Tabla de Contenido
Destino Bilbao
Cuando llegamos a Cicero el batallón subió al tren. Yo debí quedarme en la camioneta por orden del médico, que me ordenó fuese con la plana mayor hasta Bilbao; de este modo vigilaría la impedimenta, dirigiría su descarga aparte en el cuartel de Garellano, y esperaría allí la llegada del tren. Cuando el camión se puso en marcha, los soldados en el tren liberados de su primera impresión de angustia, cantaban, reían y charlaban con gran algarabía. Me causó disgusto tener que viajar solo. En Laredo nos detuvimos para tomar unas copas. A los pocos minutos ya estábamos en marcha. Por más que quise acomodarme bien tuve durante las tres horas del viaje una ametralladora, la única que tenía el batallón, clavada en mis espaldas. Esta molestísima posición me hizo bendecir la hora en que ya de madrugada nos detuvimos en Basurto, dando por terminado nuestro viaje en la puerta del cuartel de Garellano. Sin descargar siquiera los equipajes nos encaminamos a la estación de ferrocarril de vía estrecha para aguardar allí al batallón. Tardaba todavía en llegar, acababa de salir de Aranguren, y no sería extraño que le tuviésemos que esperar una hora o más.
Nos reunimos en un grupo el comandante del batallón José Quiñón, el capitán ayudante Cándido Firvida, un cubano muy simpático y buen chico, el teniente ayudante Peña, un antiguo guardia civil serio, formal y educado, de natural discreto y bondadoso. Sin estos hombres lo hubiéramos pasado mal más de uno. Casi todos los destinos del batallón eran falangistas. El comandante y sus ayudantes tuvieron a raya todas las acusaciones y enemistades, que estos muchachos suscitaban con solo su presencia. Mientras cumplimos con nuestro deber tuvimos en el jefe una firme muralla protectora. Militar de profesión, antiguo sargento, se situaba con habilidad al margen de las pasiones políticas y sociales.
Se suscitó la conversación de nuestra llegada, y tomó la palabra el teniente Peña. Contó al comandante que habían hecho al presidente Aguirre una visita de cortesía. Este, que en cortesía no quiso quedarse atrás, les felicitó por la buena fama que traían de batallón veterano y valeroso. Firvida y Peña contaban como quedaron estupefactos. Hicieron saber al presidente, que sin duda sus palabras se dirigían a otro batallón de la brigada, ya que nuestro batallón era de reservistas recién llamados y quintos de 1938. No podían haber adquirido veteranía si aún no habían entrado en fuego. El presidente les tachó de demasiado modestos y terminó diciendo que esperaba mucho de ellos. ¿Quién volvía a contradecir ante tal florilegio de elogios? Firvida y Peña optaron por dar las gracias amablemente y dejar al presidente con su quimera o con sus esperanzas. Contaron como se defendieron para que el mando vasco no exigiera de nosotros la lucha en nuestros próximos cometidos. Ellos creían haberlo conseguido.
A las dos horas de espera vimos entrar, por fin, en agujas al tren que transportaba a nuestro batallón. Con el convoy entró también la terrible algarabía de sus animados y parlanchines viajeros. Cuando los soldados inundaron el andén compusieron con su pintoresco equipo un cuadro de caricatura. Lo único uniforme en nuestro equipo era el color de los pantalones. Ya he relatado como tuvimos que variar su forma los más de los soldados. Como todos no lo hicieron, solo el color era uniforme. De cintura para arriba cada cual se vistió como pudo: cazadora, tabardo, chaqueta, gabardina, pelliza, etc. Y de prenda cubrecabeza ni hablar, unos llevaban gorro de cuartel, otros boinas, otros más individualistas mascotas, el sargento Paco llevaba un gorro tirolés, y otros no llevaban en su cabeza más que sus ideas, de las que había para todos los gustos.
Acostumbrados a vernos así no nos apremiaba la risa tanto como a los demás, cuando nos veían pasar por cualquier sitio. Respecto al armamento no mejoraban con mucho las circunstancias. Consistía en fusiles franceses “Lebel 1918”, muy largos, con punto de mira defectuoso, a los que se enganchaban unas bayonetas antiquísimas de cuatro canales y terminadas en punta. La longitud del fusil con bayoneta calada era tan desmesuradamente larga, que cuando se llevaba al hombro enganchado al portafusil, se tropezaba casi constantemente con el quicio de las puertas al entrar o salir de las dependencias. Más de un soldado o rompió el portafusil o cayó de espaldas al intentar traspasar los umbrales con alguna prisa. Como no teníamos cartucheras se presumía que los cartuchos tendríamos que llevarlos en los bolsillos. ¡Ah! El saludo militar era como en la forma clásica, solo que la mano al dirigirse a la sien o al hombro contrario debía llevar el puño cerrado.
De la estación fuimos transportados al cuartel de Garellano. Era un hermoso edificio de nueva construcción, y mucho más espacioso en su patio y en sus dependencias que el cuartel de Santoña. Allí se descargaron los distintos equipajes, y mi compañía se dirigió a los dormitorios del primer piso. Eran unas camas de tijera compuestas de madera y lona. Como estábamos agotados cada cual se abalanzó a la primera que encontró más cerca, y yo escogí la que mejor me pareció. Tardé lo menos diez minutos en acomodarla, y cuando la creí preparada me acosté dispuesto a dormir a mis anchas. No había hecho más que acostarme cuando una de las patas, que debía estar algo rota, cedió partiéndose, y allá fuimos cama y yo al suelo. Soporté refunfuñando las carcajadas de mis compañeros más próximos, y acostándome de nuevo en la misma posición en que quedó la cama, quedé profundamente dormido.
No debió durar mi sueño más de tres horas. Aún era de noche cuando un tropel de soldados con cascos y magníficas chaquetas de cuero irrumpió en nuestro dormitorio, sin grandes consideraciones para los que allí reposábamos. Se trataban de batallones asturianos, habían llegado a Bilbao con el mismo fin que nosotros. Entre comentarios y saludos no hubo quien durmiera más.
Las primeras luces del amanecer me cogieron vestido y escaleras abajo buscando cosas importantes, agua para lavarme y algo para desayunar. Por lo visto había muchos que pensaban como yo. A los pocos minutos formaba yo en una cola de cerca de cincuenta hombres, cuya cabeza luchaba a brazo partido por aprovechar un chorrito de agua, que salía de un grifo en un rincón del patio. Tuve que abandonar aquella cola, y buscar otro grifo menos abundante, pero también menos concurrido.
Cuando llegó la hora de desayunar estaba la comida aún más escasa que el agua. Aquellos chuscos semiblandos y sabrosos de Santoña se trocaron en unas tortas duras, sin asomo de harina, y en cuyo interior se podían recoger piedras e incluso cristales. El café, que caliente al menos en Santoña podía pasarse, se convirtió en un brebaje indefinible. La penuria de alimentos en el frente vasco era un hecho tan tristemente real, que apenas salido el sol ya teníamos ante nuestros ojos las pruebas irrefutables. De ahí no podíamos ir nunca a mejor, siempre a peor. Pero el hambre es un buen condimento, en segundos el terrible pan y el extraño brebaje pasaron a nuestros estómagos. Cuando limpié el plato y me disponía a guardarlo, tenía casi tanta hambre como antes de desayunar.
En el patio había dos coches blindados con una ametralladora en su torreta, parecían antiguos o usados. A su alrededor milicianos jóvenes, algunos eran sus tripulantes, comentaban a sus anchas las noticias bélicas más recientes. Nosotros les interrogamos con la natural ansiedad. Sus respuestas fueron las que más adelante oiríamos siempre. – Los facciosos – me dijo uno de ellos- han metido una cuña en nuestras posiciones de Elgueta, nosotros las hemos cedido, ya que después una maniobra envolvente aclarará el problema; es una buena añagaza la que le estamos preparando. A mí me deprimía este lenguaje confiado, y solo mis esperanzas me mantenían con la fe en la victoria del enemigo. Pero tenía yo que callar la conquista de Ochandiano, del Gorbea, de Eibar, y de tantas y tantas posiciones fuertemente guarnecidas. Pocas veces me ha costado tanto el silencio como en estas anormales circunstancias.
No debió durar mucho mi silencio forzado. Una voz que decía: – Lo he comprado en la cantina -, me hizo volver la cabeza más que aprisa. Quien así hablaba era un miliciano que se estaba comiendo ni corto ni perezoso un bocadillo de anchoas. Oírlo, verlo y emprender veloz carrera hacia la cantina fue una misma cosa. Cuando mis hambrientos compañeros y yo llegamos a dar con nuestros huesos en el mostrador de la cantina, ya se habían acabado. Hasta la hora de la comida de medio día permanecí en el patio del cuartel charlando con todos, y presenciando la prueba de unos fusiles ametralladores en la galería de tiro del acuartelamiento.
Si el desayuno no era para alimentar a nadie, la primera comida superaba al desayuno en cualidades negativas. Un indefinible arroz con sebo y algunos trozos pequeños de no se que carne supo a gloria a nuestros hambrientos estómagos, que recibieron alborozados el bodrio, no sin que en el paladar quedase un ingrato recuerdo de su sabor. Contribuyó a hacer la comida desagradable el intercambio de informaciones, que se suscitó entre los comensales. Por lo visto la aviación enemiga había bombardeado Galdácano hacía veinticuatro horas, sin el menor entorpecimiento por parte de cazas ni artillería antiaérea. Sacamos la conclusión que la aviación facciosa campearía por sus respetos en el frente vasco, como así sucedió después.
Después de comer el sanitario de la segunda compañía y yo salimos a la calle a pasear. Yo llevaba el objeto de saludar a mi familia de Bilbao a la que aún no conocía. No pudimos andar mucho, desde el puente de Isabel II tuvimos que volvernos antes que la hora de cenar se nos echara encima. Y la situación alimenticia era tan precaria, que no invitaba a dejar pasar tan preciosa hora sin cumplimentarla.
Cuando llegué al cuartel aún de día decidí ponerme mi nuevo pantalón caqui. Debía acostumbrarme a ellos antes de empezar mi vida de campaña propiamente dicha. Me subí al dormitorio, y tras una lucha a brazo partido conseguí ponerme un pernil. En esto las sirenas sonaron intensamente, en el cielo se oía un ruido de motores cada vez más intenso. Todo el mundo bajó al patio o a las dependencias inferiores del cuartel. Yo, mitad en calzoncillos mitad en caqui, pasé en los cinco minutos de la alarma uno de los momentos más apurados de mi vida. Cuando la alarma cesó, aún luchaba yo por meterme el otro pernil. Mi amigo Peso, que no me abandonó durante la alarma, agradecido a la regocijante escena que le proporcioné me ayudó a acabar de vestirme e incluso a bajar por las escaleras, ya que la caña de la pierna estaba tan estrecha, que, a decir de mi regocijado amigo, aparentaba padecer de reuma, pues el malhadado pantalón no dejaba doblar libremente mis rodillas. Cuando bajé los últimos peldaños de las escaleras, había un poco de más agilidad en mis entumidas piernas, y aún pude dar un salto para dejar paso a dos milicianos, con mono y gorro, que se cruzaron conmigo por las escaleras.
