Claro que sé donde está la calle Trastámara, allí está el Club Natación Sevilla, donde yo aprendí a nadar. Y ¿Dices que en esa calle está el almacén de la Hermandad de Pasión? Pues allí estaré sin falta a las nueve.
Corría el invierno de 1974, y era la primera cita de la cuadrilla de hermanos costaleros que pretendía a sacar a la calle al Nazareno de Pasión el siguiente jueves santo.
Cuando me acercaba a la cita prevista estaba inquieto. No tenía ni idea de lo que era salir de costalero, ni si sería capaz de aguantar el peso que suponía llevar el paso toda una estación de penitencia. Yo reflexionaba. Los costaleros, que llamamos profesionales, son fuertes, y sobre todo conocen la técnica de «trabajar» bajo los pasos. Cuando entran novatos en una cuadrilla profesional, no lo hacen muchos a la vez, a los pocos a los que se le permite van aprendiendo poco a poco de los más veteranos. Si los profesionales ven que no trabajas bien, no te admiten en la cuadrilla. Peor aún si tratas de engañarlos, pues te ponen un cigarrillo entre tu costal y la trabajadera, sin que tú lo adviertas, y si al bajar el paso el cigarrillo está roto, te echan a patadas de debajo del paso. Si trabajas bien el cigarrillo se aplasta, pero no se rompe. Se rompe si tú te alivias del peso agachándote un poco, entonces el costal y la madera de la trabajadera rozan, y se rompe el cigarrillo. En esta ocasión somos todos novatos. Supongo que cuando el capataz Rafael Franco se embarca en esta aventura, es porque está seguro de que puede salir bien. El «Fatiga», que así le llamaban en el mundillo cofradiero, tiene muchísima experiencia, muchísimo prestigio, y sabrá bien lo que hace.
Todas estas cábalas me las iba haciendo cuando al dar la vuelta a la esquina vi a un grupo de gente que esperaba a la puerta de un garaje. Conocía a bastantes del colegio San José de los Padres Blancos, y del mundillo deportivo del barrio de Los Remedios. Poco después apareció Rafael Franco con un muchacho que nos franqueó la puerta. Después nos iniciaron en los conocimientos más básicos que se precisan para ser costalero, la “igualá”, el costal, la morcilla… La primera tarea fue aprender a hacerse la ropa. El costal se llama así porque está hecho de tela de saco, con los bordes ribeteados de loneta, y la morcilla es un cilindro pequeño de loneta relleno de lana. Después vino la “igualá” que consistía en poner a los costaleros de la misma altura en las correspondientes trabajaderas. Los más altos en la primera, y los más bajos en la última trabajadera. Rafael Franco no nos igualaba por las cabezas, sino por el lugar donde iba la morcilla, sobre la vertebra prominente. Aprovechaba la “igualá” para evaluar la musculatura de la espalda, y así compensar la trabajadera. Recuerdo que la impresión que me dio nuestro capataz es que no estaba muy convencido del experimento. Éramos pocos ese día para lo que el paso necesitaba, y la mayoría no teníamos la más remota idea de cómo hacernos la ropa. El resto de nuestro desconocimiento rayaba en la osadía. No me extrañó su escepticismo.
Con bastante paciencia nos explicó cómo se colocaba uno bajo el paso, como se levantaba y bajaba, y como teníamos que andar. Poco después unos golpes de martillo y ¡A esta es! La descoordinación fue tan absoluta que nos ordenó bajarlo inmediatamente. Con cachazuda voz nos animaba e insistía: Todos a la vez, que nadie se quede atrás, podéis haceros daño.
Poco a poco la «cuadrilla», ya completa, mejoraba en los aspectos más básicos por las calles cercanas al almacén. Y tras unas sesiones de entrenamiento comenzó a iniciarnos en los secretos del «racheo». Paso que no dejaba de corregirnos hasta que lo hicimos a su gusto de perfeccionista. Esta forma de andar mueve la túnica del Nazareno de manera que parece que va andando.
