día anterior me habían sentado mal, probablemente no estarían muy buenas y por eso sus dueños no las comieron. Desde que comí me fue subiendo la fiebre en grado cada vez más elevado, y me tuvo tendido en el petate toda la tarde. En la habitación de al lado los oficiales hablan preocupados. Herrerías llega diciendo que la artillería enemiga está bombardeando Munguía, cuyo mayor edificio al parecer un asilo está ardiendo casi totalmente. El mismo oficial lo dice sin rebozo: – Nos retiramos esta tarde para no quedar copados, el cinturón defensivo de Bilbao ha sido roto, los fascistas han tomado Fica y vienen camino de Munguía –

Llegan los rancheros más pronto que de costumbre por orden de la comandancia, después del rancho hay que estar preparados para marchar hacia la retaguardia. No salgo al rancho por estar rendido de fiebre, mi amigo Peso me trae un poco de leche que bebo con avidez y temor al mismo tiempo, quedando después del parco alimento un poco más despejado. Sin embargo vuelvo a dormirme y no me doy cuenta de que me visitan jefes y compañeros, que se conduelen sinceramente de mi enfermedad.

Cuando la tarde cae puedo levantarme, aunque débilmente el fresco del ambiente me reanima, y Peso me da un abrazo al verme ya de pie. Mi primer pensamiento es mi paciente, con paso lento pero seguro me encamino a la casa de Doña. Julia para hacer la cura. La idea de la rotura del cinturón de hierro me hace tan feliz, que dulcifica mis molestias y aumenta las energías de mi espíritu y de mi corazón, siento que mi liberación se acerca a pasos agigantados, y no quepo en mí de alegría. ¡Dios mío! ¿Será ya pronto? Voy a curar a la enferma y compruebo con pena que la inflamación ha aumentado, una placa rojiza y dolorosa ocupa todo el dorso de su pie. Pero ella lo sufre feliz, porque ya no tiene dentro la astilla, y porque yo le he llevado felices nuevas y le he contagiado mi alborozo.

Me obsequian como todas las tardes, y ración doble porque han escuchado con lástima el relato escueto de mi enfermedad. Aún truenan sobre Munguía los cañonazos que la baten hace unas horas, por varios puntos del hermoso pueblo salen las luces inquietas de los incendios. Las chicas se emocionan al ver arder el asilo, pero la fe en el próximo fin de nuestro destierro nos hace olvidarlo, ellas lo que sus ojos llorosos ven, yo la fiebre y la postración que cada vez me torturan menos.

Por fin les digo que nos retiramos, el sentimiento por mi marcha lucha en sus semblantes con la alegría que les causa su inminente liberación. Con emoción estrechan con sus manos las mías, calientes aún de fiebre y temblorosas de ansiedad. Me desean, como yo a ellas, toda clase de venturas, tan necesarias al soldado en campaña. Al trasponer la puerta miro con envidia sus rostros sonrientes y agradecidos. Todavía les hago una recomendación para mi enferma, y cierro rápidamente la puerta tras de mí.

Cuando llego al caserío me encuentro a mis compañeros pertrechados para marchar, y ante ellos me siento en una piedra con los ojos semicerrados. Me traslado a Sevilla, a mi barrio, al hogar paterno donde crecí, y a las calles que lo rodean, donde paseé con mi primer e inolvidable amor. La voz intencionada de Florentino el comisario me hace abrir los ojos, con una amarga sonrisa me dice: – ¡Ay sani, ya no se puede vivir! – Pero no tengo tiempo de contestarle. Uno de los enlaces, un mozo alto y fuerte, un poco lento de raciocinio, sale del cuarto del capitán a paso más que ligero hacia el caserío de ametralladoras. Un poco extrañado le sigo con la mirada, y le veo retroceder a carrera abierta hacia nosotros, al llegar a nuestra altura le veo retroceder y repetir su incomprensible itinerario, al fin caigo en que Mateo le ha impuesto ese correctivo por no haber cumplido bien una orden. Las risas y bromas de los compañeros se quedan en muecas mudas, sargentos y oficiales acarician las culatas de sus pistolas, y nadie quiere desafiar su cólera.