En la puerta del cuartel ya al anochecer paseamos con el teniente médico y el sargento practicante. Comentábamos nuestra marcha al frente, y nos dijo nuestro jefe que los “facciosos” habían bombardeado Eibar con enorme intensidad, y quizás la habían también ocupado. Entonces se acercó un sargento, y requirió la presencia del médico en uno de los dormitorios de oficiales. Había pasado algo muy raro. El capitán de la tercera compañía había hecho formar su unidad en el dormitorio que ocupaban. Les había espetado una arenga exhortándoles a lanzarse como bravos sobre los “facciosos”. Esperaba él, bravo soldado, que sus hombres perdiesen el miedo, como lo había perdido él, y así etc. etc. Después los oficiales se habían reunido, y habían comentado la gran realidad de la situación los bombardeos en masa, la falta de medios de combate, etc. El capitán en cuestión, gordo, con un bigote mosca y aire fantasmón, había asistido en silencio al cambio de impresiones con sus compañeros. Minutos después aquejaba un ataque de ciática tan rápido que en menos tiempo que se cuenta pasó de la cojera dolorosa al lecho del dolor. Compañeros y subordinados se extrañaron y avisaron al comandante, que requirió la presencia del médico. Tras de este último llegué yo a la habitación del “enfermo”, donde se aspiraba un fuerte olor a embrocación. A la cabecera de la cama el comandante miraba en silencio a su subordinado con ojos inquisitorios. El resultado de la exploración médica fue negativo, y yo me salí de allí venteando bronca. Cuando bajaba las escaleras se oían los ecos lejanos de la voz indignada de nuestro jefe de batallón. Afeaba el proceder del falso enfermo, y le requería para que tomase en el acto el mando de sus soldados. A la puerta del cuartel y ya de noche esperé la salida del médico y del practicante. Me refirieron con pelos y señales la escena final, y juntos comentamos la falta de espíritu y responsabilidad del citado oficial. El caso me hizo francamente gracia, pero tengo que confesar que no me causó extrañeza.
Cuando comentábamos mis superiores y yo estos incidentes, llegó un oficial y nos contó detalles de algunos bombardeos de posiciones y ciudades cuyas circunstancias conocía. Corto fue el relato, cuando terminó teníamos todos la cara fúnebre. El teniente médico nos ordenó embalar, o mejor dicho repasar, los embalajes de sanidad. Cuando acabamos, nos echamos en unos petates que formaban parte del equipaje de la plana mayor, y nos quedamos profundamente dormidos.
Apenas llevábamos una hora dormidos cuando fuimos bruscamente despertados, había que partir a escape. Medio dormido me cargué al hombro mi impedimenta, y maquinalmente atravesé el zaguán del cuartel. En fila india y junto al acerado había cuatro o cinco coches de viajeros de dos pisos. Allí nos ordenaron subir, y en un piso superior del vehículo que me tocó en suerte me desplomé en un asiento al lado de una ventanilla. Intenté dormir, pero el fresco de la madrugada me despertó y me despejó en cambio la cabeza. La comitiva atravesó Bilbao, y salió por delante de la estación de Achuri.
A los quince minutos de marcha la comitiva se detuvo, ignoro porque, durante unos cinco minutos, parecía que contaban los coches. Temblé ante la perspectiva de que nos hicieran bajar y formar para revistarnos. No fue así, y la columna de camiones reanudó su marcha adentrándose en las sombras de la noche campestre. Más inquietante aún que las tinieblas urbanas en que sumergían a Bilbao los apagones de la defensa pasiva. Las tinieblas que hendía sin disiparlas la columna de nuestros vehículos, eran figura exacta de nuestra mala estrella, de nuestro destino ignorado, y de nuestros escrutadores y nada agradables presentimientos.
Encerrona en Garay
Al cabo de media hora escasa de recorrido la columna se detuvo, y segundos más tarde nos hacían bajar a toda prisa de los vehículos, que tan poco tiempo habíamos disfrutado. A través de la oscuridad se veía un grupo de casas ordenadas a ambos lados de la carretera. Parecía aquello una aldea y un sargento nos explicó que estábamos en Iurreta, un barrio de Durango. Como no habíamos pasado por este importante pueblo pregunté al sargento Florentino: – ¿Tan cerca está Durango del frente? – – Nada de eso “sani” – me contestó – el frente está en Elorrio, a unos diez kilómetros o más de aquí -. En esto un tableteo de ametralladora, y yo que vuelvo a la carga: – Florentino, esa máquina ha cantado aquí mismo -. Y Florentino que se escurre: – ¡Hum! De noche las ametralladoras suenan muchísimo. Ya no quise insistir más ni falta que hacía, la realidad acabaría por imponerse.
En la madrugada de aquel veintisiete de Abril se nos ordenó formar en columna de a uno y caminar en dirección noroeste. Las compañías marchaban en orden de numeración, la mía pues caminaba en primer término. Delante de nosotros el comandante y sus ayudantes, y al lado de mi capitán marchaba yo con doce kilos o más de impedimenta.
No me las prometía muy felices en esta primera marcha de campaña. La primera media hora caminamos por una senda de muy poca pendiente y bastante llana. Pronto la senda desapareció, y comenzamos a subir una pendiente pedregosa de rampa cada vez más pronunciada. Estábamos agotados, sin descanso, ni siquiera respiro, pues la pendiente nos parecía inacabable. Por fin a punto de caer agotados llegamos a un pequeño llano. El comandante mandó parar al guía vasco que nos orientaba, y nos echamos al suelo de muy buena gana, despojándome yo de mis mochilas y de mi manta, que oprimiéndome el cuello, casi no me dejaba respirar. Sonó un cañonazo, y nuestro capitán comentó: – La nuestra artillería – Nadie tuvo resuello para comentar su afirmación.
Después de media hora aproximada de descanso continuamos nuestro camino quizás más de una hora. Comenzaba a amanecer, y llegamos a un grupo de casas, cuando yo agarrado al brazo de mi amigo Peso creía no poder llegar a nuestro destino. Nos tumbamos al suelo mientras el guía vasco y un soldado de casco y cuero, que venía en dirección contraria a nosotros, cambiaron algunas palabras en euskera. Estábamos en Garay.
Cuando parecía que no íbamos a seguir caminando, mi sargento y yo buscábamos un pajar donde dormir algo. Acudimos a una casa cercana donde había algunos soldados con casco y chaquetón de cuero, que habían bajado de las posiciones de vanguardia y traían un herido. Eran del “2º de Meabe”, precisamente nosotros les íbamos a relevar. La curiosidad pudo en mí más que el cansancio. Vi como el herido se encontraba en una camilla y no parecía grave. El capitán les preguntó, ellos contestaron a regañadientes, y nos miraron entre burlones y asombrados cuando nos vieron la pinta que llevábamos.
Y era cierto, las intendencias vasca y republicana tuvieron respecto de nosotros una despreocupación y un abandono entre criminal e inhumano. Como no teníamos ni municiones ni cartucheras, interpelamos a nuestro capitán en este sentido, el nos contestó: – Ahora vendrán por carretera, las traerá la camioneta – – ¿Cómo? – Pregunté asombrado -¿Este pueblo tiene carretera? ¿Porqué hemos venido andando y por tan mal camino? – – Para ganar tiempo y cortar terreno -. Y me callé. Mi sargento me dijo que la carretera estaba cortada o volada ya, y que por tanto no esperáramos por esa vía ni municiones ni comida. A todo esto un tiroteo iniciado al amanecer arreciaba ya hasta hacerse bastante intenso. Uno de los sanitarios nos dijo: -¡Mirad aquel monte lleno de soldados nuestros! – Hasta que un campesino del lugar no lo sacó de dudas, no hubo forma de hacerle comprender que no eran soldados sino árboles. Dimos un corto paseo por la carretera, cuando el sol estaba alto, y comenzaba a asomar sobre las crestas montañosas que teníamos delante, volvimos al pueblo. En un caserío tomamos un poco de coñac, y el practicante subió al pajar a dormir un poco. A mí la inquietud y el fresco del amanecer me habían despejado mucho.
En la plaza del pueblo el comandante había dado un puntapié a un plato de tortilla, que le presentó su asistente con fines de aduladora domesticidad. Mientras el corrido sirviente recogía el pateado plato, el comandante pisoteaba su alimenticio contenido. Este detalle de respeto y consideración a nuestras penalidades nos confortó mucho, y sonaron vivas en honor de nuestro honrado jefe.
Había a nuestro frente y hacia oriente una larga y elevada cordillera, que envolvía al pueblo de Garay como un gran arco. Al parecer la ocupaba ya el enemigo. Ante nosotros una pequeña loma redondeada y no muy alta, se veía poblada de ovejas y carneros. Era la posición a guarnecer. Como no llegaban las municiones y el tiroteo arreciaba, el capitán ordenó que ocupase la pequeña loma un pelotón con un sargento. Antes hubo que hacer una “colecta” en la compañía y rebañando en los bolsillos de todos se reunieron unos ocho cartuchos de fusil por cabeza. Y allá salió el pelotón para la loma con misión de observación e información, otra cosa no podían hacer por falta de medios.
Pasaron por el pueblo hacia abajo los últimos soldados del batallón “Meabe”. Antes de alejarse, y sabedores que éramos bisoños, nos tiraron unas bombas de humo que causaron alguna alarma, la suficiente para divertir a los bromistas. Cuando la seguridad era completa, de que el municionamiento y comida era imposible por la carretera, el capitán envió dos enlaces a Iurreta por municiones. Un borriquillo recién requisado les tenía que servir para su transporte. Deberían traerse vivo o muerto al cabo furriel con los chuscos. Cuando los vimos partir nuestra seguridad de que no llegarían era grande. El sargento practicante y yo fuimos a una casa a encargar comida, al practicante le había despertado el hambre y me llevó a un caserío. Allí encargamos queso, cordero, chacolí y pan del que hubiera. Nos prometieron que lo tendrían todo en un rato. Y calmada su hambre en la promesa, mi sargento tornó al pajar a seguir durmiendo.
Yo me senté a la puerta del caserío a ver que pasaba en la loma. Los ocupantes de ella apenas echaron cuerpo a tierra, y tal vez deseando marchar de allí, la emprendieron a tiros con todo lo que tenían enfrente. A poco el sargento Florentino mandó un enlace: – Mi capitán, que dice el sargento Argos que ya se le han acabado los ocho cartuchos que llevaba cada soldado, que qué hace – El capitán, que encontró arduo el problema, consultó al comandante, y este le ordenó: – Mande usted que se retire, y haber si pueden traerse esos corderos, no va a venir la comida y quizás tengamos que comernos alguno -. Y el enlace partió presuroso.
Sin embargo en la loma no estaban las cosas muy fáciles. El injustificado tiroteo del pelotón atrajo sobre la loma que defendía el fuego de fusil, máquinas y morteros enemigos. A las once aproximadamente los cazas nacionales comenzaron a barrer la loma con sus máquinas y sus bombas de mano. Los improvisados pastores tuvieron que abandonar el rebaño a toda prisa, so pena de quedarse allí. Cuando llegaron al pueblo nos alegramos de verlos sanos, y el comandante después de reflexionar y de un cambio de impresiones ordenó la retirada por compañías.
Mientras se formaba la larga fila me quedé ensimismado mirando a los aparatos, que formados en cadena barrían materialmente la loma de los carneros. La voz del capitán Conrado: – ¡”Zeviya” que te quedas atrás! – Me hizo volver en mí, y marchar en fila con mis compañeros de unidad al lado del inseparable Peso y del teniente Calleja. Tanto me azoró la voz de Conrado, pensando se creyera otra cosa, que allí quedó mi sargento durmiendo en el pajar, y allí quedaron también nuestros encargos alimenticios, los corderos, el queso, el pan y el chacolí.
Durante una hora anduvimos por una trocha, que cuesta abajo nos llevaba en dirección sudoeste, o sea la contraria a la que habíamos traído, buscando nuestro punto de origen, es decir Iurreta. Hasta este momento la retirada se iba realizando con toda tranquilidad, sin más inconvenientes que el hambre y la fatiga. Pero el grupo de seis o siete aviones, que tableteaban sus ametralladoras sobre la loma de los carneros, pareció engrosarse con otro número igual, que se remontó desde su retaguardia. Entonces abandonaron el objetivo de la loma, y se lanzaron a ametrallar todas las alturas y vaguadas que rodean Garay y todo el valle de Durango por el norte, que eran precisamente las que estábamos recorriendo nosotros en nuestra retirada. No hay que decir que la citada retirada se trocó en desbandada agotadora.
