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El rescate

En el bachillerato de aquellos años, cuando a las cortes españolas los diputados accedían por el tercio familiar, el tercio sindical y el tercio del movimiento nacional, se estudiaba “Formación del Espíritu Nacional” una asignatura que trataba de aquel régimen político. Si querías aprobar sin estudiar esa asignatura tenías que apuntarte a la “Organización Juvenil Española”, cuya sede estaba muy cerca del colegio. Algunos alumnos de mi curso, que ya estábamos en la adolescencia, bicheábamos en la sede a ver cuál era el grado de compromiso, es decir: si había que asistir a reuniones formativas, cuantas y por cuánto tiempo, si había que llevar uniforme, si las actividades eran atractivas… Aprobar sin estudiar era un chollo, pero a ver donde te metías y cuánto te exigían. De los de mi clase se apuntaron uno o ninguno. No merecía la pena. Así que aquel año, durante el verano, tuve que estudiar en casa de un amigo, que me hiciera compañía, la dichosa FEN, que había suspendido en Junio, por aquel engorro de las leyes fundamentales del estado. “No necesitamos constitución, si tenemos estas leyes” Decía el profesor engolando la voz, y convencido de que lo que decía no caía en saco roto.

GEOS

La primavera de ese mismo año había asistido a un curso de espeleología, que curiosamente organizaba el grupo de espeleología de la OJE sevillana, en adelante GEOS. Pero como no tuve que apuntarme en la organización, ya que había pocos voluntarios para tan extravagante actividad, no pude aprovecharme de mis actividades subterráneas, para no tener que estudiar. El primer entrenamiento se hizo en el puente de hierro del viaducto a San Juan de Aznalfarache, por donde discurría el tranvía a Coria y Puebla del Río, y el tráfico en general. Desde la inservible casetilla de maniobras (el puente no se levantaba desde hacía años) y a través de un ventanuco nos descolgábamos en un rapel hasta muy cerca del agua, y desde allí subías por una escala metálica. Siempre asegurado por un cordino de escalada. Con miedo al principio y cierta torpeza superé la prueba. En las vacaciones de semana santa hicimos la primera actividad subterránea. La sima de los republicanos en Villaluenga del Rosario. Hasta el pueblo fuimos en autobús, allí nos aprovisionamos de pan para dos días, y andando durante dos o tres horas llegamos al destino. Un valle pequeño casi cerrado, deshabitado, por el que corría un arroyo que terminaba al pie de una enorme pared rocosa. Pusimos las tiendas junto al arroyo cerca de la pared, y contemplamos como el agua se introducía por un agujero en el suelo, como si fuera un desagüe del valle. Unos metros más allá se habría una cueva mucho más amplia que el agujero, y que sería el objeto de estudio y entrenamiento de los novatos. Cuando pregunté por el nombre de la sima, me dijeron que durante la guerra se tiraron por el agujero a varios republicanos. Aquel día se acabó con la cena y el limpiado de platos con la arena y agua del arroyo, aprovisionamiento de agua del mismo, y a dormir. La comida que se llevaba de exploración, la teníamos que transportar en la mochila, por lo que tenía que ser muy nutritiva y pesar poco. A parte del pan que compramos llevábamos mantequilla, chocolate, café soluble, leche, cacao en polvo, carne enlatada, embutidos, frutas secas (pasas, higos, orejones) y frutos secos. Para calentar un infiernillo de gas. El agua se cogía del arroyo.

Sima de los Republicanos

Al día siguiente, tras el desayuno temprano, preparamos los equipos, supervisados por los expertos profesores. El mono de trabajo, y sobre el mismo la correa, enganchado a ella el gasógeno, y por último el casco, con la espita y el reflector para la luz de carburo. El gasógeno estaba formado por dos piezas, en la superior el agua, y en la inferior el carburo de calcio. Mediante una llave el agua caía sobre el carburo de calcio y en la reacción se producía cal apagada y acetileno. Este gas inflamable se llevaba a través de un tubo de plástico hasta la boquilla del casco. Esa era la iluminación en la oscuridad de la cueva. Como el día era nublado, y amenazaba lluvia, uno de nosotros se quedaría fuera de la cueva, con la misión de avisar a los demás si llovía, para que  una subida del nivel de agua no atrapara a los compañeros dentro. Nada más entrar en la cueva, donde aún había bastante luz, había que bajar una pared de siete metros. Se colocó una escala, y se aseguró con un cordino a los novatos. Bajamos todos menos el vigilante y tras pasar un agujero del tamaño de una ventana, tuvimos que encender los carbureros. Se habría una gran sala de la que no podíamos ver el techo, y con suelo ligeramente descendente y muy irregular. Al final de la sala me tocó quedarme a mí como enlace vocal con el vigilante de la entrada.  Lo llamé, me escuchó, y yo oí su respuesta. El resto del grupo siguió descendiendo en la cueva. Cuando desaparecieron de mi vista, estuve un buen rato escuchando sus conversaciones, hasta que dejé de oírlos. Un rato después escuché la voz del segundo enlace, que  trataba de contactar conmigo para mantenernos conectados. Repetimos la operación de comprobar que nos oíamos sin problemas. Pasaba el tiempo y empecé a encontrarme muy solo en medio de la oscuridad, así que comencé a explorar por mi cuenta aquella esquina de la gran sala, sin correr riesgos, claro. Mi misión, aunque tediosa y aburrida, podía salvar la vida del grupo, y esa cuestión aumentaba mi prudencia. Además mis escasas dotes de escalador reforzaban la decisión de no moverme demasiado. Así que quietecito y no resbales.