Al fin echamos a andar. Lentamente cruzamos Gatica mientras volvemos la vista a Munguía iluminada por el inquieto resplandor de los incendios, que consumen gran parte de su castigada edificación. Más allá del pueblo un ruido de ametralladoras y fusiles cada vez más intenso y más cercano nos hace presuponer que las tropas nacionales, que han ocupado Fica, caminan hacia Munguía. Se corre la voz de que la torre de la iglesia del desgraciado pueblo y el puente de su carretera están a punto de volar, si el enemigo penetra en él. Recuerdo la torre de Gatica ya minada, y tiemblo por mis amigas que allí están a pocos pasos de la iglesia, y cuyas vidas pueden peligrar en la voladura de la sólida sillería de su torre. No tengo tiempo de meditar mucho, una gran explosión a nuestras espaldas nos hace volver la cabeza, y un sargento aclara: – Ya ha volado la iglesia de Maruri, ahora le tocará a la de Munguía – Y un cuarto de hora después, cuando estamos ya a dos kilómetros de Gatica, dos explosiones casi simultaneas nos hacen comprender con terror que las dos voladuras temidas han sido consumadas. Las tropas vencedoras han ocupado sin duda alguna Munguía entre los escombros de sus hermosos edificios iluminados por los incendios en los que se consume la bella villa vizcaína. Ahora Gatica, es la última iglesia que se va a sacrificar. Dios las salve de la última prueba que les aguarda, acaso la más comprometida de todas, a mis sufridas y valerosas amigas. Y con esta fe en su liberación feliz, pienso en la mía próxima con la ilusión de un preso que oye cercano el alegre tintinear de las llaves del carcelero que le pondrá en libertad.

Pero estas alegres perspectivas que edifica mi imaginación ni son un alimento ni son un bastón. De momento me han hecho olvidar que tengo fiebre, que hace muchas horas que no como, y que llevo cerca de diez kilómetros de marcha con una pesada impedimenta. Pero estas molestas realidades hacen acto de presencia, apenas mi cansado cerebro ha dejado de pintar imágenes prometedoras. Al prolongarse la marcha de modo indefinido tengo que asirme a un brazo de mi amigo Peso. Colgado de este puedo seguir moviendo mis cansados pies, cuyas plantas se arrastran por el terso y oscuro firme de la carretera. Por fin hacemos un alto, yo me dejo caer en el suelo buscando el descanso. A mi lado se sienta el teniente Aedo, me dice que quiere ingresar en la Academia Militar, y me ruega que en mis ratos libres le dé lecciones de Geografía. Accedo a enseñarle lo poco que sé en cuanto amanezca el día, si le corre prisa. Y no es humor, ya que mi disposición hacia él es benévola y comprensiva. No puedo evitar que Peso y el sargento Bustillo me tilden de bromista, allá ellos con su opinión falsa, mi intención es sincera.

Cuando emprendemos de nuevo la marcha el sargento Luís me quita las mochilas y las carga en un minúsculo borriquillo, que seguramente ha requisado en su patrulla nocturna. Ha visto mi aspecto y se ha apiadado de mi, balbuceo palabras de gratitud, y él  corresponde con un afectuoso palmetazo en la espalda, que está a punto de hacerme rodar. Aligerado de peso y refrescado por el relente me siento mejor. Seguramente la fiebre está bajando, como suele suceder de madrugada. Puedo darme más cuenta de lo que pasa alrededor de mí. Peso y yo apenas cambiamos palabra, pero vemos como Conrado, el capitán de la segunda que manda en ausencia del comandante, retrocede tambaleándose de alcohol y cambia algunas palabras con Mateo. La conversación sube de tono y ambos capitanes se ponen de vuelta y media. El espectáculo me da al mismo tiempo que reír y que lamentar, ¡Dios haga que no paguemos los soldados los vidrios rotos! Afortunadamente Conrado se aleja después de decirle a Mateo que es burro y que es feo. Renuncio a juicios comprobatorios de estos solemnes apostrofes.