Una cuesta arriba la subimos rápidamente a ver si podíamos guarecernos en un bosquecillo próximo a su loma. Cuando llegábamos arriba la cadena de aviones la emprendió con el tal bosquecillo cosiéndolo con sus ametralladoras. En tanto un avión subía de haber volado bajo, el siguiente avión que iba tras él bajaba a cortísima altura y continuaba ametrallando. Por ello el fuego de sus ametralladoras podía reputarse casi de fuego continuo, sin dejarnos descansar. Cuando los aviones comenzaron a ametrallar nuestro presunto refugio, la penosa y apresurada ascensión nuestra se convirtió de inmediato en un rodar cuesta abajo, huyendo del inesperado peligro. Los sargentos barbotaban venablos, la impotencia de no poder contestar a los aviones les sacaba de quicio. Soportamos el fuego cuerpo a tierra, no sabemos si de temor o de agotamiento.
Los aviones acabaron por marcharse, y nosotros seguimos por el mismo camino. La compañía se había dislocado, y mi grupo apenas lo componían treinta hombres. Con nosotros serio y de muy pocas palabras iba Calleja. Su serenidad y resignación sin manifestaciones aparatosas nos lo hizo a todos más estimable de lo que ya lo era.
Llegamos a poco a un caserío pequeño, íbamos destrozados y sin esperanza ya de descanso y comida a las tres de la tarde que aproximadamente eran. Cuando llegamos a aquella casa nos tendimos a descansar despeinados y cubiertos de sudor y de polvo. Allí llegó andando trabajosamente nuestro cabo furriel con un saco de pan para la compañía. El pobre chico algo endeble y quizás enfermo hizo un verdadero sacrificio para llegar hasta nosotros. Tenía treinta años, y era de Pontejos. Su carga, con todas las raciones de pan y por una penosa pendiente expuesta al fuego de los aviones, más parecía correctivo de un penal que servicio de un soldado. Compensación moral fue para nuestro compañero las alborozadas sonrisas y los abrazos y vivas, con que recibimos la llegada del furriel y de su saco de pan negro.
El que no participaba de nuestro alborozo era el dueño del caserío donde nos habíamos refugiado. El pobre hombre pensaba no sin razón, que aquellos cuarenta o cincuenta hombres allí acumulados podían atraer sobre sí el fuego de aviones o de artillería, y estaba que no le llegaba la camisa al cuerpo. A quien primero se dirigió fue al cabo furriel, que tomaba resuello acostado en un hito de piedras, le vino a decir más o menos: – Desde ese monte, que fascistas ya tienen, bien están viendo esta casa. Si ven gente, ya tirarán – El furriel, que jadeaba penosamente con los ojos desencajados por el ahogo y la emoción de los abrazos, ni siquiera le contestó. Después nos interpeló a nosotros presa de una emoción cada vez más grande: – Bombas ya van a tirar donde ven gente -. Y nosotros dijimos que sí, que como nos iban a tirar de todas formas, tanto daba un lugar como otro. Pero al pobre casero no le daba lo mismo. Se dirigió al teniente Calleja, probablemente con la misma monserga, e ignoro lo que nuestro lacónico oficial le contestó.
Francamente nosotros lo que queríamos era descansar, y no estábamos dispuestos en un buen rato a dar un paso más. Pero las tribulaciones del asustado campesino no iban a terminar allí. No se quien entró subrepticiamente en la casa, y salió diciendo que en una artesa había cosa de dos docenas de quesitos frescos, en forma de flan y comunes en aquella comarca. Al oírlo nos lanzamos en tromba hacia dentro de la casa, y a punto estuvo más de uno de caer de cabeza en la artesa. Le compramos los quesos a diez pesetas, y creo que fui yo el único que se los pagó. Por lo demás, como era moneda republicana, bien pudo el hombre pensar que se los robamos, pues aquel dinero si llegó a cobrarlo solo le iba a valer durante unas horas.
Después llegaron los enlaces con las municiones, los recibimos con palmas de tango, pero les agradecimos su retraso. Gracias a llegar tarde nos ahorramos nosotros de combatir. El teniente Calleja repartió los cartuchos a los soldados, que se los fueron metiendo como pudieron en los bolsillos de cada cual.
Y como si nos hubiésemos dado cita, llegó Calili al poco rato, con dos o tres soldados desperdigados. Venía contando fatigas, peligros, valentías… ¡Que se yo! Menos mal que el sargento Florentino Argos que estaba allí se encargó de hacerlo callar refiriendo la realidad de las cosas, bastante distinta a lo que Calili contaba. Quedó corrido como una mona, y a nosotros, ya confortados por el descanso, el pan y el queso, nos hizo reír un buen rato por sus ocurrencias y mentiras.
Poco nos duró la risa. El teniente Herrerías, que estaba hablando con otro oficial en voz baja, requirió a uno de los enlaces, y los tres se pusieron a observar detenidamente el valle de Durango. Cuando les oímos decir: – ¡Son ellos, son ellos! – Nos abalanzamos al observatorio improvisado detrás de los oficiales. Desde las inmediaciones de Garay, e ignorando si habían entrado o no en el pueblo abandonado, bajaban varias filas de fuerzas de infantería, que en orden de combate, cruzaban el valle en dirección a Durango, que teníamos a nuestra derecha. El capitán Mateo, que llegó con el resto de la compañía en aquel momento, comprobó la realidad y ordenó la retirada hacía Iurreta a través de los montes. Y comenzamos a subir y bajar repechos con gran alborozo por parte del dueño del caserío, que estoy seguro dio por bien empleado sus mal pagadas docenas de quesos con tal de no vernos más por su casa.
No tardó en descubrirnos la aviación. Las veces que nos echamos al suelo, nos volvimos a levantar, subiendo y bajando pendientes, siempre perseguidos por la cadena de cazas que nos ametrallaba a placer, renuncio a contarlas. Nuestras energías nos abandonaban, y teníamos que sacar fuerzas de flaquezas para ponernos a salvo. Una de las lomas en la cual había unos pinos, y en los que nos apoyamos para descansar, tuvo que ser abandonada tirándonos por la pendiente abajo. Y lo hicimos a tiempo, cuando el último de nosotros bajó del bosquecillo las balas de los aviones cubrían ya materialmente la pequeña arboleda desgajando ramas y troncos pequeños como fulminados por el rayo.
Aquel penoso caminar de subidas y bajadas parecía no acabar nunca. Un camillero de Castro-Urdiales se tiró al suelo y se negó a caminar prefiriendo quedarse allí, aunque lo cogieran los “mohamed”. Tuvimos que convencerle y siguió caminando por una senda, que serpenteaba entre varias lomas, en cuyas cumbres los aviones levantaban polvo y tronchaban arbustos con los impactos de sus ametralladoras. No pudimos caminar en paz porque en la vaguada comenzaron a caer balas de los aviones, y tuvimos que seguir el camino hasta lo alto de un pequeño montículo, momentos antes ametrallado.
Atardecía, los aviones dieron su última pasada, y ya pudimos caminar reposadamente. Delante de mí iba el teniente Zulaica, aquel oficial beodo que me insultó a la puerta del cuartel de Santoña; parecía otro cuando no bebía, y en este aciago atardecer del día veintisiete de Abril del año luctuoso de 1937 su rostro, agotado como yo, había perdido su grosera desenvoltura de otras fechas.
Cuando coronamos la loma me detuve un momento para descansar, y a mis pies se ofreció el espectáculo de una hermosa ciudad. Grandes edificios de varios pisos, templos y antiguas residencias señoriales, que elevaban al cielo sus torres mudas o sus escudos blasonados. Calles espaciosas y humaredas de incendios desperdigados. Una voz me dijo al lado: – Eso es Durango -.
Retirada en Durango
Me satisfizo tanto la visión, que ni el triste crepúsculo, ni el humo de los incendios, ni nuestro incierto destino apagaron la grata impresión que me produjo la ciudad vizcaína, cuyo nombre aparecía con insistencia creciente en los partes de guerra, y cuya posesión se iba a disputar sin paliativos. Acaso ya aquellas fuerzas, que vimos bajar desde las inmediaciones de Garay, estaban a tiro de fusil de la ciudad padecida, y en sus calles, y en sus casas todas se iba a desarrollar la apoteosis sangrienta de su disputa.
Después de una hora de subidas y bajadas y cuando el sol caía dimos vista a Iurreta. Cuando llegamos a ella era casi de noche. Allí estaban el resto del batallón y otros batallones de gudaris. Estábamos agotados por el esfuerzo, y apenas podíamos expresar nuestra indignación o nuestra desgana. Por si fuera poco el sargento practicante estaba hecho una furia conmigo, se me había olvidado despertarle. El pobre muchacho se quedó dormido a pierna suelta. Cuando despertó y se vio solo, puso pies en polvorosa y llegó a Iurreta antes que nosotros, a punto estuvo de ser apresado.
Cuando estuvimos casi todos reunidos empezaron las mutuas explicaciones. Las que más nos indignaron fueron las aseveraciones del teniente ayudante Peña, y de mis amigos Peso y José Luís López Pereda. Solo faltaba Calili, ¿Donde se había metido? Volviendo a mi relato, nos refirió Peña, que en Durango les habían querido prender unos jefes vascos. Nos acusaban de haber abandonado las posiciones sin disparar un tiro. Y Peña, que por lo visto era el elegido de nuestro destino para recibir o los plácemes acaramelados de Aguirre, o las tarascadas de sus coroneles, decía indignado: – Pero señor mío, ¿Cómo íbamos a disparar los tiros, si no teníamos cartuchos ni cartucheras? – Solo cuando se les hizo saber esto se calmaron y los dejaron tranquilos.
El comandante estalló en venablos contra los jefes en cuestión, y nuestro griterío de cólera y resentimiento se hizo tan estridente y generalizado, que nuestro comandante renunció a hacernos callar. Nos encargó que hiciésemos cena y posada donde pudiésemos buena o malamente. Era ya francamente de noche. Luís el oficinista, Peso y yo nos unimos a dos o tres soldados más y nos pusimos a caminar hacia un cruce de carreteras, que hay poco antes de llegar a Iurreta según se viene desde Bilbao. Allí había un puesto de periódicos. No se como tuve la humorada de comprar uno. Era el periódico “Euzkadi”. En grandes titulares de sabor racista, muy común en el separatismo vasco, se leían apostrofes y arengas sobre el incendio de Guernica por los aviones nacionales. Fotografías de grandes incendios, y el retrato de un pobre viejo de facciones muy vascas y de aspecto respetable que tenía en su rostro varias heridas de metralla, y un pie de fotografía capaz de hacer conmoverse a cualquiera: – La metralla fascista no ha respetado su venerable rostro euskaldum – Yo que sabía que muchos pelotones de fusilamiento rojo-separatistas no habían respetado ni los rostros, ni la vida de ancianos venerables como los de Honorio Maura, Pradera, Melquiades Álvarez, etc., no me conmoví, y no por ello dejé de lamentar las heridas que presentaba en su rostro el respetable y pacífico anciano de la foto, convertido, quizás a su pesar en pendón de sensiblerías. Y me alegré de que sus heridas fuesen leves.
Un gudari, que leía mi periódico por detrás de mí, comentó: – ¡No entrarán en Guernica los fascistas, la incendiarán pero no entrarán! – Otro que venía por la carretera de Guernica, y que oyó la épica imprecación, le contestó: – Pues date prisa a defenderla camarada, a estas horas o están entrando o a sus puertas – El otro cayó, y yo acabé por darle el periódico para que se entretuviera. Estábamos a veintisiete de Abril de 1937, y a punto de caer las dos ciudades más importantes de Vizcaya, Guernica y Durango. No era como para estallar en imprecaciones optimistas. Allá quedó el impetuoso gudari a la luz de un farol registrando con sus ojos ilusionados todos los ámbitos tipográficos del periódico Euzkadi, donde un pobre viejo herido había servido de “Yirteo” sin proponérselo siquiera.
