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Inter rail 2

Viena

Viena era la ciudad más importante en nuestro viaje por Europa, y también marcaba el límite del mundo occidental. Más al norte o al este estaban los países comunistas. En el camping vienés deliberamos nuestra ruta. El billete de interrail incluía por supuesto los países comunistas, y nosotros estábamos decididos a visitarlos. Además serían más baratos que los ya visitados Suiza y Austria. Nuestra primera mañana en Viena consistió en pedir el visado de entrada en la embajada de Hungría. Marcamos nuestro destino, que era Budapest, y el motivo de la visita, que era naturalmente turismo. Tardarían dos días en proporcionar el visado. Tras la visita a la embajada pateamos el centro antiguo de Viena, viendo desde fuera la catedral, el palacio real, la opera, y los jardines del Prater donde nos subimos a la famosa noria, rememorando la película “El tercer hombre” Desde la noria dimos un largo paseo hasta el Danubio real. Resulta que en Viena habían hecho como en Sevilla, alejar el río de la ciudad, dejando un ramal que embellecía, y evitaba las inundaciones. Tras el paseo volvimos al camping para descansar y cenar. El camping era enorme, y estaba lleno de jóvenes. Allí conocimos a un personaje peculiar. Era gallego, trabajaba en Australia, en una mina tan alejada de la civilización, que trabajaba seis meses al año, y vacaba los otros seis. Durante sus vacaciones se dedicaba a correr mundo. Vivía gratis en el camping. Cada noche quitaba la identificación de pago de una tienda cualquiera, y la ponía en la suya. Al día siguiente la devolvía, y quitaba otra. Nos pareció arriesgado el juego. Tras la cena de bocadillo nos fuimos a la cantina a tomar una cerveza y jugar al dominó. El juego apenas llamó la atención de nadie, cada uno atendía a lo suyo. Un grupo de suecos se fue calentando. Compraban un litro de cerveza, le vaciaban el gollete, y lo rellenaban con vodka, y lo iban pasando. Al tercer litro los cánticos y las risas eran llamativos y ruidosos. Llegada la hora nos retiramos a nuestra tienda a dormir. Al día siguiente continuamos pateando el centro de la ciudad, por la tarde fuimos en tranvía al barrio de los vinos de Viena. Allí entramos en una taberna donde había una gran animación. Las mesas llenas, quedaba una para nosotros, pedimos salchichas y cerveza. La animada parroquia cantaba canciones populares con ayuda de un piano que alguien tocaba. La algarabía y el jolgorio no decayeron hasta que nos levantamos para regresar al camping. Tanto la ida como la vuelta la hicimos sin pagar el tranvía. Como no había cobrador, simulábamos que pasábamos una tarjeta, y por el morro. Al tercer día recogimos tienda y mochilas, y pasamos por la embajada de Hungría a por nuestros visados. Con ellos en la mano nos fuimos a la estación para coger el primer tren a Budapest. Teníamos interés por conocer como era un país comunista, como sería el paso de la frontera, y el aspecto de la ciudad.