El GEOS ya tenía esta sima estudiada hasta los ciento veinte metros de desnivel. El campamento escuela tenía también la misión de avanzar en el estudio de la cueva. Los expertos profesores disponían de elementos para medir el desnivel y conocimientos para anotar las mediciones verticales y horizontales, para ya en Sevilla aumentar el dibujo del mapa de la sima. En aquella exploración se doblaron los metros de desnivel conocido. Pasadas unas interminables horas volví a escuchar las voces del grupo que retrocedían. Algo más tarde aparecieron las luces reflejadas en las paredes de la gran sala, y detrás de ellas apareció el grupo completo, muy contentos por el avance conseguido. Volvimos a la pared de entrada para subir por la escala, pero esta vez sin cordino de seguridad. Ya habíamos completado nuestro bautismo de cueva. Ya fuera nos dispusimos a almorzar, aunque era media tarde. Y tras el almuerzo y el lavado de enseres en el río, recogimos el campamento para volver a Villaluenga.

Villaluenga del Rosario

Tras la caminata de vuelta nos dirigimos a un gimnasio cubierto que había acondicionado el ayuntamiento para los espeleólogos. No estábamos solos. De Madrid y Barcelona habían venido dos grupos para descender por la gran sima de Villaluenga, mucho más cerca del pueblo, y que comenzaba con una vertical de más de cien metros. Así que en el gimnasio, tras la cena en común, y alrededor de los catres dispuestos en filas y sin colchón, se organizó una buena zarabanda, con guitarras, canciones, vino y coñac. Mi poca costumbre con este tipo de festejos y sus efectos, condicionó la adquisición de mi primera seria borrachera. En algún momento de la noche vomité y me acosté, por este orden supongo, porque ni yo me acordaba al día siguiente, ni mi saco de dormir estaba manchado de vómito. Cuando desperté tenía el sabor del coñac en la boca, no podía abrir los ojos a la luz de la mañana, ni podía caminar de pie. La cabeza me dolía con latidos desgarradores. Arrastrándome por el suelo llegué a la primera tienda montada en el patio, y en soledad di buena cuenta de una cantimplora de agua y de un paquete de galletas. Nunca supe de que expedición era la tienda, pero desde luego de la nuestra no, pues no montamos ninguna. El refrigerio me sentó bien, pues tras el mismo pude orientarme y caminar en pie. En Villaluenga no paraba el autobús que nos llevaría a Sevilla, por lo que tuvimos que coger las mochilas y caminar hasta Ubrique, cabecera de la comarca de la sierra de Cádiz. A la salida de una curva, se abría un amplio valle, al fondo del cual veíamos las casas de Ubrique. Como la carretera se alejaba de la línea recta hasta el pueblo, pensaron los expertos que debería haber una vereda que atajara el camino. Mientras oteábamos la dichosa vereda se nos acercó un campesino montado en un burro. A nuestros requerimientos nos señaló el inicio de una vereda, y nos dijo: “De aquí al pueblo se tarda lo que en fumar un pitillo” Y se alejó convencido de hacer el buen samaritano con tan extraños viandantes. Cuando llevábamos más de media hora de descenso por la vereda, hacíamos chistes sobre el tamaño del pitillo que usaba el labriego, o de si lo fumaba mientras el burro lo bajaba. Por fin llegamos a Ubrique y en el ayuntamiento dispusieron que pasáramos la noche en el suelo de una clase de la escuela. El autobús salía a las siete de la mañana, y no teníamos despertador. Así que los expertos decidieron que durmiéramos tan juntos, cada uno en su saco de dormir claro, que al mínimo movimiento despertáramos a nuestros vecinos. Efectivamente, tras un duermevela continuo, estábamos junto al autobús media hora antes de que saliera. Ni que decir tiene que el viaje de vuelta lo pasé dormitando en mi asiento. Como curiosidad tengo que comentar la actitud colaboradora de los ayuntamientos de Villaluenga y Ubrique, pues si bien nuestro grupo pertenecía  la OJE, y se le debía cierto respeto, los madrileños y catalanes no lo eran, sin embargo fueron tratados amablemente. Dormir bajo techo, aunque sea en el suelo es muy importante.