A nosotros se nos unió el teniente Herrerías, con esto el grupo cobró animación, ya teníamos un oficial que nos acompañara, y este hombre agradable y de buen temple era entre nosotros un camarada más. Puestos ante el cruce de carreteras Herrerías indicó la de Guernica y allí nos fuimos. En un caserío cercano nos acomodamos a dormir entre paja. No pudimos hacerlo, todo se nos volvía a preguntar al teniente Herrerías, y el simpático oficial a explicarnos con paciente amabilidad detalles de la situación de nuestra brigada. No era para poner los pelos de punta, pero tampoco era un presagio de venturas. El batallón 138 estaba reducido a la tercera parte, del 106 y 116 no se sabía nada. El nuestro era el menos castigado. De nuestra compañía concretamente Joaquín Vedia estaba como desaparecido, no había más bajas. Herrerías dio también como desaparecido a Calili; y ante la explosión de risas por nuestra parte se hizo explicar, cuando le conté como y donde vi por última vez a Calili el que se reía era Herrerías. Sin embargo en Iurreta no estaba cuando nos reunimos. ¿Qué sería de él?
De pronto Herrerías se levantó, el episodio de Garay le ponía nervioso. Nos propuso seguirle y marcharnos a Santander. – El caso de hoy se va a repetir cuantas veces tengan estos tíos oportunidad para sacrificarnos. Si quieren independencia, que la defiendan ellos solos. Además si ganamos la guerra eso de independencia lo veremos – A mí me pareció un poco fuera de sentido el proyecto de Herrerías, y sobre todo el que abandonásemos nuestro descanso. Pero en fin con los demás me levanté, y salimos soñolientos a la carretera.
Supe que caminábamos hacia un caserío cercano. Cuando llegamos a su puerta Herrerías comenzó llamando a Aedo a grandes voces. Aedo nos increpó desde la ventana con su voz becerrona salpicada de juramentos intranscriptibles. Herrerías le hizo bajar y le explico su plan y su decisión; a Aedo se le quitó el sueño que traía. Con toda la prudencia que pudo, pues no almacenaba mucha, nos intentó disuadir. Cuando vio que no conseguía nada nos mandó al cuerno a Herrerías y a todos nosotros, maldiciendo la hora en que le despertamos por una locura. Allá fue escaleras arriba mientras los peldaños carcomidos gemían bajo el peso de sus botazas.
Cabizbajos y detrás de Herrerías a quien Aedo había desanimado, “dejado solo” según decía, nos llegamos al cruce de Iurreta, y allí tomamos el camino de Amorebieta. En el primer caserío que encontramos a la izquierda de la carretera nos metimos. Allí subimos al pajar por una escalera de peldaños traicioneramente rotos. Cada uno que subió tropezó tres o cuatro veces antes de llegar a lo alto. El suelo del pajar lleno de grandes agujeros, que la oscuridad hacía muy peligrosos, hizo caer con exposición de nuestros huesos a dos o tres de nosotros. En un rincón del pajar Luís el oficinista llenaba su mechero de alcohol e intentaba hacerlo alumbrar, creo que lo consiguió. Poco le hicimos alumbrar, al momento de tumbarnos trabajosamente en la paja dormíamos como troncos.
A ratos interrumpían nuestro sueño el continuo pasar de columnas motorizadas que se dirigían a Durango. La ciudad casi cercada se iba llenando de carne humana, cada vez más apretada. Esas masas humanas aumentaron el número de cadáveres y de heridos. Llano de la Encomienda nuestro general había ordenado a toda costa la defensa de la villa. Orden inútil, a la mañana siguiente la villa sería sangrientamente perdida para los republicanos, que tendrían que abandonarla a toda prisa para escapar del cerco.
A la mañana siguiente después de un sueño reparador salimos a la carretera a ver si podíamos comer algo. Allí nos encontramos con un cabo de nuestra compañía, precisamente el portador del único fusil ametrallador que teníamos. Había lloviznado algo y el suelo estaba aún húmedo. Era un chico el tal cabo alto, fuerte y avispado, aunque discreto y poco hablador. Venía desconsolado, el fusil ametrallador que era un modelo Hotchkiss español por aquel entonces reglamentario no disparaba un solo peine, y como además pesaba varios kilos, casi el doble que el Mauser corriente, lo que más apuraba a nuestro cabo era el hecho de tener que cargar con un arma inútil. Herrerías lo consoló y requirió a unos armeros de la CNT, que casualmente descansaban en una cuneta próxima, para que opinasen del arma en cuestión. El armero lo examinó, le introdujo un cartucho en la recámara y disparó. – El percutor es excelente – nos dijo- pero el mecanismo automático está inutilizado -. Es decir, que en vez de cargarlo peine a peine como en los fusiles ordinarios, había que cargarlo cartucho a cartucho, o sea más lentamente. Realmente el pobre cabo iba a estar aviado. Herrerías le prometió que el arma sería apartada del uso, y que así se lo propondría al capitán Mateo. De esta manera tendría que ser dado de baja el único fusil ametrallador que teníamos en la compañía, donde nueve o más armas de esta clase no habrían constituido un exceso.
Los armeros nos preguntaron quienes éramos, y en sabiéndolo nos obsequiaron con ranchos en frío: queso, chocolate, pan y un trago de coñac. A las unidades vascas no les faltaba nada de equipo y alimentos, aunque dentro de la escasez. A los batallones de Santander nos faltó de todo. Si no es por las requisas hubiésemos caído enfermos por culpa de la desnutrición. Ellos… bueno, ellos se permitían el lujo de dar, de dar a los que con tanto derecho como ellos a tener, no teníamos siquiera de lo más necesario.
Mientras agradecíamos a los citados milicianos su obsequio, y empezábamos presurosos a consumirlo, nos dimos cuenta que al oeste de Durango, y en zona muy próxima a la villa, el paqueo más o menos denso de las primeras horas se había cambiado en un tiroteo cada vez más empeñado. Llegaron a la carretera desde aquella parte unos milicianos con un cadáver en una camilla. Con ojos ya indiferentes vimos como la triste caravana subió la camilla a un camión, y emprendió la marcha hacia la retaguardia.
Aquellos de la CNT, que nos habían invitado a desayunar tan piadosamente, eran chófer, ayudante y acompañante de un camión de municiones, que había parado a pocos pasos de nosotros para desayunar ellos también. El camión venía lleno de munición y explosivos. Al decirnos esto no pudimos por menos de quedarnos mirando al terrible vehículo con recelosa curiosidad, mientras nos hacíamos “in mente” pavorosas conjeturas.
Pero no nos fue preciso conjeturar por mucho rato, un zumbido de motores nos anunció que la aviación iba a entrar en acción. En el cielo seminublado apareció la famosa cadena de aviones de caza, que tanto nos había castigado el día anterior. Aviones en hilera descendían velozmente arrojando bombas o ametrallando la carretera de Durango a Amorebieta. Como nuestro lugar era el más castigado corrimos hacia un refugio cercano, en el cual nos amontonamos rápidamente con bastantes personas civiles y militares, que ya había allí dentro. Ya en la carretera vehículos y viandantes procuraban resguardarse, unos apartándose de allí velozmente otros deteniéndose cerca del refugio, en el que entraban más que aprisa sus ocupantes. En el momento en que entrábamos en el refugio un coche ligero, que pasaba a toda velocidad hacia Durango, fue alcanzado por las balas de un avión. Segundos antes de recibir los impactos el chófer lo abandonó en marcha lanzándose al refugio, el ametrallado coche siguió su camino, supongo que se pararía o se estrellaría. Apenas entró el chófer fugitivo en el refugio, una explosión cercana nos indicó que una de las pequeñas bombas, que tiraban los cazas, había estallado cerca. Pensamos todos en el camión de explosivos, y nos recorrió el cuerpo un escalofrío. Parado a solo cinco o seis metros del refugio su explosión sería terrible, pues el citado abrigo era una garita cuadrada de cemento, que no estaba siquiera bajo tierra. Sin embargo el optimismo no había desaparecido por completo. Recuerdo que el chófer del coche ligero, cuando se le pasó momentáneamente la palidez y pudo tragar saliva, nos dijo entre jadeos y mientras se relamía su boca seca: – Que lástima, les habíamos hecho retroceder a los facciosos cerca de un kilómetro con nuestros carros de combate, ahora se presenta la aviación y no podemos defender Durango, tendremos que entregarla -.
Por fin se fue la aviación y salimos fuera del refugio. Nuestras primeras miradas fueron para el camión de explosivos, comprobamos con el natural sobresalto que alrededor del vehículo presentaba el suelo impactos de ametralladoras de avión, y que habíamos salvado la vida de modo providencial.
Comentando andábamos el feliz lance, cuando apareció Aedo entre nosotros. Se congratuló de encontrarnos y nos encargó que esperásemos. El camión del batallón estaba en Iurreta, él iría a recogerlo para llevarnos con el resto de la unidad a Amorebieta. Allí debería estar el resto del batallón, se nos daría rancho en frío y descansaríamos, que buena falta nos hacía a todos. Cuando apareció el camión otra vez la cadena de cazas estaba ametrallando la carretera. El propio vehículo que venía a recogernos traía el toldo atravesado por una bala, y una bomba lanzada contra él había reventado milagrosamente unos metros detrás. El chófer asustado quería parar y refugiarse, pero Aedo, que se había levantado valiente aquel día, le obligó a seguir hasta la puerta del refugio, en cuyo interior nos habíamos precipitado de nuevo.
Subimos al vehículo poco menos que volando. Yo mismo ignoro como me encontré dentro saltando con mis dos pesadas mochilas. El camión emprendió velozmente su marcha camino de Amorebieta, después de hacernos rodar por su batea a causa de su rápida arrancada. Aún nos persiguieron los aviones un par de kilómetros. La impresión fue corta, ya que a la velocidad que iba el camión dos o más kilómetros los recorrió en un instante. Al entrar en Amorebieta la aviación nacional quedaba muy lejos, o se había vuelto a retirar.
Rebelión en Amorebieta
El sol no acababa de lucir a pesar de ser ya cerca de las doce del mediodía. Amorebieta es un pueblo muy bonito, la carretera lo divide aunque no en partes perfectamente iguales. Su preciosa iglesia caía a la izquierda de la carretera general según se va hacia Bilbao. El río Ibaizabal bordea el pueblo por su margen oriental, formando un conjunto pintoresco. Todo estaba afeado por la guerra. En la paz debía ser uno de los pueblos más bonitos de Vizcaya. A la otra orilla del río, es decir al oeste del Ibaizabal, se alzaba la peña de Lemona, que sonó no poco por aquellos días a causa de su valor estratégico.
Todo esto lo iba considerando yo, mientras dábamos vueltas por el pueblo intentando localizar nuestra unidad. El pavimento de la carretera aparecía casi tapizado de emblemas nacionalistas verdes, blancos y rojos, abandonados o tirados por sus poseedores. Triste símbolo de las pasadas derrotas y presagio seguro de futuros derrumbamientos de mayor cuantía aún. Por cierto que hasta que fui informado aquel día, los tomé por trofeos de guerra tomados a los italianos. Herrerías que tenía un concepto injustamente malo del valor de los gudaris me decía, riéndose de mi error, que tales para cuales; afirmación exagerada e inexacta.
En la carretera de Galdácano y a su izquierda había un caserío grande, allí nos llevó Herrerías. Tuvimos que andar unos ochenta metros que separaban dicho caserío de la carretera, camino que hicimos por una senda amplia y llana. Al otro lado del camino y algo más apartado aún de la carretera estaba el alojamiento de la segunda compañía. Eran dos caseríos grandes con un pajar espacioso en la planta superior, que nos sirvió de dormitorio. Nuestro capitán nos recibió con los brazos abiertos y nos envió a la intendencia del batallón, allí nos dieron rancho en frío. Un sobre de papel amarillo nos fue entregado en el almacén, tenía dentro seis galletas pequeñas de las redondas, una lata de sardinas, un trozo de chorizo pequeño y dos onzas de chocolate. No tuvimos tiempo de saber si era mucha o poca comida aquella, a nosotros nos supo a gloria aquel refrigerio tan oportuno. Después me he puesto a hacer consideraciones sobre el estado en que podían estar un trozo de chorizo y unas galletas, metidas en un sobre, y guardados Dios sabe el tiempo en un almacén y en un país lluvioso. Pero no recuerdo más que aquellas viandas nos mataron el hambre y nos hicieron felices por el momento.