Budapest

Tras unos trámites de frontera anodinos y nada emocionantes (solo la observación poco detallada del pasaporte en los asientos del tren) llegamos a la estación central al final de la tarde. Tomamos nuestras mochilas y nos dispusimos a buscar un albergue juvenil para dormir. Dormiríamos en una cama por fin. El aspecto de la ciudad era gris y triste, nada que ver con el de Viena. El Danubio verdadero atraviesa Budapest ancho y poderoso. El edificio del parlamento es bello y de gran tamaño. Los puentes majestuosos, como los parques, pero no había jolgorio, ni tabernas, ni cánticos. Los colegiales volvían a su casa con sus instrumentos musicales. Budapest era una ciudad con gran afición a la música clásica. Muchos años después, ya siendo una democracia visité por segunda vez Budapest, y el ambiente había cambiado a mejor. Fui a ver la ópera “El barbero de Sevilla”, y me sorprendió la cantidad de niños con sus padres en el patio de butacas. La ópera en cuestión se cantaba en húngaro, para mejor comprensión del público infantil. Quizás en estos detalles está el fomento de la afición a la música clásica en los niños. Encontramos el albergue y nos alojamos en dos habitaciones con dos camas. Que delicia, el colchón blandito…pero donde estaban las sábanas. Había en la cama una especie de edredón/saco donde tendríamos que meternos para dormir. Dormimos como lirones en nuestra blanda cama. Antes de acostarnos fuimos a comer a un restaurante y tomamos sopa y algo más, que no recuerdo, la calentita y suculenta sopa no la he olvidado. Tanto el precio del albergue como el de la cena eran más baratos que el camping y el bocadillo austriaco. Al día siguiente pateamos el centro de la ciudad y subimos andando a Buda y a su bastión de los pescadores, donde se observa una bella vista de Pest. A atardecer nos fuimos a la estación para viajar a nuestro próximo destino, Belgrado. En nuestro departamento del tren entablamos conversación con un húngaro que era profesor, y que hablaba el castellano muy correctamente. Decía haberlo aprendido en Cuba, pero su castellano no tenía acento cubano. El caso es que tras las presentaciones y destinos, decidimos hablar en andaluz (rápido y comiéndonos algunas letras) o terminando algunas palabras en el sufijo griego “ides” para evitar que se enterara de todos nuestros comentarios. Desconozco si lo conseguimos o no.

Belgrado

Tras pasar un minucioso registro en la frontera yugoslava, llegamos al centro de la ciudad por la mañana. Dejamos las mochilas y la tienda en la consigna de la estación y nos dispusimos a visitar la ciudad. Por aquel entonces Belgrado era la capital de la Yugoslavia comunista, ahora rota en seis países tras una cruenta guerra. El Danubio, que conocimos en Viena era aquí anchísimo y rodeaba la ciudad. Nosotros lo vimos en un enorme parque boscoso, señorial e inmenso. En esta etapa nos dimos cuenta de la escritura cirílica. Si antes era casi imposible entender la cartelería en húngaro, ahora con letras diferentes nos pareció inalcanzable. Así que nos dedicamos a señalar lo que queríamos comer en los restaurantes, por su aspecto, aún a riesgo de desconocer su composición real. Belgrado nos pareció también gris y triste, como Budapest. No había edificios de bella factura, pero sus parques estaban muy arbolados. Recuerdo que desde una cabina de allí llamé a mi familia, llevaba varios días sin hacerlo, para comunicarles que estaba bien, y en nuestro destino más lejano. Llevábamos diez días de viaje. Por la tarde volvimos a la estación para tomar el tren a nuestro próximo destino.

Rijeka

Rijeka es una ciudad de veraneo en la costa adriática desde los tiempos del imperio austrohúngaro, y tenía una bonita estación, y buenos y bellos edificios en su centro. Ahora pertenece a Croacia. Cuando llegamos por la mañana, nos dirigimos en seguida al camping. Espacioso, de césped, y junto al mar. En cuanto pusimos la tienda nos fuimos a dar un baño. Allí constatamos que el mundo es un pañuelo. Durante el baño vinieron dos muchachos a preguntar si éramos españoles. Nos habían oído el jaleo de nuestro baño. Le dijimos que sí, y que éramos de Sevilla. Ellos contestaron que también eran de Sevilla. Pio y yo dijimos que estudiábamos medicina, uno de ellos dijo que su hermana también. Resultó que su hermana era de nuestro curso, y la conocíamos. Toda una casualidad, tan lejos de casa. El camping de Rijeka estaba a unos tres kilómetros de la estación, y allí la costa formaba una bahía. Frente al camping estaba Opatija, un pueblecito, que se veía muy bien. A mí se me ocurrió que podía cruzar a nado la bahía, y volver andando por la carretera. No se lo dije a nadie, sino que comencé la aventura en solitario. Cuando estaba a la mitad del recorrido, y ya bastante cansado, pensé que quizás no era tan fácil el ejercicio. Pero la decisión de volver al camping sin cruzar la bahía a nado la tomé cuando apareció la motora. Daba vueltas por el centro de la bahía a toda velocidad, saltando las olas. En dos ocasiones pasaron bastante cerca de mí, sin verme. Por más voces que daba no conseguía que me vieran, así que volví a toda velocidad, dando por bueno el haber salido ileso. Por la tarde, como había salido mal la natación, probé con la escalada. La costa era de arenisca dura, así que me puse a trepar por una zona con abundante agarraderos. Esta vez me acompañaba Ángel, que observaba a distancia y desaprobaba mi actividad por peligrosa.  En un momento que hice presa hacia mí, se desprendió mi asidero, y caí dos o tres metros de altura hasta el agua del mar. Cuanto pisé fondo el agua me llegaba hasta la cintura, pero junto a mi había una roca picuda como estalagmita, que podía haberme empalado. Decidí suspender mis actividades deportivas de riesgo definitivamente. En Yugoslavia no cambiaban pesetas, así que andábamos muy escasos de dinero, viviendo con los dólares que llevaban Manolo y Pío. Aquella noche tras cenar en la tienda de campaña los bocadillos, Manolo entabló conversación con tres chicas noruegas. El inglés te permitía comunicarte con los jóvenes de cualquier país. Las chicas eran de Bergen, Dimos un paseo y cantaron una canción noruega. Nosotros cantamos unas sevillanas, con muy poca gracia. Al día siguiente Manolo y Pío se fueron a la estación para que Pío pudiera comprar el billete a Venecia. Ángel y yo nos quedamos a recoger la tienda de campaña y los seguiríamos enseguida. Cuando estábamos a unos cientos de metros de la estación y faltaba media hora para que saliera nuestro tren, vi pasar un tren por un paso a nivel cercano. Y le dije a Ángel: -Te quieres creer que me ha parecido reconocer a Pío en la ventanilla de ese tren. Cuando llegamos a la estación nuestro tren ya había salido con media hora de adelanto. Había visto bien.