Fueron tres meses de entrenamientos por las calles de Sevilla los que consiguieron que la cara del Fatiga fuera tornando desde su incredulidad del principio hasta el orgullo de su cuadrilla de hermanos costaleros, que percibimos en la «mudá», traslado del paso desde el almacén al templo
Aquél día no era el trayecto más largo que hacíamos, pero sí suponía un día de muchas novedades para nosotros: no retornar al garaje, acabar con los entrenamientos, rachear por las calles del recorrido de nuestra cofradía, entrar en la iglesia del Salvador y sobre todo nuestro primer y único enfrentamiento con la rampa antes de la salida. La iglesia del Divino Salvador está construida en un terreno elevado sobre la plaza del mismo nombre, y tiene una docena de escalones. Para subir y bajar los pasos de la iglesia, se pone una rampa de madera. El capataz nos había dicho muchas veces que la rampa no era un problema, que nosotros podíamos con lo que quisiéramos, que ya éramos una cuadrilla con suficiente experiencia, y que andábamos bien. Todos los ánimos que se le ocurrían, dentro de su siempre austera capacidad expresiva. Y así fue, la rampa no supuso ningún problema, y nosotros acabamos muy orgullosos de nuestra capacidad como costaleros. Aquel día nos despedimos hasta el Jueves Santo. Unos días antes de la mudá habíamos jurado solemnemente como hermanos de la Archicofradía del Santísimo Sacramento, Pontificia y Real de Nazarenos de Nuestro Padre Jesús de la Pasión y Nuestra Madre y Señora de la Merced.
Personalmente no me acerqué a la iglesia del Salvador hasta la hora de la cita para la salida, por lo que me impresionó mucho el aspecto de la iglesia llena de nazarenos de túnica negra, y con el Señor de Pasión en el paso de plata montado completamente y listo de flores y cirios para la estación de penitencia. Naturalmente que había más pasos en la iglesia, incluso al lado estaba nuestro palio con los costaleros profesionales mirándonos con curiosidad, pero no pude fijarme en ningún otro más que en el mío. No podía apartar la vista de la imponente canastilla y respiraderos labrados en plata que teníamos que llevar con orgullo y con honor. No podíamos fallarnos, ni fallar a Rafael Franco, que con mucha experiencia y prestigio se había embarcado en esta aventura, ni a nuestra prestigiosa Hermandad, que había confiado en nosotros.
Tras una nueva “igualá” realizada esa tarde, sobraba uno de la cuadrilla, y este único relevo era de mi trabajadera, se apellidaba Capitán. Sorteamos entre los cinco de la trabajadera, y me tocó a mí ser relevado. Entre ambos quedamos a la salida de los palcos para hacer allí el relevo. Ultimas instrucciones antes de la estación: no se levantan los faldones, no se levanta la voz bajo ningún concepto, el agua entrará por la pata trasera derecha y de allí se distribuye hasta donde se necesite, y todos a su sitio que vamos a salir.
Yo no tenía ni idea de lo que suponía llevar al Cristo de Pasión hasta que parando en la puerta antes de bajar la rampa, se impusieron los siseos y se oyó un imponente silencio. Silencio respetuoso de una multitud que abarrotaba la plaza. Bajamos por primera vez la rampa sin problemas, íbamos sobrados de fuerza, conjuntados y atentos a las órdenes del capataz. En medio de la plaza se ordenó una levantá a pulso, que salió como en los mejores ensayos. Cuando comenzamos a caminar escuchamos el murmullo de la gente que no había percibido que habíamos levantado. La satisfacción era enorme en toda la cuadrilla, ya podían estar orgullosos de nosotros. Hicimos varias más a lo largo del recorrido, pero ninguna salió como aquella primera, rodeados de aquella silenciosa multitud.
Después encaramos las calles de Cuna, Orfila, Lasso de la Vega, Trajano, hasta la Plaza del Duque con buen paso, racheando como nos habían enseñado, sin prisas y trabajando a gusto. La Campana era y es un hito importante para las cofradías en Sevilla: es el inicio de la Carrera Oficial, está el palquillo del Consejo General de Hermandades y Cofradías de Sevilla, en el que se controla hora de llegada y tiempo de paso de la cofradía. Además en dicha plaza se sienta un público muy sevillano, aficionado y entendido. No tuvimos que hacer ningún ajuste especial, lo estábamos haciendo muy bien y lo sabíamos. Después el bullicio de Sierpes y la amplitud de los palcos. Parece increíble que sin levantar los faldones se perciban por los sonidos las estrecheces y amplitudes de las zonas por las que vas pasando.