Por la tarde tuvimos un regular rancho caliente, el cual estábamos a punto de olvidar después de cuarentaiocho horas de faltarnos el contacto con la cocina. No faltó al subir a acostarme el riesgo consabido de romperme una pierna por la carcomida escalera del pajar, a la cual le faltaban dos peldaños con ignorancia de los que subíamos.
Ninguna novedad en aquella noche, que dormimos completa y pacíficamente. A la mañana siguiente y en la cola del café supimos que Durango había sido tomado por los nacionales el veintiocho por la mañana, probablemente a la misma hora en que el chófer de marras nos hablaba en el refugio de Iurreta.
En Amorebieta la vida era apacible, solo la inquietaban las frecuentes incursiones de la aviación nacional. Como era un punto importante en la carretera general a Bilbao, carretera que alimentaba al ejército defensor, el mosconeo de los aviones nacionales sobre ella era casi de sol a sol. Unas veces nos sorprendían las escuadrillas en la fila del rancho, y la cola se disolvía en un santiamén. Otras veces nos sorprendía la aviación comiendo nuestro condumio, y cuerpo a tierra continuábamos en la tarea a veces en las posiciones más cómicas e inverosímiles. En los días de sol nuestro empeño en tapar o disimular objetos brillantes o de colores vivos nos hacía parecer más locos que cuerdos, recurriendo a los más caprichosos artificios para satisfacer nuestro objeto. Hubo días en que sobre el cielo de Amorebieta pudimos contar hasta cien aviones enemigos. Aviones republicanos hasta la fecha no había aparecido ninguno.
A pesar de esto la moral de los mandos no decaía. Recuerdo que cuando se conquistó Bermeo por los nacionales, el bueno de Herrerías por no confesar la toma de Guernica lo convirtió en un desembarco sorpresa. ¡Y acabábamos de llegar de Iurreta, después de una odisea penosa y militarmente deprimente!
Al día siguiente después del café, y meditando alegremente mi próxima liberación, ya que para mí la toma de Durango era eso y no otra cosa, me llamó el oficial Aedo. Me dijo que como sanitario yo debía comer en la plana mayor de la comandancia. Me sorprendió la orden, y fui con mi cuita a la citada comandancia. Allí me dijeron que como siempre yo debía comer en la compañía, y a la compañía volví como el rayo, ya escamado y molesto. Yo no se que cara llevaba, pero Aedo me echó una mano por encima del hombro, y me dijo que no me apurase que él lo arreglaría. Volví a la comandancia a dar cuenta de esto último, y allí me encontré con el practicante. Ya no me guardaba rencor por lo de Garay, y me abrazó con amabilidad. Tenía cosas que contarme, y me hizo gracia escucharlas.
Debido al castigo aéreo casi constante, el personal de la plana mayor de la comandancia pasó por los mismos apuros que nosotros. Después de acaecidos los sucesos no hay duda que en muchas circunstancias angustiosas había aspectos francamente cómicos. Martínez me refería, con una seriedad que hacía más festivo su relato, como el médico y él habían tenido que refugiarse en los lugares más inverosímiles con tal de que les ofrecieran al menos aparentemente garantías de seguridad. En una ocasión en que fueron sorprendidos en un caserío, mientras Martínez se lanzó a un rincón el médico se puso rápidamente un casco y se metió en la campana de la chimenea, y allí estuvo respirando hollín hasta que terminó el acoso de los aviones. Si la introducción en la campana de la chimenea fue algo rápida, no fue así la bajada, que decía Martínez fue laboriosa y bastante tiznada. En otra ocasión en que tuvieron que ocultarse en un zarzal por no dar tiempo a otra cosa mejor, el sargento buscó a su superior sin hallarlo. Solo cuando quiso coger unos zapatos, que parecían abandonados en otro zarzal, oyó la voz de su jefe que le decía con enojo: – ¡Caramba Martínez que soy yo! – No puedo pasar por testigo presencial de estos hechos, pero garantizo su posibilidad.
Cuando al poco rato saludé a nuestro jefe que acababa de llegar, y le referí con emoción nuestra odisea de Garay a Iurreta, no me maravilló que respondiese con displicencia: – No tiene importancia, eso no es nada -. A nuestro jefe también le había tocado tragar su píldora amarga.
En los primeros días de Mayo se proveyó a las compañías de comisarios políticos. Estos cargos que existían en las unidades superiores, ignoro si al salir de Santoña lo teníamos en el batallón, fue en Amorebieta donde aparecieron en las compañías, siendo nombrado en la nuestra el sargento Florentino Argos. Me alegré, me parecía un hombre moderado, falta nos hacía. Su poder sobre vidas y carreras podía ser omnímodo, y hubiera sido funesto en ese cargo una persona de menos luces, o más fanática, o con peores intenciones. Argos no fue jamás víctima de estos tres temibles defectos. Cuando le felicitamos, nos felicitamos sobre todo nosotros. Argos agradeció la felicitación, y nos mostró la insignia, era una estrella roja de cinco puntas rodeada de una cenefa circular del mismo color, que tangente a las cinco puntas le daba el aspecto de extraña rueda futurista. Debajo había un galón lineal también rojo. El comisario del batallón tenía dos galones, el de la brigada tres, y así sucesivamente. Su papel era el de mantener la disciplina y el espíritu de las tropas, función por lo visto para la que el mando no creía capaces a sus oficiales.
Amanecía en aquella jornada del segundo o tercer día de estancia en Amorebieta cuando los demonios dieron ocasión al nuevo comisario político de poner solemnemente su primera inyección de optimismo. Entró radiante en el caserío cuando acabábamos de cenar, y proclamó alegremente: – Muchachos el España se ha hundido frente a Santander. Lo han hundido las baterías de costa y los aviones -. Y aquí tacos y juramentos del más soez y refinado formato. Los más se animaron, los menos quedamos callados. Sin embargo una pregunta nos hicimos: – Si hay aviones en Santander ¿Porqué no vienen al frente vizcaíno a ayudarnos? – Creo que ni el propio comisario podía explicar bien la noticia. Ya en tono menor nos comentó que el hundimiento era real, pero que las causas él no se las llegaba a explicar. Por lo pronto las noticias decían que el destructor fascista Velasco había recogido a todos los náufragos, y que la aviación de Santander no pudo impedir la acción fraternal del buque nacional. Sacamos Florentino y yo la conclusión de que el España se había hundido solo, o embarrancando o al chocar con una mina.
La prensa exultante de euforia aventó a los cuatro vientos cardinales la noticia con los más llamativos titulares que pudieron reunir sus tipógrafos. En Bilbao impacientes por hacer saber la noticia se fijaron pasquines por las esquinas. Acordados ni más ni menos que por el consejo de ministros, que se reunió al conocer el inesperado y reconfortante suceso.
Cuando aún nos duraba en nuestro ánimo los efectos del mazazo que acabábamos de sentir, aparecieron sobre un cielo que comenzaba a oscurecer por oriente los famosos y temibles cazas de la cadena. Tableteos de ametralladoras y explosiones de bombas nos rodearon indicando que actuaban sobre el tráfico de la carretera. De pronto un estampido, más intenso con mucho que los demás, nos hizo retemblar la casa, desprendiéndose tejas y cayendo al suelo objetos en equilibrio inestable. Nos dio la impresión de que el impacto estaba muy próximo. Apenas se retiraron los aviones que actuaron una hora, nos lanzamos fuera de la casa. Una camioneta atestada de municiones fue alcanzada de lleno por una bomba pequeña. El conductor salvó su vida arrojándose a la cuneta segundos antes. A ochenta metros de nuestra casa unas ruedas delanteras reventadas y un eje aún rígido sostenían un radiador retorcido. Detrás hierros, astillas, engranajes, tubos y charcos de gasolina ardiendo es lo que quedaba del camión alcanzado. Montones de cartuchos, que hacían explosión de rato en rato, y que eran peligrosos para los que se acercaban demasiado, constituían los restos de su mortífera carga. El conductor un vizcaíno ya viejo, colorado y de cuerpo vigoroso, tenía en su mirada y sus ademanes huellas fehacientes de la emoción que tuvo que pasar por su espíritu. Le felicitamos sinceramente por su intuición y su fortuna, que le permitieron seguir ocupando un lugar en este valle de lágrimas.
Estas cosas y otras más, todas dependientes del dominio del aire que ejercían los aviones nacionales, hacían que nuestro descanso no fuera todo lo apacible que hubiéramos necesitado. Diariamente salvo los días francamente lluviosos, y en Amorebieta hubo un par de ellos, el acoso aéreo a la carretera general de San Sebastián a Bilbao era casi constante de amanecer a crepúsculo. Cuando había algún soldado enfermo, si su estado no le permitía marchar a los refugios naturales, pasaba el muchacho un rato angustioso. Una tarde que me quedé al lado de Gelín el carnicero de Liérganes que tenía fiebre muy alta, soportó nuestro caserío un ametrallamiento que parecía sin duda dirigido contra él. Gelín, que tenía cerca de cuarenta grados de fiebre, creo que poca cuenta se pudo dar del peligro. Yo, que a su lado y tomándole el pulso sentía las ametralladoras casi en el tejado y en mis sienes los latidos cada vez más rápidos de mi corazón, llegué a pensar que de aquel lance podríamos muy bien no escapar. Cuando después de media hora tuvieron los cazas nacionales la condescendencia de marcharse, pude ver a un par de metros de la fachada y siguiendo el camino que nos conducía a la carretera general toda una hilera de impactos, que cosía materialmente el sendero. Habida cuenta de la debilidad del carcomido techo del caserío, mis compañeros juzgaron que había yo corrido serio peligro por no abandonar al enfermo, y elogiaron mi proceder. Si el peligro fue tan intenso como la emoción que me embargó, bien se puede afirmar que lo corrí bastante grande. Mi conciencia quedó tranquila y Gelín no lo olvidó jamás.
Para ahuyentar a los cazas de la cadena, o para intentar ahuyentarlos, el capitán Conrado decidió tomar un fusil ametrallador y apostarse en un bosquecillo cercano a los márgenes del río, que se acercaba por aquel lugar a las faldas de la peña de Lemona. Apenas la cadena comenzó a picar sobre la carretera, el fusil ametrallador comenzó a hacer fuego sobre los aviones, y los soldados por no ser menos a disparar sus fusiles. Fuera casualidad o de intento, los aviones comenzaron a descender velozmente y ametrallaron nuestros caseríos y el bosquecillo que ocultaban a los tiradores. Nosotros cuerpo a tierra en un prado presenciábamos no sin sobresalto el desarrollo de aquel singular episodio. Vimos como los tiradores del bosquecillo callaban como muertos cuando los aparatos les tiraban con sus máquinas, y como volvían a tirar cuando los cazas se alejaban para picar. Este vaivén se repitió tres o cuatro veces. Los fusiles y el automático acabaron por callarse por prudencia o por falta de munición, y los aviones se marcharon. El capitán Mateo decía entusiasmado que habían sido puestos en fuga por nuestras armas, y que eso del dominio del aire ya se iba a terminar, y que en terminándose el tal dominio del aire no habría más ataques de los facciosos, y que entraríamos en San Sebastián, en Vitoria, etc. etc. Donde no podía entrar el buen Mateo era en razones. Esta plaza era para él algo así como inexpugnable. El capitán Conrado nunca supuso a su viejo fusil ametrallador tan importante en la historia militar, como la mente infantil del capitán Mateo lo había estado encaramando. Espíritu inteligente y realista tomó a displicente chacota las frases de entusiasmo que su compañero Mateo le dedicó, mientras le felicitaba con abrazos y arrumacos un poco bastos.
