A la mañana del cuarto día nos dedicamos a ir de compras por el gran bazar y sus alrededores, compramos telas, un fajín, un broche… Después bajamos al bazar de las especias a comprar pistachos iraníes, te de manzana, curry, azafrán, tabaco de pipa de agua… En el muelle había unos puestos de vendedores de comida rápida. Vendían un bocadillo con pescado en salsa, muy poco apetitoso. Tomamos el barco de línea para ir al barrio de Eyup, situado al fondo del cuerno de oro. Tras seis paradas en las que subía y bajaba gente, llegamos al muelle del barrio. Bajamos a visitar la mezquita de Eyup y el mausoleo del personaje. Según la información era el que llevaba el estandarte de Mahoma cuando se conquistó la ciudad. Un santo varón. Tras la visita subimos a un funicular para subir al café de Pierre Lotti, situado el lo alto de la colina, famoso por sus vistas. Toda la ladera de la colina que subía el funicular era un inmenso cementerio, donde no quedaba lugar para nadie más. Tomamos un té de manzana mientras veíamos la bella vista del atardecer sobre el cuerno de oro y parte de Estambul hasta Santa Sofía en Sultanamet. Tras la reconfortante visita al café de Pierre Lotti tomamos un taxi para volver al hotel. Por recomendación de un taxista esa noche fuimos a cenar al Shezade restaurant, que estaba situado en el patio de la madraza de la mezquita Shezade camii. En la entrada había una corona de flores como las que se usan aquí en los funerales, con letras en turco. Salía del interior un señor vestido de chaqué al que tomé por el maitre. Le pedí mesa para tres personas y me sonrió sin dirigirme la palabra. Ya entrando en el enorme patio de la mezquita veo que a la izquierda están dispuestas unas mesas para comer al aire libre, y a la derecha había una boda. Tierra trágame. Le había pedido mesa al padrino de la boda. Nos dirigimos a las mesas de la izquierda, y allí el maitre real nos sentó en una mesa. Comimos buena comida, no pude beber cerveza porque era el patio de una mezquita, y nos amenizaron la cena con canciones y música turca que nos llegaba de la boda.
Tras desayunar el quinto día tomamos un taxi para ir al Dolmabahçe Saray. Palacio que usaron los últimos sultanes. El conductor de este taxi era bastante brusco. Corría más de lo aconsejable en un tráfico tan caótico como el de Estambul. No vio un semáforo en rojo, y tras un frenazo nos quedamos a centímetros de estrellarnos. El palacio tiene unas estrictas normas de seguridad, que incluyen varios controles de hombres armados, registro de bolsos y mochilas. El camino hasta el palacio atravesaba un hermoso jardín a orillas del Bósforo, con una gran fuente y pavos reales sueltos. El palacio es suntuoso, lujosamente decorado. La escalera, situada en un atrio con cúpula de cristal, era majestuosa y con enormes lámparas del tipo de araña. Tiene grandes y amueblados salones, una salita decorada a la japonesa y un enorme y lujoso salón del trono. Sobre el trono había unas ventanitas desde donde las sultanas e hijas podían ver las recepciones. En otra habitación estaba la cama donde murió Mustafa Kemal Ataturk, padre de la Turquía moderna, con una gran bandera turca cubriendo su cama. Tras la visita del palacio salimos a los jardines a sentarnos un rato y comernos un bocadillo preparado con el buffet del desayuno. Uno de los pavos reales, de larga cola se acercó a disputarle el bocadillo a mi esposa, que lo ahuyentaba para evitarlo. Al salir del palacio tomamos el funicular subterráneo que nos dejó en la plaza Taskim, la más importante de Estambul, con grandes edificios y hoteles rodeándola. Desde allí bajamos paseando por la calle Istikal, calle importante por sus comercios al estilo occidental. A la mitad de la calle nos esperaban los antidisturbios, con porras, escudos y carros con chorro de agua. No sabíamos cual era el motivo de tamaña disuasión. Nos enteramos que había una crisis bélica cercana. Georgia había invadido Osetia, y Rusia había bombardeado Georgia. Los manifestantes eran georgianos que venían a protestar ante la embajada rusa en esta misma calle Istikal. Seguimos nuestro paseo calle abajo hasta sobrepasar a manifestantes y policías, y volver a la más absoluta normalidad. Unos chicos nos dieron un folleto para asistir a un espectáculo de baile de los derviches giróvagos. Este es un grupo de místicos musulmanes que utilizan un baile ritual como oración. Como nos quedaba tiempo fuimos a la cercana torre de Galata para ver las vistas desde el mirador mientras atardecía. El mirador, que la rodea completamente estaba a rebosar de turistas. Con mucho trabajo conseguimos ver en todas las direcciones donde las vistas eran más bellas: el cuerno de oro, Topkapi y Santa Sofía, la abigarrada ciudad hasta el barrio de Eyup, los minaretes y las mezquitas, el puente sobre el cuerno oro, con su tráfico y pescadores de caña, los muelles donde estaba, el bazar de las especias y salían y atracaban los barcos de línea, y el tráfico de barcos grandes en el estrecho del Bósforo y el mar de Mármara. Una maravilla. Tras la visita a la torre nos dirigimos al teatro donde veríamos el baile de los derviches. Unos pocos sentados tocaban instrumentos de cuerda y percusión y otros con unos altos gorros, al principio con capa sobre sus blancas túnicas, y después sin ellas, ejecutaban un lento baile hipnótico girando con elegancia sobre sus pies y con la cabeza ligeramente inclinada. Con sus giros hacían volar discretamente las faldas de sus túnicas. El espectáculo duró una hora, y no se hizo largo. Tras el espectáculo tomamos el tranvía para volver al hotel y cenar en algún restaurante cercano.