Hundidero-Gato

A principios de verano se organizó el segundo campamento escuela del año. Esta vez sería en la provincia de Málaga, en el complejo Hundidero-Gato. En autobús fuimos a Montejaque, población más cercana a la entrada de Hundidero. Tengo que aclarar que el sistema Hundidero-Gato se denomina a una cueva subterránea alargada que se conecta con ambas entradas. La de Gato está más cerca de Benaojan.  Desde Montejaque nos llevaron en todo terreno hasta la entrada de Hundidero. Acampamos sobre la entrada, y al día siguiente bajamos a la cueva. En una hendidura natural, se abría una cueva con entrada alargada hacía arriba. Una vez equipados para entrar, bajamos un largo sendero que nos llevó a la entrada. Estuvimos toda la mañana avanzando dentro de Hundidero, con entrada mucho más grata que la de republicanos. Volvimos a media tarde y nos dispusimos a comer. En el camino de vuelta encontramos una liebre salvaje afectada de mixomatosis. Estaba ciega, y a pesar que nos oía, tropezaba con todo tipo de obstáculos. Apiadado de la liebre, uno de los profesores la cogió y trató de matarla con un golpe seco en la nuca. Por error de cálculo de fuerza, la cabeza de la liebre salió rodando, mientras que el profesor mantenía el cuerpo en alto asido por sus patas traseras. Aquella imagen nos sobrecogió por su rudeza, aunque entendimos que la idea era de agradecer. Acabar con el sufrimiento del pobre animal enfermo y desvalido. Recién llegados al campamento tuvimos la visita de la guardia civil. Venía a comunicarnos que unos muchachos hacía varios días que habían entrado por la cueva del Gato, y no habían salido. Se les daba por extraviados en el interior de la misma. El gobernador de Málaga, sabiendo que el grupo GEOS estaba en la zona, solicitaba su ayuda para el rescate de los muchachos. El grupo GEOS había explorado, catalogado y publicado todo el sistema conjunto de Hundidero-Gato.

Indagando sobre la expedición a rescatar, nos informaron que: no tenían experiencia ninguna en espeleología, que no llevaban equipamiento adecuado, que no llevaban alimentos adecuados, que pensaban que se trataba de una excursión dominical, porque sabían que una empresa eléctrica había acondicionado la cueva para su tranquilo tránsito. Lo que no sabían es que las infraestructuras de la empresa eléctrica (puentes, pasos, escaleras, barandillas) hacía años que se habían deteriorado hasta su desaparición. Los profesores expertos de la cueva deliberaron que: como eran unos inexpertos y mal equipados, debían estar cerca de la entrada de Gato. Así que las autoridades nos llevaron a Benaojan en coche, y desde allí, caminando por la vía del tren, llegamos a la entrada de la cueva del Gato. El paraje era bellísimo. En los bajos de la alta pared rocosa, se abría la entrada de una cueva, más arriba había otras dos aberturas simétricas que simulaban unos ojos, y la montaña terminaba con dos salientes como las orejas de un gato. Delante de la boca de la cueva había un no pequeño lago. Toso el entorno estaba rodeado de vegetación. Idílico paraíso, si no fuera por el motivo de nuestra visita. Acampamos, cenamos, y descansamos. A la mañana siguiente bien temprano se formó el grupo de rescate, cuyos integrantes eran los cuatro profesores expertos y conocedores de la cueva. Ellos tenían en la cabeza los posibles errores de los perdidos, habían decidido dónde mirar, pues si bien la cueva no era extremadamente peligrosa, tenía algunos abismos que pudieran haber ocasionado el extravío. Mientras los rescatadores entraban en la cueva, el “grupo de apoyo”, o sea los novatos, decidimos hacer una batalla naval en el lago. Hinchamos las dos barcas exploradoras, nos montamos tres en cada una, y haber quién hundía a la contraria. Tras el almuerzo y la siesta vimos a nuestros compañeros que salían de la boca de Gato solos. Habían buscado en todos los recovecos, y posibles lugares donde podían encontrarse, sin dar con ellos. Habían decidido que al día siguiente entrarían por Hundidero y saldrían por Gato. Con ese movimiento los encontrarían. Así que tras cenar y dormir, al día siguiente un todo terreno los llevó completamente pertrechados a la entrada de Hundidero. Nosotros, los de apoyo, decidimos dedicarnos a la escalada por la pared exterior de la cueva del Gato. Aquí demostré mi inexperiencia como escalador, bien acordonado me costó la misma vida seguir por la pared a mis compañeros. En varias ocasiones me desplazaba sobre el talud, con una insuficiente presa de dedos para mi peso, y con una insegura presa de pies, con el convencimiento que mis huesos acabarían estrellándose contra las rocas de la boca de la cueva. Pero no fue así. Felizmente acabamos sanos y salvos en nuestras tiendas junto al lago. Al final de la tarde vimos salir a nuestros compañeros junto a los tres rescatados. Habían atravesado todo el complejo, los habían encontrado mucho más lejos de la salida de Gato de lo que esperaban, y salían en buen estado de salud.  La prensa se hizo eco. El gobernador concedió la medalla al valor individual a los cuatro rescatadores de nuestro equipo, y al grupo de apoyo, una inmerecida medalla al valor colectiva, que no rechazamos.