Se acaban los palcos y se acaba mi trabajo. Puntual llega mi relevo y me pregunta cómo voy. Le respondo que muy bien, y Capitán percibe que me disgusta salir. Me propone no relevarme, pues él saca el viernes otra cofradía en una cuadrilla de profesionales, y yo solo saco esta. Nunca olvidaré este detalle de mi compañero, detalle de persona sensible y generosa. Se lo agradecí sinceramente, y me sentí muy feliz, voy a hacer el recorrido completo. La mala suerte del sorteo me ha deparado el conocer la bondad de mi compañero.
Avanzamos por la Avenida entre el silencio que va imponiendo el Nazareno de Pasión, y seguimos trabajando a gusto. Vamos calientes y sudando, a pesar de la fresca noche, hace calor aquí debajo. El paso por la Catedral siempre tan fría lo alivia bastante, y nosotros aprovechamos para aliviarnos fuera del paso. Yo aprovecho para rehacerme la ropa, que va muy floja. La salida por la puerta de los Palos inicia nuestra vuelta al templo. Pasamos por Alemanes, Álvarez Quintero, Argote de Molina y su cuesta del bacalao. En Placentines y Francos el paso empieza a pegar. El esfuerzo es importante y nos toca sufrir, pero no hay más remedio que apretar los dientes sin que se resienta el buen racheo que seguimos llevando. Las levantás y los descensos sí que se resienten en mi costero. La ropa se me deshace en cada chicotá, y en los pequeños descansos no me da tiempo a hacerla bien apretada, por lo que voy cargando solo con la morcilla en la base del cuello, sin la componente de cargar parte del peso con la cabeza. Se me hace largo el llegar a la Plaza del Salvador, y me alegra cuando encaramos la rampa para subirla, porque significa que estamos llegando al final. Ya en la puerta del Salvador damos la vuelta al Paso para meterlo con el Nazareno de Pasión cara al público. Un último esfuerzo, cruzar la iglesia y dejarlo en su sitio.
Se acabó la aventura, todos afuera, el capataz y algunos hermanos nos felicitan, la experiencia ha sido un éxito. La cuadrilla de hermanos costaleros de la Hermandad de Pasión ha realizado con brillantez su primera estación de penitencia. Muy cansados, pero orgullosos y satisfechos, comentamos los pormenores y las anécdotas de la estación de penitencia, y después subimos a una habitación de la hermandad para cambiarnos de ropa y a abrigarnos, en Sevilla ya ha comenzado la madrugá del Viernes Santo de mil novecientos setentaicuatro.
Aquel año fue el segundo en el que salían cuadrillas de hermanos costaleros, un año antes debutó la hermandad de los estudiantes. El Alcalde de Sevilla nos concedió un diploma a todos los integrantes de ambas cuadrillas, que recuerda este hecho.
Esta fue mi única salida de costalero. Yo sólo quería probar la experiencia, y el hecho de que algunos de mi cuadrilla se aliviaron a mí alrededor en la calle Francos, me hizo desconfiar del grupo. Cuando nos cambiábamos de ropa en la iglesia del Salvador, unos cuantos estábamos derrengados por el suelo, y otros pocos saltaban y decían: mañana sacamos otra. Y no eran precisamente los más fuertes.
En otro orden de cosas he de decir que a lo largo de muchos años de médico he visto muchas columnas cervicales con signos radiográficos de artrosis en individuos que nunca trabajaron de costalero. También he visto a otros individuos con las señales en la piel de la base del cuello de haber trabajado muchas veces bajo los pasos, sin el más mínimo signo de discopatía cervical. De lo que deduzco que cargar los pasos con un costal bien hecho, que reparta el peso entre cabeza y vértebra prominente, no es especialmente lesivo para la salud de la columna cervical, claro dentro de un orden, sin exceder en días de cargas, y en una cuadrilla de compañeros leales, que no se alivien.