Yo accedí a la escala de complemento encuadrado en el arma de caballería, pues al estar en cuarto de medicina no podías entrar directamente en sanidad militar. Mi primer periodo fue en el centro de instrucción de reclutas (CIR) de Cerro Muriano en la sierra de Córdoba. El segundo en la escuela de aplicación de caballería en el Pinar de Antequera de Valladolid, y el tercero en el séptimo regimiento de caballería Sagunto, situado en el barrio de Bellavista de Sevilla.
Aquel verano en Cerro Muriano coincidimos los reemplazos de reclutas de la mili normal, y los de la escala de complemento de ese año. Los de IMEC (instrucción militar de la escala de complemento) teníamos algo más de edad por las prórrogas pedidas, y en general éramos algo más leídos, por nuestra condición de universitarios. Compartíamos con nuestros colegas el dormitorio, las formaciones y mesas para el rancho, las listas de diana y retreta y el tiempo libre. El resto de actividades del día: gimnasia, instrucción cerrada, abierta, clases teóricas, y tiro con fusil o granadas de mano, las hacíamos separados. Lo de las granadas de mano tenía su miga, pues algunas veces fallaba el temporizador y explotaba antes de alejarse del lanzador. Un teniente que miraba el lanzamiento de granadas de los reclutas de reemplazo sin protegerse, tuvo que ser evacuado con el cuerpo lleno de baquelita, por el fallo de una de las granadas. En los meses de campamento, los del reemplazo normal, nos miraban con cierto recelo a los de IMEC, nosotros en las horas libres y el comedor tratábamos de permanecer agrupados, pero los cabos y cabos primeros de la compañía se ensañaban y nos humillaban por igual, sin distingos entre unos y otros. La cuestión era hacer lo que se te ordenaba de forma inmediata, cara de bobo, y sin pensar, eso se llamaba disciplina. Si encontrabas otra opción mejor para hacer la tarea propuesta, pues te la callas, no vayas a distinguirte de los demás. Ah, y salir voluntario ni para comer. A lo largo del campamento de reclutas la jornada de diario era más llevadera, pues estabas haciendo o aprendiendo cosas. El tiempo libre diario era aburridísimo, y si venía un fin de semana sin permiso para ir a casa, pues se hacía interminable. Así que estar o no en la lista de permiso de fin de semana era un momento angustioso, que se resolvía con alegría o con tristeza. Si nos tocaba permiso de fin de semana, mi hermano, que coincidió conmigo en el campamento, y yo cogíamos nuestro seiscientos el sábado por la mañana, y a toda pastilla salíamos para Sevilla. En casa mi madre lavaba la ropa sucia, la planchaba o doblaba, una vez seca, y la volvía a guardar en el petate de cada uno para la vuelta el domingo por la tarde. El tiempo de instrucción terminó con un ceremonioso y larguísimo acto en el que desfilamos los más de dos mil reclutas y juramos bandera, ante una tribuna llena de generales, jefes, y familiares. Mi padre alquiló un taxi para asistir al evento y llevar a mi madre, a la novia de mi hermano, y a la mía. Tras finalizar el acto disponíamos de unas merecidas vacaciones en casa. El que yo regresara a mi casa varias horas después, en autoestop y sin parte del uniforme, es otra historia.
En el camino de vuelta de Cerro Muriano a Sevilla, yo monté en el taxi con mis padres y mi novia. Mi hermano, mayor que yo, volvía en nuestro seiscientos con la suya. Delante nuestra hubo un accidente de tráfico. Mi padre médico tenía la obligación de parar y asistir a los heridos. No podía eludir esta responsabilidad, por su propia ética profesional, y porque llevaba al chofer del taxi del pueblo como testigo. Evaluada la situación de los accidentados, no había heridos. Una señora mayor estaba con un ataque de nervios, y su vehículo inmovilizado por el accidente. Mi padre se sintió en la obligación de evacuarla en nuestro vehículo. Yo me quedé fuera del mismo, sin la gorra del uniforme y sin mi petate, y ella se montó en mi lugar. Nos veríamos en Córdoba. Dos hombres, que iban detrás, me subieron en su vehículo. Yo les pregunté a qué clínica llevaban en Córdoba a los accidentados de tráfico, y ellos tras deliberar decidieron que a una clínica concreta, cuyo nombre no recuerdo. Me llevaron, me bajé, pregunté por algún ingreso por accidente, me dijeron que allí no la habían llevado, pregunté a donde podrían haberla llevado, y me dijeron que al Hospital Reina Sofía. Los hombres me llevaron a Reina Sofía y allí me dejaron, pues era la hora de comer. Mi padre llevó a la señora a Reina Sofía, y estuvo esperándome un rato. Pasado ese rato el taxista le dijo a mi padre que esa tarde tenía una boda, que debía limpiar el coche antes, y que se tenían que ir. Cuando llegué a Reina Sofía busqué entre todos los coches del aparcamiento cerca y lejos de la urgencia. Como no encontré el taxi en cuestión, tras un rato largo decidí volver a Sevilla en autoestop. Caminé hasta una gasolinera a la salida de Córdoba más allá del puente de San Rafael, y nada más llegar a ella pasaron por delante dos coches oficiales de generales camino de Sevilla. Como yo iba sin la gorra reglamentaria, me agaché rápido para que no se me viera. Al cabo de un rato un camionero se dispuso a llevarme a Sevilla. Me dejó en el barrio de la Macarena, y me dio dinero para el autobús. A las nueve de la noche acabó mi jura de bandera. Mi padre confiaba en que yo sabría buscarme la vida para volver. Pero mi madre y mi novia pasaron la tarde bastante inquietas.