No se si aquel día o al siguiente tuvo lugar la desbandada de Euba. Los batallones vizcaínos y el antiguo Lenín, que estaba en nuestra brigada con el número 116, tuvieron que retroceder a toda prisa. Algunos gudaris tomaron el desastroso lance por el lado tranquilo, y a decir de muchos asaltaban los tranvías o los trenes, y se marchaban a Bilbao a mudarse de ropas y a descansar para incorporarse al día siguiente a sus unidades. El comandante del batallón 106 de nuestra brigada al intentar detener a los gudaris desperdigados que marchaban a retaguardia recibía indefectiblemente la misma respuesta al cortarles el paso: – ¡Somos enlaces pues, batallón Ararca-Goiri! – Contó el desesperado jefe aquella tarde más de un centenar de enlaces en el citado batallón, y renunció a su intento bastante descorazonado.
Con la toma de Euba las vanguardias nacionales estaban a escasos kilómetros de Amorebieta. El desaliento cundía, y los oficiales y sargentos de la compañía ya mediante órdenes superiores ya por propia iniciativa sacaban la pistola hasta para darnos los buenos días. Las amenazas de muerte se hicieron tan frecuentes, que acabamos por acostumbrarnos a ellas tranquilamente.
El día cuatro o cinco de Mayo por la mañana el capitán Mateo nos hizo saber que de nuevo entraríamos en línea, y que sería probablemente por el sector de Marquina. El desagrado con que recibimos la noticia fue grande, y las escenas de impotencia y abandono que vivimos en Garay volvieron a ser tema de comentarios indignados.
También por aquellos días el general Queipo de Llano hizo saber por una de sus charlas que el batallón 139, el nuestro, se había sublevado negándose a ir al frente. El hecho, que coincidió con nuestra salida de Amorebieta, no pasó de ser un intento sin graves consecuencias, sin embargo fue real y lo describo a renglón seguido.
No se si el cuatro o el cinco de Mayo y a la caída de la tarde el teniente Herrerías subió al desván donde estábamos un grupo de soldados reposando la comida, que había sido pacífica por la ausencia de los aviones nacionales. Nos dijo con aire preocupado: – Nos cambian de nuevo al frente, los oficiales vamos a sublevarnos contra esa orden alegando las lamentables condiciones nuestras y lo ocurrido en Garay; procurar oponeros a toda costa para apoyarnos en vosotros -. Tras recomendar absoluta reserva nos dejó abandonando el caserío. Hubo un silencio embarazoso y algo emocionante, ya que en aquellas circunstancias sublevarse era una cosa muy seria por las terribles consecuencias que pudieran derivarse de aquella decisión. Sin embargo nos animamos pronto, ya que estimamos que con el apoyo de los oficiales nuestra oposición sería más firme y resolutiva.
Al poco rato subió nuestro capitán, y con el semblante más serio y decidido que pudo nos dijo: – Nos llevan a Marquina, y allí la lucha será más sangrienta que por aquí, debéis oponeros con todas vuestras fuerzas -. Nadie quiso contestarle que según la Geografía Marquina debería estar conquistado por los nacionales hacía ya algunos días. Pero este hombre por candidez o por cálculo ladino se tragaba, o aparentaba tragarse, la mismísima rueda de un molino, si hubiese sido preciso. Para nosotros con Herrerías nos bastaba, la suma del capitán Mateo no aumentaba ni poco ni mucho nuestra decisión de rebeldía. Y así permanecimos mudos, nerviosos, recorriendo arriba y abajo el caserío como si estuviéramos enjaulados. En realidad, si los hechos resultaban como parecía, las perspectivas no eran para menos. Yo me dejé llevar por los acontecimientos, más testigo que protagonista.
En este estado se nos sirvió la cena, y durante ella, como en el ritual lavatorio de platos que la siguió, lo poco que se habló se refería siempre a nuestro insólito estado de insubordinación moral. Era casi de noche cuando se presentó el cabo furriel en el caserío con un saco a cuestas. Refunfuñando le recibimos, refunfuñando y a veces en voz demasiado alta formaron los soldados una larga fila encuadrada por los sargentos pistola en mano, que no intentaron acallar las voces de protesta harto estridentes. Y seguíamos gruñendo cuando cada cual recibió del famoso saco unas cartucheras de correas de goma con un gran escudo de Euzkadi en su hebilla, para más irritación de los montañeses. Y protestaban enérgicamente por los rincones del caserío mientras se ajustaban las cartucheras, y metían la vieja bayoneta por el tahalí de las mismas. A mi me empezaba a divertir aquello más de lo que sospeché al principio. Las cartucheras debían ser incómodas hasta no poder más, no tenían cartera atrás, y las dos carteras de delante eran lógicamente más grandes. Pero lo que más pesaba era la hebilla, aquel escudo de Euzkadi que parecía quemar en la boca del estómago a sus castellanísimos portadores.
Cuando a las nueve y media aproximadamente de la noche los oficiales y suboficiales nos llamaron a formar, aún continuaba el “runrún” de las protestas pero muy apagado. Se había obedecido, aunque no muy disciplinadamente en el reparto de las cartucheras, porque confiábamos en que los oficiales a la hora de marcha encuadrarían nuestra rebeldía fieles a su insinuación y a su promesa.
Cuando desembocamos en la carretera general ya estaba formada la segunda compañía en mitad de aquella, en descanso a discreción y dando voces de rebeldía. Al llegar nosotros las voces se duplicaron en número y fuerza: – ¡No salimos, no queremos salir, nos llevan al matadero! – O bien: – ¡No queremos ser más borregos, nos van a achicharrar! – Pero había un grito que tenía un éxito de clamor: – ¡Queremos regresar a La Montaña! ¡Que nos lleven a La Montaña, allí nos defenderemos! – Y al final más que un grito era un ferviente deseo de aquellos pobres padres de familia, el que solía sobresalir de los demás apostrofes: – ¡Que nos lleven a Santander con nuestras mujeres y nuestros hijos! ¡Nadie avance un paso, y al que lo haga le pegamos un tiro! – Durante todo este vocerío repetido una y mil veces las tres restantes compañías habían formado detrás de nosotros en la carretera, y se habían sumado a la algarabía, con lo que esta resultaba ensordecedora.
Yo y muchos más habíamos notado que los oficiales y casi todos los suboficiales permanecían mudos y pasivos ante el singular episodio que se estaba allí desarrollando, pero esperábamos no sin ilusión. Pronto la voz del comandante situado delante de nosotros se escuchó en tono destemplado: – ¡Esta gente va a tener la culpa de que me tenga que pegar un tiro! – Y siguió hablando acaloradamente con sus ayudantes, mientras corría el rumor entre los soldados de que tres o cuatro batallones vascos nos habían rodeado subrepticiamente, y tenían sus máquinas dirigidas contra nosotros. Yo no los vi, no niego que pudieran estar rodeándonos, pero me parece difícil que tres o cuatro batallones pudieran apostarse sin percibirlo nosotros. De seguir la cosa adelante tal vez, pero nunca el lujo de tres o cuatro batallones, de los que el mando no podía desprenderse por clarearse ya sus efectivos. Creo que fue un rumor intencionado, que tal vez salió de la obediente boca de un sargento.
Aprovechando el silencio que produjo la transmisión del rumor en cuestión un comandante vasco nos dirigió la palabra. Nos dijo que tiempo atrás batallones vizcaínos habían combatido en Asturias y en Santander, era justo que batallones montañeses y asturianos combatieran en Vizcaya cuando esta última provincia estaba angustiada. Sonaron grupos de voces aisladas: – ¡Ellos fueron comidos y vestidos, y con armas, nosotros estamos sin ropa, mal comidos y sin municiones! –
Nuestro comandante tomó la palabra: – No tengáis temores muchachos, no vamos a primera línea, vamos a guarnecer una segunda línea. Todo lo más que nos tocará hacer será reforzar una defensa o proteger una retirada, pero nada más, no se repetirá lo de Garay -. Y antes de que terminase su apurada arenga, los oficiales tomaron la palabra, pero para ponerse al lado de su jefe. Calleja más persuasivo, Aedo más sonoro, y Herrerías más impetuoso, nos vinieron a decir tres cuartos de lo mismo que nos dijo el comandante. La voz becerrona de Aedo salpimentada de tacos y juramentos terribles era la que más se percibía entre todas las demás. Los sargentos en voz más baja apoyaban con dialéctica de circunstancias. El capitán Mateo aparecía mirando con rostro asombrado aquella escena insólita para él. No le escuché decir ni pío, creo que no creyó su voz o su dialéctica lo suficientemente robusta para imponerse a aquel auditorio demasiado escandaloso y demasiado indignado.
Ignoro la actitud previa de los oficiales de las demás compañías. Se muy bien la actitud de los de la nuestra. Cuando los veíamos mudos y pasivos, aún esperábamos y resistíamos. Su actitud inesperada al lado de su comandante, faltando a su compromiso libremente ofrecido, y descabezando la rebeldía por ellos libremente encendida y fomentada, nos hizo el efecto de un mazazo. Pero rápidamente repuestos y desesperanzados, las voces indignadas subieron de número y de tono hasta enronquecer las gargantas. Entonces Florentino el comisario, que debió darse cuenta de que había muchos roncos, tomó la palabra y anunció que el Estado Mayor de Santander se había hecho cargo de nosotros, y que no ocurrirían ya judiadas como las de Garay. Pero a los soldados nos traían sin cuidado tales cambios administrativos, y gritamos aunque más flojo repudiando toda solución que no fuese regresar a Santander, ratificándolo con vivas ardientes y estentóreos a La Montaña.
Entonces se oyó la voz de Mateo que dijo: – ¡Escuchadme! – Y el microbio de la maligna curiosidad nos picó tan fuerte, que casi todos callamos mientras nos preguntábamos: – ¿Qué irá a decir? ¿Qué se le habrá ocurrido? – Y Mateo nos dijo: – Mañana vendrá la nuestra aviación -. Y lo puso peor, aquello nos sonó a burla, y las voces volvieron a atronar la noche. Por fin Calleja el primer teniente nos dijo más o menos estas nobles palabras: – No engañaros muchachos la aviación no viene, ni hay signos de que vaya a venir pero hay que ir al frente que es nuestro deber. Yo solo tengo mi vida, la entregaré a vuestro lado si es preciso y llega esa hora – La sinceridad de estas palabras nos hizo rendir nuestras gargantas. Cada uno habló según era, no hay duda ninguna, y Calleja circunstancias aparte era un oficial caballeroso.
Por lo demás nosotros nos comprometimos a revelarnos con nuestros oficiales al frente, o sea revelarnos el batallón al completo. Si los oficiales nos abandonaban, el batallón no estaba rebelado sino solo un grupo de soldados. A eso no nos habíamos comprometido nosotros, y nuestra actitud fue retrocediendo hasta quedar toda la compañía en silencio.
El último estertor de la rebelión se manifestó al dar la orden de marcha el comandante. Tres veces dio la orden preventiva y ejecutiva, y nadie se movió. Los primeros soldados no daban un solo paso. El comandante encarándose con los tres primeros de la primera compañía preguntó a todos, pero mirando fijamente a los tres hombres: – El que no esté conforme con marchar, que dé un paso al frente – Los pobres chicos estaban violentísimos, y quedaron quietos y en silencio mirando al cielo para eludir miradas inquisitorias. El comandante ya por cuarta vez ordenó: – De frente, mar…- Los tres primeros soldados comenzaron a caminar despacio y con desgana, vacilando a cada paso porque los compañeros de detrás les gritaban: – No marchéis gallinas, hay que aguantar y no ser borregos – Pero los de detrás y todos emprendieron la marcha, despacio y murmurando, pero la emprendieron. Yo que iba el último con mi mochila color naranja fuerte comencé a caminar tras mis compañeros. La segunda compañía que nos vio marchar comenzó a injuriarnos a voz en grito. Yo no me atrevía a volver la cabeza siquiera. Oí voces de ¡Fuego! Ruido de fusiles y de cerrojos, y unas pisadas, muchas, porque a pesar de sus amenazas la segunda compañía también emprendió la marcha detrás de nosotros; quitándome a mí, que caminaba el más cercano a ella, un peso de encima más que mediano. Supongo que las demás compañías también harían lo mismo.