Tuvimos que montar un nuevo viaje a Venecia lo más pronto posible. Resultó un galimatías. Después de estar todo el día sin dinero en la estación, tomamos por la noche un tren a Zagreb, nos teníamos que bajar en una estación intermedia a las tres de la mañana, y a las seis pasaba uno de Zagreb a Venecia, que nos dejaría por la mañana temprano en nuestro destino. La espera en la parada intermedia se nos hizo larguísima, y no estábamos solos, allí había como veinte jóvenes más esperando esa conexión. Cuando llegó el tren a Venecia ya venía lleno de jóvenes enmochilados como nosotros. Nos sentamos en el suelo a terminar el viaje. Como nosotros no teníamos dólares estuvimos sin comer desde el desayuno del día anterior. Cuando llegamos a la frontera subieron unos soldados que se pusieron a empujar y dar patadas a los que estábamos en el suelo. Nosotros, que estábamos en una esquina, nos dio tiempo a ponernos de pie a la velocidad del rayo, pero otros muchachos que estaban frente a nosotros sufrieron sus terribles modales. Ni miraron pasaportes ni equipajes, había tanta gente en el tren, que hubiéramos estado varias horas en ese trámite. Cuando llegamos a Trieste recién amanecido se bajaron del tren muchos pasajeros, y pudimos sentarnos en un departamento la última hora de viaje. Recuerdo que en el departamento había un par de estadounidenses, con aspecto de hispanoamericanos, que se negaron a hablar en español. Y en el duermevela sufrí algunas alucinaciones de puro hambre. El chico de la esquina de enfrente me ofrecía algo de comer, y cuando abría los ojos para aceptarlo estaba dormido. Así varias veces.

Venecia

Por fin llegamos a nuestro destino, con medio día de retraso. La idea de llegar de noche a Venecia, que era nuestra intención, era ver amanecer desde los jardines de la bienal, como se veía en la película de Visconti “Muerte en Venecia” Bueno éramos muy cinéfilos, y coincidimos con unos años de buenos directores. El caso es que Ángel y yo no pudimos vivir el momento. Tras pasar la aduana cambiamos nuestras pesetas y nos dimos un opíparo desayuno en la misma estación. Al salir de la misma nos topamos con el gran canal y la iglesia de San Simeón. Magnífica vista para el recién llegado. Con las mochilas en consigna, pateamos la ciudad con los demás turistas, sin encontrarnos con nuestros amigos. Visitamos la plaza de San Marcos, con sus bellas arcadas, el campanile, el torreón de los moros, la basílica y el palacio ducal. Al caer la tarde nos fuimos a la estación. Habíamos planificado con nuestros amigos ir en un tren nocturno de Venecia a Roma. A los pocos minutos de esperar en la escalinata de la estación aparecieron y nos saludamos con entusiasmo. Ellos sabían que el tren de Rijeka salía más temprano, pero no tenían forma alguna de comunicárnoslo. Incluso Pío nos vio desde el tren, al igual que yo lo vi a él. Pero al fin estábamos juntos de nuevo. Nos subimos al tren, y durmiendo hasta Roma.