La mañana del sexto día nos levantamos tarde y tomamos el tranvía para ir al museo arqueológico. Bajamos delante de Santa Sofía y bajamos la cuesta hasta la sublime puerta. Se llama así al palacio del visir (primer ministro) de los sultanes. Ahora sigue siendo el ministerio de asuntos exteriores. Frente al palacio estaba el museo arqueológico cerrado por ser lunes, así que nos fuimos de compras. Paseando por el centro vimos algunas tiendas con ropa y complementos de lujo, así como joyerías con la cartelería e información en ruso. Supusimos que muchos rusos vienen a Estambul a comprar objetos de lujo. Bajamos la cuesta para ir a la lonja del pescado, y allí comimos en un restaurante frente al mar de Marmara. Subimos al hotel para ir por la tarde al hamman (baño turco) cerca de la mezquita de Suleymaniye. Allí nos dieron albornoces, calzado de tela, unas toallas para el varón y unos bikinis para las mujeres, además de la llave de una taquilla. Entramos en la sala del baño, que era voluminosa, con altos techos, paredes de mármol, y un gran banco central del mismo material. El baño turco es de vapor, y flotaba en la sala como una neblina. Había fuentes donde se tomaba agua en un jarro para mojarte la cabeza, y unas habitaciones con camilla para los masajes a cargo de unos fuertes muchachotes. Nos sentamos en el banco y al cabo del rato vino uno de los masajistas a echarme agua por la cabeza. Yo me encontraba bien, pero se ve que pensó que podía darme un mareo si no me enfriaba con frecuencia. Al cabo del rato me levanté a echarme agua yo por la cabeza, y el el gesto se me cayó la toalla, dando un inesperado espectáculo. Con rapidez inusitada la sujeté antes de que cayera al suelo, y la volví a poner como si tal cosa, ante las risas de mi mujer y de mi hija. Tras los sucesivos masajes a mi esposa y a mi hija, me tocó el turno a mí. El muchacho me dio un fuerte masaje que incluyó clavada de codo en varias zonas de la espalda. Cuando me dio la vuelta y amenazó con clavarme el codo en el abdomen di por terminado el reconfortante masaje. Al salir del baño turco reposamos en unas hamacas especiales y nos tomamos un té de manzana. A mí me sentó estupendamente el baño turco. Por la noche fuimos a cenar al viejo bazar, que conservaba algunas tiendas, pero que tenía restaurantes. Cenamos bien y después tomamos un té de manzana y mi hija fumó un narguile (pipa de agua)
El séptimo día teníamos el vuelo a Madrid, por lo que nos levantamos muy temprano para ver el museo arqueológico. Tomamos el tranvía para ir a Santa Sofía, bajar la cuesta hasta el palacio del visir, y el museo estaba abierto. Unos guardias no nos dejaban entrar por esa puerta, y tuvimos que subir la cuesta y entrar por la puerta que da al palacio de Topkapi. El museo tenía multitud de piezas importantísimas como: sarcófagos, un conjunto de azulejos de la puerta de Istar en Babilonia, el mausoleo de Alejandro Magno, en el que nunca estuvo su cadáver, el famoso pórfido de la tetrarquía, en el que figuran en bajorrelieve Diocleciano, Maximino, Galerio y Constancio, emperadores y césares romanos de la reforma de finales del siglo tercero, y una piedra con grabados en jeroglífico egipcio y escritura cuneiforme del tratado de paz entre el faraón Ramsés II y el rey hitita Hattusili III, tras la batalla de Kadesh sucedida en 1259 antes de Cristo, la última batalla donde se usaron armas de la tecnología del bronce. Es el tratado de paz que se conserva más antiguo del mundo hasta la actualidad. Ramsés renuncia a Kadesh y a todo el valle del rio Orontes, en la actual Siria, pero se queda con la franja de la antigua Palestina hasta el Sinaí. Tras la visita al museo nos volvimos al hotel para esperar la transferencia al aeropuerto y nuestra vuelta a Madrid. Una visita muy interesante de la ciudad más bella y hospitalaria que he visitado.