El único fruto no pequeño que conseguimos en una hora de rebelión fue que se nos respetara en lo sucesivo, y no se nos enviase inermes a posiciones difíciles. Creo que logramos conseguirlo. Lo de Garay no volvió jamás a repetirse.
A los pocos metros de marcha le dio un ataque histérico a un soldado de mi compañía, muchachón robusto al que no dimos abasto para sujetarlo cuantos nos lanzamos a auxiliarlo, que no fuimos pocos. Como en Amorebieta no había luces tuvimos que alumbrar la escena con unas cerillas, que el viento apagaba al poco rato de encendidas. Por fin se calmó el soldado, proyecté hospitalizarlo, pero el hospital estaba evacuado, y opté por meterlo en la comandancia, en tanto que el batallón subía a sus nuevas posiciones.
La noche en la comandancia fue pródiga en incidentes. Empecé por comprobar con repugnancia, que mientras en la planta baja cada oficial había escogido un catre para descansar, yo me tuve que ir con el soldado a la planta alta, y ambos nos acomodamos en el suelo pelado sin más abrigo que nuestras mantas. Como se trataba de un enfermo cuyos ataques podrían repetirse, y no podía yo solo asistirle sin peligro de mi vida, bajé las escaleras para disponer al menos de luz ya que no de acompañamiento. Tentativa frustrada, pregunté al teniente intendente donde podría encontrar luz, y me mandó a paseo con muy pocos miramientos. Si al soldado le repetía el ataque durante la noche estando yo a su lado, el que hubiera tenido que ir al hospital hubiera sido yo dada la complexión física del enfermo. Todavía me mandaron bajar para ver a unos enfermos que había en la puerta. Cuando los vi fumándose un pitillo tranquilamente en el zaguán, los mandé a paseo y me dispuse a recogerme.
Pero en el descansillo de la escalera fui testigo presencial de una graciosa escena entre beodos, que en aquella noche tan poco regular tuvo la virtud de divertirme. El teniente Aedo bastante bebido dormitaba en el descansillo de la escalera apoyando su cabeza en la pared. Al descansillo daba la puerta de una habitación en cuyo interior un sargento y un comisario completamente borrachos disputaban acaloradamente. Martínez el practicante llegó en ese momento y se paró a ver la escena. Los dos compadres habían decidido pasar la noche juntos en un somier de matrimonio metálico y de gran peso. Indiscutiblemente era el mejor procedimiento para desembarazarse de su borrachera. Pero la discordia empezaba en el momento en que se trataba de colocar convenientemente el catre. Uno decía que debajo de una ventana, otro decía que en el testero de enfrente, y los únicos argumentos de apoyo eran el – me da la gana – No había pues posibilidad de un acuerdo entre ambas partes. Del argumento pasaron a los hechos, y cuando uno intentaba colocarlo de su postura, el otro lo impedía colocándolo en la otra. Vimos sorprendidos Martínez y yo como el pesado somier metálico iba de una postura a otra y de mano en mano, como si se tratara de una ligera pluma. Temiendo agresiones Martínez entró y les mandó callar. Los dos litigantes dejaron caer estrepitosamente el somier al suelo y volviéndose a Martínez como un solo hombre lo mandaron a freír espárragos. Martínez obedeció prudentemente, y yo subí al piso superior despacio sin perder de vista la escena. A esto Aedo, a quien tanto ruido había desvelado algo, se levantó, y se dirigió vacilante a los litigantes, que habían empezado a disputar de nuevo. Lanzando juramentos intentó separarlos por las malas agarrándolos por los brazos. Los litigantes, poco conformes con el poco tacto personal del improvisado mediador, lo empujaron al alimón, y Aedo rodó entre blasfemias hasta su rellano. Ya en él, y hecho un ovillo, siguió sin intentar levantarse su interrumpido sueño roncando con estrépito. Los litigantes asustados de su obra firmaron a toda prisa un armisticio, y al poco rato dormían en el dichoso somier, cuya posición no se ajustaba a ninguna de las que defendían minutos antes con tanto ardor sus ocupantes.
Martínez marchó no se donde, y yo me tumbé al lado del presunto enfermo, durmiendo toda la noche sin más interrupción que algunos desvelos míos muy justificados, que a la verdad ni fueron muchos ni muy duraderos. Cuando desperté a la mañana siguiente estaba descansado y en paz. Al soldado no le dio ningún ataque, y yo bajé al zaguán donde solo estaba Martínez. El practicante y yo nos reíamos con la escena de la noche anterior. Por cierto que observamos a un teniente que entraba y salía de la comandancia saqueando todo lo que podía. Yo no se donde lo llevaba, pero la última vez salió con un reloj de pared bajo el brazo. Pero volvió al poco con él, se conoce que encontró muy pesado el objeto para transportarlo en sus correrías militares. Martínez le hizo el chiste archisabido del relojito de pulsera como modelo más portable, y los tres nos reímos del lance.
Otro oficial se nos acercó con un saco de gafas requisado sabe Dios donde. A la fuerza quería venderme unas, yo le hice saber que no estando graduadas por facultativo no debía usarlas. No pareció comprender, pues le tuve que repetir muchas veces el indiscutible argumento.
Reíamos Martínez y yo de estos pintorescos episodios cuando nuestro médico apareció por allí, y haciéndose cargo del presunto enfermo que roncaba aún en su manta, me ordenó subir a la posición e incorporarme a mi unidad correspondiente, que ya ocupaba sus posiciones desde el alba. Cuando salí del pueblo en compañía del teniente médico me propuso mi jefe atentamente subir en la ambulancia del batallón y llegar hasta Echano. Desde allí a las posiciones el camino sería más corto. La ambulancia no llegó a ponerse en marcha. Un sanitario de no se que compañía de nuestro batallón bajaba asiendo del brazo a un sargento pálido y de mirada algo extraviada con un mono azul. Parecían darle ataques epilépticos. El médico me dijo que le acompañara yo, mientras él buscaba forma de llevarlo a Bilbao. Le hizo su tarjeta de evacuación y me la entregó. Yo interpreté mal la orden, y la primera camioneta que pasó que era una furgoneta pequeña, acogió al enfermo y marchamos camino de Bilbao. Como en la cabina de la furgoneta no cabían más que el conductor y un ayudante acomodé al enfermo al lado del chófer, y yo fui de pie en el estribo asiéndome con una mano donde pude y con la otra me agarré al enfermo al que sacudían de cuando en cuando crisis convulsivas, ignoro si eran epilépticas o de otro carácter.
El viaje fue muy desagradable. Yo que amanecí resfriado, recibí durante los cuarentaicinco minutos que duró el viaje una corriente de aire que me caló hasta los huesos. Yo creo que el pobre conductor pasó también un mal rato, temiendo que una de las crisis convulsivas del enfermo le fuese a variar la dirección y nos causara un accidente automovilístico. Por ello unas veces corría deseando llegar pronto, y otras marchaba despacio temiendo un viraje inesperado.
Por fin llegamos a Bilbao. Se trataba de encontrar el Hospital del Ave María, llamado también de Irala-Barri. Tuvimos que hacer varias preguntas por las calles para dar con el Hospital del Ave María. Por cierto que este nombre pronunciado no sin recelo sentaba como un escopetazo a muchos milicianos comunistas y anarquistas, cuya información nos vimos obligados a requerir. Yo creo que pocas veces en mi vida pronuncié aquellas sublimes palabras más veces juntas, que aquella accidentada mañana de Mayo en el Bilbao triste, padecido y agonizante.
Cuando dejamos al enfermo en el hospital la camioneta me dejó en Achuri pues el vehículo se quedó en Bilbao. Un amigo del chófer que vivía en Bermeo nos informó de la conquista de la citada ciudad por las tropas nacionales, y la precipitada evacuación de sus habitantes. Nuestro hombre nos contaba que tuvieron que salir de allí con lo puesto y la “serdo”. El mismo conductor de la furgoneta tuvo la atención de parar un camión que se dirigía a Amorebieta, y allí me subí con un grupo de combatientes de diversos destinos. Uno de ellos andaluz por cierto era tan gran aficionado al vino, que sostuvo una batalla victoriosa con sus compañeros de viaje, a fin de que parase el camión en un lugar de la carretera donde había unos cueros de vino abandonados, en los que llenó o pareció llenar su cantimplora. Esta afición al vino y otros datos de observación, denotaban un olímpico desdén respecto del agua, y no precisamente la potable.
A las once y media aproximadamente llegamos al cruce de Echauri. Unos dos o tres kilómetros de subida muy penosos para mí que ya tenía fiebre, y una desagradable impresión ante el primer herido de la compañía que se cruzó conmigo camino de la ambulancia, acabaron de sumarse a mi cansancio y a mi fiebre. Cuando llegué al alojamiento estaba para acostarme. El capitán Mateo después de una corta filípica me dio permiso para ello notando en mi aspecto la fiebre y el catarro. Yo que esperaba una tormenta mayor agradecí y agradezco al capitán Mateo su comportamiento considerado y humano. También me mandó comer, lo que hice sin ganas a pesar de ser un plato de alubias muy bien puestas por desgracia.
En las posiciones de Echano y Zuazo
Echano es un barrio de Amorebieta, ignoro si parroquia o no. Está situado al nordeste de aquella villa, y tiene una carretera propia que entonces moría en el mismo Echano. Aunque esta carretera tiene cuatro o cinco kilómetros, yo solo la recorrí en unas tres cuartas partes de su longitud total, pues las posiciones no estaban en el mismo Echano. Me dijeron que era estación balnearia, aunque no me informaron de las virtudes curativas de sus aguas medicinales. Es por lo demás un lugar precioso, solo afeado por el espectro de la guerra y de la escasez.
Cuando después de comer me eché en el camastro, un fuerte tableteo de ametralladoras y fusilería, que al principio me había causado inquietud, acabó por arrullarme y quedé completamente dormido. No llevaría mucho tiempo durmiendo, cuando el capitán me mandó levantarme, porque había llegado un soldado herido y había que curarlo. Aturdido de fiebre y de sueño vendé aquella herida, que parecía enteramente autógena. No quise indagar respecto de esto, y envié con un enlace al herido para que lo examinase el medico.
Al día siguiente estaba ya mejor y pude contemplar las inmediaciones de nuestro caserío, pues la tarde anterior ni siquiera pude levantarme a cenar. Estábamos en mitad de una loma, en cuya pendiente contraria se situaban las posiciones de nuestra compañía. Dominábamos parte del pintoresco valle de Durango, que hacia el sur cerraban unas lomas pedregosas tras de las cuales asomaban las legendarias peñas vizcaínas: Anboto, Urkiola y Udala ya a más distancia y en manos nacionales.
Las voces anunciando el desayuno me apartaron de la contemplación del panorama, y todos nos pusimos en fila a la puerta de una tejavana que había frente al caserío, en donde teníamos instalada la cocina. Cuando tomamos el desayuno, la sección del teniente Aedo que entraba de guardia marchó a las posiciones.