Roma

Llegamos muy de mañana a la ciudad eterna. Dejamos las mochilas y la tienda en la consigna de la estación, y nos pusimos a patear la ciudad. Primero visitamos el foro romano, el coliseo y el arco de Constantino. Deambulamos por todo el foro hasta el arco de Septimio Severo, justo al lado del edificio del senado y con el capitolio arriba. Entonces se hacía sin pagar entrada. Posteriormente subimos al capitolio, la plaza de Venecia, con el monumento al rey Víctor Manuel. Bajamos y cruzamos el tíber para ir al castillo del Santo Ángel y luego al vaticano. Cruzamos la plaza de San Pedro y entramos en la basílica para admirar la piedad de Miguel Ángel sin cristal protector. Podías acercarte lo que quisieras, pero sin tocarla. Magnífica escultura. Bueno toda la basílica está llena de esculturas y belleza. Ya por la tarde nos acercamos a la estación para nuestra última etapa en el extranjero. Se trataba de coger un tren que nos llevaba de Roma a Barcelona. En este tren tuvimos el único incidente del viaje. Pío compró su billete, nosotros escribimos el destino, y nos senatamos en un departamento libre. Coincidimos en el departamento con una mejicana de Sonora, y un chico de Toledo, que viajaba sólo.  Al amanecer, cuando el tren había pasado la Toscana, vino el revisor a decirnos que los tres de inter raíl debíamos pagar la reserva de asientos. Nosotros le dijimos que no habíamos reservado nada, que nos sentamos en los que estaban libres. El nos entendió perfectamente, pero insistía y nos amenazaba con llamar a la policía. La chica mejicana dijo que nos prestaba el dinero, nosotros le dijimos que teníamos el dinero, era muy poco, pero que no estábamos dispuestos a pagar lo que no nos correspondía. En la estación de Génova había unos carabinieris en el andén. El caso es que no se subieron, y el revisor nos dejó de dar la lata. Como curiosidad la chica mejicana nos enseñó el visado para entrar en España. Era muy minucioso, talla, peso, color de la piel, de los ojos, del pelo… Nos pareció una barbaridad para una turista de un país hermano.

Barcelona

Llegamos a Barcelona tras el consabido cambio de tren el Junquera. En la estación de Francia nos despedimos de nuestra amiga mejicana, y el chico de Toledo se pegó a nosotros. Manolo llamó a la chica a la que había dejado los discos, y nos invitó a comer en su casa. Llegamos a la dirección que nos dieron nosotros cuatro y el añadido en el viaje de vuelta. Allí estaban esperando las tres amigas. La madre nos acogió gran hospitalidad, y nos sentamos a la mesa. Preguntó si nos gustaban las chuletas de tocino, y con la boca pequeña le dijimos que sí. Luego resultó que eran chuletas de cerdo, que en Cataluña llaman tocino. A la mitad de la comida llegó el padre de familia, que al entrar en el comedor no pudo evitar poner una cara de sorpresa, había comiendo en su mesa cuatro extraños y las amigas de su hija. En breves segundos se recompuso y nos trató con gran hospitalidad. Él no sabía que habíamos sido invitados. Yo pensé: Esto de que los catalanes no son hospitalarios es un bulo como una catedral. Por la tarde dimos un paseo por Barcelona hasta la hora de tomar el tren que llaman el sevillano, el que tarda doce horas. En el sevillano pasamos un calor agobiante, y el agua se acabó en Valencia. Ángel Luís se bajó en Alicante para unirse a su familia en Guardamar del Segura, Manolo me invitó a su casa de Marbella, y nos bajamos en Bobadilla para tomar otro tren, y Pío siguió hasta Sevilla.