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Cadáveres

A lo largo de mi vida profesional, he tenido la ocasión de observar cadáveres, e incluso explorarlos para diagnosticar su muerte. Pero antes de dedicarme a la profesión de médico, mi relación con los cadáveres, que las hubo, estuvo llena de temores y supersticiones.

El primer cadáver que vi en mi vida fue el de mi abuela paterna. Yo tendría algo menos de diez años. Entonces las personas mayores solían morir en su casa, rodeados de sus seres queridos. Y era en las casas donde se efectuaba el velatorio. El velatorio consistía en recibir en la casa las visitas de amigos, vecinos y parientes, que se sentaban un rato para acompañar a la familia doliente. Lo que ahora se hace más cómodamente en el tanatorio. En la casa se le servía al visitante algo de beber y picar, según la hora de la visita. O café con galletas o madalenas, o vino/cerveza y algún embutido. Lo que ahora te ahorras en el tanatorio. No se visitaba en las horas de las comidas. Esas horas eran para la familia directa, en la que algún familiar, llamemos menos cercano o vecino, se ocupaba del almuerzo o cena de los dolientes, trayéndolo de su casa. Mi madre nos llevó a casa de mi abuela a la hora de las visitas. Estuvimos correctamente sentados durante toda la tarde, escuchando todo tipo de comentarios de personas desconocidas vestidas de negro,  y algunos chistes del hermano de mi padre. Como los chistes y las risas me parecieron poco apropiados para el evento en cuestión, no se me olvidó el asunto. Hasta muchos años después cuando era yo el que los decía en un velatorio virtual tras la muerte de mi padre, siendo mi actitud recriminada por un sobrino. El mundo y las personas cambian muy poco. Es que la muerte de los abuelos impacta mucho a los niños y adolescentes. Pero si los hijos entierran a los padres, los hijos lo perciben como más natural, menos dramático, como ley de vida. Cuando llegó la hora en que volvíamos a casa, me llevaron a la habitación donde estaba mi abuela, y a media luz le dimos un beso de despedida. Parecía dormida, si no fuera por la frialdad de su cara.

El segundo cadáver que vi fue remando en el río muchos años después. Un frío domingo de otoño por la mañana salimos un colega y yo a entrenar con las piraguas. Recién salidos del embarcadero observamos un extraño bulto que flotaba en el río. Al acercarnos vimos que se trataba de la coronilla de una persona, que apenas flotaba boca abajo. Sin querer tocarlo, ni con la pala, ni por supuesto con la mano tardamos algo en reconocerlo. La turbidez del río no nos dejaba ver más detalles. Cuando estuvimos seguros de que era una persona, volvimos al embarcadero del Labradores y llamamos al vigilante de la casa bote. Le dijimos que había un muerto flotando en el río entre el Labradores y la fábrica de tabacos, y que lo dijera en la oficina, para que desde allí llamaran a la policía. Entonces no había móviles, y el único teléfono del recinto deportivo estaba en la oficina. Seguimos remando sin dejar de pensar en quién sería el difunto. Al pasar más tarde por el mismo lugar, sin querer mirarlo, oímos que nos llamaban desde la orilla. -Eh muchachos, decían tres policías nacionales, entonces uniformados de gris, desde el borde del agua. -¿Vosotros sois los que habéis visto un cadáver?  Ante nuestra afirmación, nos preguntaron dónde estaba. Le señalamos con el dedo cerca de donde ellos estaban. Ellos vieron que les quedaba lejos, y nos dijeron: -Anda acercarlo con la piragua. No pretenderéis que nos metamos nosotros en el agua tan fría. Así que empujando con cuidado lo acercamos hasta que pudieron cogerlo por un brazo, y lo ataron en un árbol. Esperarían que viniera el juez de guardia a levantarlo. Nos dieron las gracias, y nos alejamos de allí. Hasta muchos días después seguía echando una mirada rápida a la superficie del río, temiendo ver algún otro bulto flotando.

La tercera vez no fue un cadáver, sino una docena de ellos, al iniciar la asignatura de anatomía en segundo de medicina. El profesor nos reunió en una enorme sala con muchas mesas de mármol, y al fondo de la sala en algunas de ellas se veían los cuerpos desnudos y grises de una docena de cadáveres, preparados con formol para que no se descompusieran. No nos atrevíamos  a mirarlos, hasta que el profesor nos dijo: Venga pasar al fondo, si os vais a pasar muchas horas con ellos. Nos asignaron por grupos y nos dieron las instrucciones para las tareas de disección de los mismos. Primero la cara y cuello, después el brazo, luego la pierna y por último las cavidades torácica y abdominal. En cada mesa había un responsable de disección o jefe de mesa, que debía controlar que se hiciera en el orden correcto, y se dejaran a la vista todas las estructuras importantes, tanto superficiales como profundas. El examen final sería sobre el cadáver que te tocó disecar. Señale usted la arteria radial, o el colédoco. Si lo sabías, pero no estaba a la vista por no haberlo disecado…suspenso. Por supuesto, si no lo sabías también. Al principio iniciamos la disección despacito, con mucho respeto y silencio. Pasado unas semanas, andábamos más sueltos en la tarea, tratando de reconocer las estructuras que disecábamos, entablando discusiones técnicas sobre las mismas, e incluso alguno se permitía hacer alguna broma macabra. Cuando se acercaban las fechas de examen, pasábamos muchas horas de tarde en la sala para adelantar lo atrasado, e incluso comíamos los bocadillos allí delante para no perder tiempo, claro sin los guantes de disección puestos. Lo que es la costumbre.