De la posición bajó a la hora y media aproximadamente un soldado, ya de unos treintaitres años delgado y con cara de susto, venía a por municiones. Nos extrañó mucho que viniese con semejante encargo a la hora y poco de entrar su sección de guardia. El nos explicó que se le había olvidado al teniente llevarse el repuesto. Mientras se lo preparaban el capitán Mateo empezó a interrogar al soldado, que con temblores de pavor y mirada esquiva eludía toda conversación contestando que sí a todo. El diálogo es digno de transcribirse con la mayor aproximación que puedo: Capitán: – ¿Sabes si hemos avanzado mucho? – Soldado: – Sí, sí – Cap.: – ¿Hemos tomado esta loma de enfrente?- Sold.: – Sí, sí -. Cap.: – ¿Y la otra loma de la derecha? – Sold.: – Sí, sí -. -¿Y la loma grande de más atrás, también ha caído en nuestro poder? – Sold.: – Sí, sí -. Cap.: – ¡Hay que ver lo ligeros que vamos avanzando, creo que antes de fin de mes estaremos en San Sebastián! – Y creo que a toda pregunta que imaginaba el capitán Mateo, el pobre soldado asentía con la cabeza sin perder su aspecto deprimido. El capitán entusiasmado le dio unos golpecitos en la espalda para despedirlo, cuando marchó a las posiciones con su caja de municiones. Poco antes de almorzar bajó otro enlace a municionar, ignoro si había gastado Aedo toda su munición, desde luego el tiroteo de fusil y ametralladora era muy denso y sin interrupción. Lo cierto es que llegó otro enlace, bastante más avispado que el anterior. El capitán le repitió las mismas preguntas, y el muchacho las negó todas en redondo con detalles más bien de avance del enemigo. Y en contra de toda lógica con quien se enfadó Mateo fue con el último enlace, que era el que tenía más visos de verdad, como si el pobre chico fuese culpable.
Después de pasar una tarde sin novedades cenamos, y nos acostamos no bien anocheció, aún tenía un poco de fiebre. Llevaba dos horas acostado cuando las voces del teniente Aedo me despertaron y conmigo a casi todos. Llamaba al sanitario, amenazaba con sacar la pistola, y cuando me vio aparecer vacilante y adormilado, me dio otra voz aún más fuerte, a cuyo sonido por poco no bajo rodando las escaleras desvencijadas. Había un soldado enfermo con un dolor en el lado izquierdo del vientre. Eso según peroraba Aedo era apendicitis, y de no darle yo una fricción de alcohol como él ordenaba, me juzgaría un tribunal militar y me enviarían a las tapias. Aquel ataque tan insólito del teniente Aedo contra mí me aturdió tanto, que apenas pude darle el alcohol donde quería aquel. Cumplida la orden Aedo se apaciguó, me dio unas palmaditas en la espalda y mientras yo subía la escalera entró en mi pieza diciendo: – Que fácil es hacer las cosas cuando hay disciplina – Aedo no sabía, o no quería saber, que en doce horas una sublevación, un tiro quizás autógeno, y dos ataques epilépticos un poco raros en una sola unidad, eran signos de una desmoralización que no podía arreglarse con fricciones de alcohol. Aquella noche estaba bebido, y todo se lo perdoné.
Al día siguiente después de un sueño reparador, sin más novedades que el tiroteo y tableteo de las armas y algún fuego de artillería, llegó el furriel con la agradable novedad de una ración de un cuartillo de vino, una copa de coñac y un paquete de tabaco, cerillas y papel por cada soldado. Era una de tantas maniobras que el mando empleaba como reconfortante de la moral después de las derrotas. Cualquiera que fuese el origen de estas atenciones, no hay que decir que fueron gratamente recibidas.
Aquel día después de comer recibí la visita de mi jefe sargento, que me contó nuevos episodios de la plana mayor. Uno de los oficiales, no era del batallón, al pasar al lado de una batería y hacer fuego una de las piezas se lanzó de cabeza a un bardal, de donde lo sacaron un poco corrido por las exclamaciones de asombro de sus compañeros y las risas de los artilleros.
A los dos o tres días de estancia en Echano apareció nuestro cabo furriel con un saco enorme. Se trataba de calzado, ya que cada uno teníamos el que llevamos de casa. Eran unas botas de cordón un poco endebles, aunque no eran incómodas de llevar. Casi al mismo tiempo, creo que en el mismo viaje, llegaron los portafusiles, con lo que dejaron los soldados de llevar el fusil atado con cuerdas. El reparto de ambos efectos lo hizo Luís el oficinista. Por cierto que tuvo que ahuyentar con el natural miramiento a un teniente, no se quien fue, que intento intervenir en el reparto de calzado. Yo no se que le diría el oficial recusado a Mateo, que el capitán lo suspendió en sus funciones de repartidor. Sin embargo no debió dar crédito a su oficial por mucho tiempo, Luís fue encargado de nuevo del reparto de los portafusiles.
Aquella tarde pasó por allí un grupo de gudaris, no se a que ni de donde. El capitán, que hacía preguntas a todo bicho viviente que pasaba, empezó a interrogarles. Ellos por cálculo o por halago dijeron entre otras cosas y a preguntas de Mateo: – Que Durango no había caído, pues -. Mateo se animó, y continuó su avance con la imaginación y sus preguntas, y los gudaris le contestaron: – Que Gorbea no habían tomado fascistas – En esto ellos se despidieron con embarazo de nuestro alborozado capitán. Los pobres chicos se quitaron un peso de encima cuando dejaron de mentir. Los vascos por lo general buenos diplomáticos y por su natural benévolo, pasan un mal rato cuando ensartan mentiras. Mateo que les interrogó a presión no debió dejarlos marchar, un par de preguntas más y aquella tarde hubiésemos entrado en Vitoria. Sin embargo con lo que le contaron los gudaris tuvo el hombre suficiente “gasolina” para hablar de grandezas toda la tarde.
Aquella noche un tronar de la artillería hacia la derecha de nuestras posiciones hizo exclamar a Mateo, que aquella descubierta de la artillería era indicio de ataque próximo. Aunque estaba en vena de optimismo no se equivocó. Batallones asturianos atacaron aquella noche, y pusieron pies en polvorosa ante la enérgica defensa de los soldados nacionales. Un grupo de atacantes que pasó desbandado por nuestro caserío nos contó con desaliento la densidad de fuego de la defensa, y la imposibilidad de acercarse a sus posiciones, ya que: – Cada fascista tiene un fusil ametrallador colgado del cuello – Según gráfica explicación de los fugitivos.
Al siguiente día el capitán, que creía que la inminente llegada de nuestra aviación no era sueño suyo sino realidad, divisó la cadena de cazas nacionales que surcaba el aire casi a diario. – Que aviones más raros – exclamó- Asistente, trae mis gemelos que son los nuestros – Y apenas los enfiló con los anteojos, comenzó la cadena a ametrallar el valle de Echano, y tuvimos que quitarnos de en medio más que deprisa. Mateo también lo hizo, pero sin abrir la boca. Nadie se atrevió a hacer el menor comentario.
Creo que fue aquella tarde, u otra de las de Echano, cuando descubrimos un sembrado de habas. Comimos crudas un buen puñado, otras las metimos en una cacerola, y como teníamos ganas de comer caliente las comimos antes de que comenzaran a cocer. Y es que en Echano el aspecto de la comida andaba muy apretado para los pobres de nosotros. Sin embargo en línea con nosotros estaba el batallón comunista Larrañaga, que venía retrocediendo ni más ni menos que desde Irún. Su intendencia siempre estuvo bien provista, y su armamento era mucho mejor que el nuestro. Cerca de nuestro caserío tenían emplazada una ametralladora, cada vez que cantaba según el argot de trincheras el capitán Mateo se sonreía, y con entusiasmo infantil decía admirado: – ¡Como canta, como canta! – Y parecía extrañarse en su interior de que aún no se hubieran muerto todos los fascistas con aquel canto admirable.
La tarde de aquel día, en que el capitán Mateo se confundió de aviones, llegaron a la compañía algunos soldados del batallón perdidos desde la desbandada de Garay. Entre ellos venía Calili, al que desde aquel reparto de pan en un caserío cercano a Garay no habíamos vuelto a ver. Nuestro héroe, tal vez temiendo nueva incorporación a trincheras, no se presentó en Iurreta y tomó camino de Guernica. Allí, esta es la realidad, debieron cogerle muy a su pesar, y obligarle a vigilar un grupo de máquinas automáticas sacadas de la evacuación de aquella ciudad. Y mezclado con los defensores de la misma apacentó su mudo rebaño de ametralladoras, hasta que le dejaron incorporarse a su batallón. El comisario Argos le contradijo burlonamente cuando Calili contó que había defendido Guernica, y que había actuado de capitán de ametralladoras. Cierto que ni lo primero era una gloria, ni lo último era una verdad.
El quinto día por la tarde, ya empezaba a anochecer, nos dieron aviso precipitado de marcha. Era aproximadamente el ocho de Mayo, después de cenar bajamos por las incómodas pendientes pedregosas, que habíamos atravesado cinco días antes al subir. Llegamos al pavimento más cómodo de la carretera, y por ella entramos en Amorebieta, a la que atravesamos camino de la estación. Se nos incorporó aquella tarde un tal Fructuoso, evacuado por enfermo en Iurreta, y que lo mismo que nosotros se alegró cuando al subir en los coches del tren eléctrico se nos informó que iríamos a Galdácano a descansar unos días.
Después de esperar media hora ya subidos en los coches, la locomotora eléctrica se puso en marcha y los que pensaron dormir quedaron chasqueados. A los quince minutos o algo más después de parar en la estación de Usánsolo se detuvo el convoy en Zuazo, estación correlativa, donde se nos ordenó bajar del tren.
Atravesamos varias calles del pueblo de Zuazo. A pesar de ser apenas media noche estaban desiertas, y solo se escuchaba el rumor de nuestras pisadas. A la puerta de un gran edificio se nos ordenó subir escaleras arriba, lo que hicimos más que aprisa, y en una sala a oscuras, donde había gran cantidad de sillas apiladas, se nos señaló alojamiento. Cada uno utilizó las sillas para acomodarse, y yo con tres que escogí hice mi cama y me quedé pronto dormido.
Al despertar al día siguiente pude darme cuenta que aquello era un teatro escolar, ya que en uno de los extremos de la sala se veían restos de escenario. El edificio donde estábamos debía ser un colegio religioso quizás, y a la sazón desalojado. A la puerta del colegio había un refugio no muy seguro y una sirena de alarma. Pero enfrente, y esto era para alarmarse, había una fábrica de explosivos.
Después de desayunar la sirena anunció aviación enemiga. Nos acumulamos en el refugio tal cantidad de personas que el aire llegó a faltarnos, y más que nada a los chicos pequeños cuyas madres los abrazaban con desesperación. Menos mal que a los cinco minutos cesó la alarma y pudimos salir a respirar a pleno pulmón. En el frente no me chocó la escasa actividad de los antiaéreos, aquí en la retaguardia sí, y mucho más donde había una fábrica de explosivos. Solo dos disparos se oyeron, y ya no dieron más señales de vida.
Después dando un paseo por Zuazo pude comprobar impactos de bombas en el campo de fútbol, y una especie de alameda picada de arriba abajo en árboles y suelo por las ametralladoras de los aviones. Este castigo aéreo era la causa de que en alguna ocasión el jefe de estación diera sus órdenes desde el refugio, deprimida su voluntad por las tragedias y peligros de la guerra desde el aire. En la estación era raro que hubiese fluido, y se veían ya locomotoras de vapor. Cuando la visité en el andén había unos niños de ocho a diez años que hacían comentarios sobre su marcha a Inglaterra en calidad de evacuados, que al parecer se realizaría aquella noche.
A los dos días de estar allí, sin pena ni gloria por cierto, se estimó peligrosa la estancia en aquel lugar frente a la fábrica de explosivos. Se nos llevó a un cine de la carretera general, y allí pasamos los dos últimos días de Zuazo entre butacas y retratos de artistas célebres. Como si nuestra estancia en el citado pueblo estuviese escrito que transcurriese bajo los velos de la farándula. Y no nos fue mal, hambriento como nunca cambié más de una vez mis trozos de carne, ignoro el animal, por cucharadas de arroz y garbanzos. La última noche de Zuazo hubo una juerguecita entre gudaris, asturianos y montañeses. Hubo vino, coñac, alegría sobre todo, y una batalla de jotas, aires asturianos y canciones vizcaínas, de lo más bonito que hasta ahora había yo presenciado en aquellas hermosas comarcas. Y es que estábamos contentos, porque nos íbamos a Lezama. A donde fuese, con tal de que no hubiese carretera general, donde tantos sobresaltos nos hacían pasar las ofensivas aéreas.