Me doy cuenta de que Aedo camina cerca de mí, debe haber empinado su cantimplora entera pues camina tambaleándose. Temeroso de sus brutales respuestas, renuncio a hacer comentarios peripatéticos de Geografía. Y tengo razón, las filas tienen que encogerse para salvar el estorbo de un camión, que maniobra penosamente en la carretera tratando de colocarse en dirección contraria a la nuestra. Todo el mundo calla, pero Aedo se encara con el chófer y le dice en voz alta: – ¿Es usted idiota o qué? ¿No ve usted pedazo de animal que estorba el paso de la infantería? – El chófer puso el camión derecho, mientras barbotaba una burlona y cáustica respuesta. Aedo le intentó contestar, y allí quedó barbotando juramentos a un interlocutor, que ya no le podía oír. ¡Para coloquios de Geografía estaba la noche!

Después de pasar Butrón cuyo castillo volví a admirar, tardamos más de una hora en llegar a un pueblo muy bonito, era Urduliz. Recuerdo el letrero de su nombre en un edificio a la entrada, y la cantidad de zapadores que deambulaban por sus calles, inactivos, aburridos, con más ganas de descansar que de abrir trincheras. Al salir de este pueblo se oye una gran explosión lejana. ¿Gatica? Dios las haya sacado con bien, y a mí que no me olvide tampoco.

Por fin después de dos horas de agotadora marcha recibimos la confortante caricia de la brisa del mar. Era un pueblo costero llamado Sopelana, y era su playa la que atravesábamos en aquellos momentos. Poco pude darme cuenta de como era, me llamó la atención un edificio frontero a la playa y de gran tamaño, era de arquitectura futurista, y, según oí decir, una fábrica de municiones en construcción.

Amanecía cuando llegamos a Algorta, habíamos tardado en llegar un gran espacio de tiempo, que nos consoló e hizo más llevadero la vecindad del mar. Las bellas y modernas construcciones de Algorta me causaron una grata impresión. Indiscutiblemente y en tiempo de paz merece la pena caminar una noche si al amanecer nos encontramos en Algorta. Allí paramos y nos encontró el comandante que nos alcanzó en su coche. Venía hecho una furia, a voces recriminó a Conrado por no habernos quedado a descansar en Sopelana, como él indicó. Yo creo que Conrado decidió irse lo más atrás posible, por lo que pudiera tronar, y balbuceó ante su superior excusas poco convincentes. Se calló la principal, la que he citado más arriba.

Por fin la marcha se reemprendió y llegamos a Las Arenas, otro pueblo de chalets tan bonito como el que acabábamos de dejar. Recuerdo que intentamos asaltar una panadería, asalto del que desistimos al saber que estaba vacía. Al volver a la fila nos encontramos con un grupo de mujeres asustadas. Conocían nuestra retirada y temían a los moros. Las tranquilizamos con todos los argumentos que pudimos menos con uno, que era el más sólido, eran muy feas.

Era ya de día claro, el Jatamendi nos ocultaba el sol naciente en un imponente e inimitable contraluz. Nos detuvimos unos instantes, que aprovechamos para hacer a los paisanos que por allí había una serie de preguntas sobre el destino de la carretera que seguíamos, pueblo que había próximo, etc. Que no nos contestaron con claridad. Por lo visto no estábamos curados de nuestra manía de preguntar a informadores burlones o tendenciosos. Y es que nuestro destino era un enigma, porque al no cumplir Conrado las órdenes del comandante de pernoctar en Sopelana, había trastornado los planes de este último. Ese era el origen de los cabildeos entre los oficiales, y los gestos de titubeo que se apreciaban en sus semblantes. Por fin tomamos una carretera en dirección oriental, los sargentos dijeron que íbamos a Lejona, a ocho kilómetros de donde estábamos. Allí de momento acabaría nuestro interminable caminar de aquella penosa noche.